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¿Quién vigila a los vigilantes? La seguridad privada como asunto público

17 septiembre 2025 | 11:17

La muerte de un joven de 27 años con esquizofrenia, reducido por ocho guardias en un centro comercial de Santiago, no es solo un episodio aislado de violencia extrema. Obliga a preguntarnos si la línea que separa lo público de lo privado en materia de seguridad no está, en realidad, peligrosamente desdibujada.

La delgada línea entre lo público y lo privado

La Ley 21.659 sobre Seguridad Privada define estas actividades como “coadyuvantes y complementarias de la seguridad pública”, sujetas a normas del Ministerio del Interior y a la fiscalización de Carabineros. Además, obliga a las empresas a respetar derechos fundamentales, denunciar delitos y colaborar con las policías en la prevención del delito.

Pero si estos agentes están habilitados para reducir personas, privarlas de movimiento e incluso portar armas en espacios abiertos al público, ¿no cumplen entonces funciones que, en la práctica, son propias de la autoridad pública?

Las empresas suelen responder que operan bajo “protocolos internos”, pero la ley y su reglamento exigen que tales protocolos sean aprobados por la autoridad estatal, incluidos los estudios de seguridad, los mecanismos de coordinación con Carabineros y la formación obligatoria de los vigilantes.

En otras palabras, la seguridad privada no es tan privada cuando se trata de estos casos: la normativa chilena ya reconoce su papel como complemento del sistema público de seguridad.

El problema es que la supervisión estatal ha sido fragmentaria, dispersa y, con frecuencia, meramente formal. Cada mall, cada municipio y cada empresa define sus reglas operativas, sus estándares de uso de la fuerza y sus entrenamientos, sin un control centralizado ni protocolos unificados.

El resultado es una delegación difusa de poder coercitivo que carece de la rendición de cuentas exigible a cualquier órgano estatal.

Protocolos y supervisión estatal para la seguridad privada

Si la seguridad privada cumple funciones cuasi-públicas, su actuación debe estar sometida a estricta supervisión estatal, con protocolos nacionales, mecanismos de rendición de cuentas y fiscalización técnica independiente.

España, por ejemplo, integró a sus policías locales al sistema nacional con control central, manteniendo autonomía operativa pero bajo normas homogéneas. Chile, en cambio, sigue tolerando una seguridad de geometría variable, donde la fuerza se delega sin control suficiente y el costo lo pagan, con demasiada frecuencia, los más vulnerables.

Porque la verdadera pregunta es si el país seguirá llamando “privada” a una seguridad que, en la práctica, ejerce funciones públicas sin el escrutinio que la democracia exige para el uso de la fuerza.
- Daniel Soto. Comisionado del Comité para la Prevención de la Tortura de Chile