La Pascua es una celebración llena de tradiciones que festejan diferentes culturas y religiones alrededor del mundo, pero en nuestro país está marcada -entre otros- por el Conejo de Pascua, aquel que esconde huevos de chocolate en los lugares menos pensados, para que niños y no tan niños los busquen.

El rito de no comer carne en Semana Santa hasta el momento de la resurrección comenzó con un ayuno total, que algunos cristianos extendían incluso durante la Cuaresma. Por ello, algunos historiadores afirman que se pintaban huevos con colores brillantes, que tras ser bendecidos, eran comidos en familia o con amigos para celebrar la resurrección de Jesucristo.

Para otros, el huevo tiene sus orígenes en la costumbres de la pascua judía, anterior a la católica, que celebra el éxodo que su pueblo emprendió desde Egipto. En las ceremonias hebreas el huevo era utilizado para simbolizar el duro corazón del faraón egipcio.

También existen intentos de vincular la tradición con la cultura cristiana. Con ese objetivo suele contarse la leyenda de un conejo que estuvo presente en la cueva donde se dejó el cuerpo de Jesús, que vio la pena que causó su muerte a muchas personas y que tras ser testigo de la resurrección de ese hombre- que no podía ser otro que el hijo de Dios- decidió salir y contárselo al mundo, para que éste no llorara más.

Sin perjuicio de las creencias personales, el huevo ha sido símbolo de fertilidad y renacimiento, por lo mismo de esperanza, que viene a ser el mensaje último de esta festividad.

Como sea, al menos para los creyentes, la tradición de los huevos de pascua escondidos por el conejo acompañan muy bien el ánimo de fiesta del domingo de resurrección. El esconderlos y buscarlos puede tornarse una excelente actividad familiar que debe ser aprovechada, sin perder de vista el verdadero sentido de esta celebración.