No es un secreto que un número creciente de economistas y políticos han confesado creer que el patrimonio ambiental es una traba para el crecimiento económico. Y muchos de estos no han escatimado esfuerzos en desestimar el patrimonio arqueológico, atribuyéndole un valor perjudicial, dado que eleva los costos de inversión y desanima el emprendimiento.
Las quejas son alarmantes, pero el escenario que bosquejan no atiende a la raíz del problema. En especial, debido a que el campo social y cultural que se desacredita está íntimamente relacionado a la norma jurídica, a nuestra identidad y a la historia que la funda. Es más, el patrimonio es una materia que requiere de visión de país, en especial, cuando se ignoran sus aportes a la inversión y el crecimiento económico.
“El cuidado del medioambiente, es una extravagancia que condena a Chile a la ruina”. Es la conclusión de cualquier ciudadano, ante la opinión pública de numerosos personeros. Poca duda cabe que es un cuestionamiento a la norma jurídica que, dado el sarcasmo con que se expresa, deja la impresión que esta ha sido el resultado de un dictamen emanado de un mundo ambientalista imaginario, inspirado en el irracionalismo económico.
Creencia popular, que dista lejanamente de la verdad. Por esto hay que recordar que las sucesivas leyes sobre patrimonio fueron promulgadas por Arturo Alessandri Palma (Decreto Ley 651, 30 de octubre de 1925) y por el presidente Eduardo Frei Montalva (Ley 17.288). Cuerpo legal que fue modificado en 2014, por Sebastián Piñera Echenique, para actualizarla con instrumentos jurídicos más eficientes en la protección y conservación del Patrimonio Cultural de la Nación. Cuya importancia quedo ratificada, en la Ley de Bases Generales del Medio Ambiente (Ley 19.300), alentada por el presidente Patricio Aylwin Azocar.
Estos son los episodios legales de un patrimonio que ahora divide más que cohesiona al mundo político. Polarización improcedente, puesto que, por el compromiso legal adquirido, todo alegato debería partir desde lo que atañe al bien común.
Un nuevo protocolo de intervención patrimonial
El patrimonio arqueológico o cultural no es equivalente a la ruina económica. El problema radica en la manera como manejamos este asunto. En las decisiones que determinan el modo adecuado entre inversión y protección, los arqueólogos disponen de metodologías científicas que permiten eficiencia. Los ingenieros y los abogados también. Pero los reglamentos “permisológicos” impiden su participación.
Esto demanda con urgencia un nuevo protocolo de intervención patrimonial, que permita una interfaz entre estos especialistas y el personal especializado del Consejo de Monumentos Nacionales. Demás está decir, que aumentar la eficiencia que equilibre patrimonio y crecimiento, es una responsabilidad social privada y pública, pues es un activo que promueve sustentabilidad.
Desafío de gran envergadura, pues respecto al manejo de recursos culturales hay escasa capacitación. Lo que tenemos hoy, es fruto de la contingencia y la improvisación. Si queremos avanzar en responsabilidad técnica y profesional, debemos especializar. Ni los arqueólogos, ni los abogados, ni los ingenieros son formados para esto. Menos aún, los especialistas que puedan ejecutar estas labores ambientales, dentro del sistema de protección, intervención, conservación y difusión patrimonial.
Fuente de crecimiento
Muy al contrario de las voces que insisten en caracterizar el patrimonio como un lastre económico, este es una efectiva fuente de crecimiento. Al menos es lo que se colige al revisar su actual aporte al PIB nacional.
En un informe reciente, desde la Subsecretaría de Turismo, se dijo que solo en el primer trimestre de este año, Chile ha recibido 2,5 millones de turistas extranjeros. Visitas que vienen a disfrutar del patrimonio ambiental y cultural del país. Y representa un 40% más de visitantes que en el mismo periodo del 2024, cuando tuvimos más de 5 millones de visitantes en todo el año, aportando divisas cercanas los US$3.600 millones. Este sector económico del país emplea a un 7,4% de la población activa. Y aunque la oferta es amplia, pondríamos duplicarla si se considerara como una política de Estado.
Esto permitiría que los estudios relativos al Servicio de Impacto Ambiental se transformaran en una inversión para el desarrollo. La protección patrimonial no es un gasto, sino una inversión. Solo por mencionar una cifra: se sabe que la cueva del Milodón (que cuenta con una pequeña sala de exhibición) recibe anualmente más de 100 mil visitantes. Un monumento nacional lejano, cuyos ingresos estimados rondan entre 500 y 1.000 millones de pesos.
Qué duda cabe, que esto podría crecer si habilitáramos museos de excelencia asociados a los complejos hoteleros, y más aún, nos pusiéramos como meta su replicabilidad a escala nacional. La inversión patrimonial es por ahora un “capital ocioso”, principalmente porque en Chile la economía, la política y la cultura dialogan mal. Un giro en esta poco inteligente conversación, estimularía la obtención de más divisas y mayor trabajo sectorial. Nos pondría al fin en el camino de la diversificación productiva.
No es el patrimonio el que enreda la inversión. Son nuestras incapacidades para encarar el crecimiento económico, atendiendo a la diversificación. Pero si se trata de trabas, limitaciones y perjuicios al crecimiento, no es posible desatender el mal peor. Ese que gravita en todo emprendimiento nacional y no sólo al ambiental. Las demoras en la tramitación de los permisos, que la ley justamente mandata. Es el Estado, con su crónica falta de funcionarios y enmarañada red de procedimientos, lo que ahora parece gravar el crecimiento. En esto la “permisología” no ayuda. Oculta que son el Estado y su funcionamiento el problema. No el patrimonio arqueológico y ambiental.