A lo largo de la historia, en contadas ocasiones las mujeres somos mencionadas y destacadas por nuestro quehacer. En las clases de ciencias, en los textos escolares, en los cuentos, en los grandes descubrimientos de la historia, son los hombres quienes llevan a cabo las grandes hazañas.

A partir de estos hechos, el desarrollo y ascenso de las mujeres en diversas áreas se ven “naturalmente” restringidos. Las niñas desde que abren los ojos se ven inmersas en un mundo en el cual necesitan ser rescatadas y sus logros son en la medida que un “felices por siempre” es posible (al lado de un hombre y teniendo hijos, por supuesto).

Ante ese panorama, educarse y hacer ciencia se convirtió en un acto de rebeldía. En Latinoamérica, desde que tomamos esa decisión, el acceso a la educación para hombres y mujeres muestra cifras similares, incluso a medida que aumenta el nivel de escolaridad la matrícula femenina tiende a incrementarse. Por ello, cuesta imaginar el porqué de tanta pobreza con rostro de mujer y de que, ante tantas capacidades, no parezcamos competentes para acceder a buenos puestos y ascender en responsabilidades en nuestros trabajos.

La relación entre educación y empleo no se ve favorecida en ningún caso, sin importar cuántos méritos académicos tengamos las mujeres, no hay una relación directa entre nuestras aptitudes y las opciones laborales. Sabido es que ante igualdad de cargos no existe ni siquiera igualdad en los salarios y la vara para medir a hombres y mujeres hasta hoy nunca ha sido equitativa en una serie de ámbitos (por no decir en todos).

En la investigación el panorama no es particularmente alentador. La situación laboral precarizada en nuestro país y sobre todo para quienes trabajamos en ciencias –con recursos restringidos e inciertos- sólo agudiza un escenario suficientemente bochornoso y que perjudica en mayor proporción, como era de esperar, a las mujeres [1]. En ese sentido, fue Conicyt con los resultados de su última encuesta a fines del año pasado quien evidenció lo que es conocido por todas y todos, pero que nadie pareciese tomar con seriedad: las mujeres no sólo somos objeto de acoso y constantes cuestionamientos arbitrarios en el transcurso de nuestras carreras profesionales, sino que además somos sistemáticamente discriminadas y excluidas de los círculos políticos y de toma de decisiones, teniendo que sacrificar también nuestros proyectos personales para prosperar laboralmente.

Particularmente en Chile, mientras un amplio porcentaje de quienes se titulan de carreras científicas u obtienen algún grado académico son mujeres (cifra que incluso tiende a incrementarse año a año), sólo un tercio de ellas logra algún lugar de planta en las universidades chilenas, que finalmente son las instituciones donde se desarrolla el grueso de la investigación del país.

Más desolador aún, de las 27 rectorías que componen el Cruch, únicamente la Universidad de Aysén es dirigida por una mujer, sólo a modo de explicitar como en esas esferas la discriminación se hace más crítica. Por razones que no es posible adjudicar nada más que a la brecha entre géneros y a una historia que nos invisibiliza, ante iguales antecedentes ser hombre puede ser garantía suficiente para adjudicarse una plaza académica, sobre todo si tiene relación con desempeñar algún cargo de poder o de alta jerarquía y porque quienes evalúan siempre han sido, y son, en su mayoría hombres; privilegiando así perfiles “masculinos” en todo orden que implique decidir.

Los costos personales asociados a construir un currículum de similares proporciones entre hombres y mujeres no son los mismos tampoco. Inclusive la misma encuesta de Conicyt reafirmó esta percepción por parte de las investigadoras: para lograr el éxito laboral es preciso que las mujeres renunciemos a ámbitos de nuestra vida personal a los cuales los hombres en ningún caso se ven enfrentados.

Alcanzar éxito profesional, tener una propia investigación o desarrollar ampliamente otros anhelos, como proyectar formar familia y/o tener hijos, definitivamente es un punto de inflexión donde las mujeres debemos postergar. Para nosotras es imposible ser exitosas y desarrollar ampliamente cada espacio de nuestras vidas. Aunque parezca brillante y prometedora la carrera de cualquier figura femenina, la maternidad es finalmente un obstáculo en términos de “productividad científica”, puesto que por más felicidad y satisfacción que de la familia, la dedicación a esta no aumenta el factor de impacto ni los incentivos monetarios por cada nueva publicación, perpetuando de soslayo la brecha salarial.

Ser mujer en cualquier currículum es sinónimo de problemas que en un trabajo deben ser evitados, a menos que ese empleo implique labores asignadas previamente a nuestro género. Sumarle a eso ser madre, casarse -para aquellas que planeen seguir ese rumbo en la vida-, es partir con mayores desventajas todavía en la carrera académica y en general en innumerables tareas; una limitación a la cual los hombres jamás han sido sometidos. Es por ello, que sin crianza colectiva de los hijos, en la que nos involucremos como sociedad, se hace difícil avanzar en políticas que permitan una inserción real de las mujeres en la investigación más allá de discriminaciones “positivas” que profundizan los cuestionamientos de los que ya somos víctimas en desmedro de nuestras capacidades y talento reales. Hablamos de ponderaciones adecuadas que pongan en la balanza lo que cuesta en términos profesionales, por ejemplo, la maternidad; por lo menos hasta que efectivamente se libere a las mujeres de ser el sustento fundamental e irrenunciable de la crianza, la familia y el hogar.

Han sido décadas de esfuerzo y trabajo de muchas para abrir espacios cerrados, rompiendo con estereotipos culturales que históricamente han asociado lo femenino a lo débil (como todavía hace la RAE), subjetivo, a lo emocional y lo superficial -cuestiones que aún hoy son la antítesis de lo que se espera de la ciencia o de la política- y que es pretexto para inhabilitar a las mujeres en estos círculos. Asimismo, el acceder a estos sitios muchas veces, en la medida que nos es permitido, implica imponer una imagen agresiva para obtener algo de respeto, pues la condición humana y las capacidades no bastan para ello. La inferioridad con que se mira a la mujer, su dominación y calidad de objeto, son una raíz que permanece enterrada en las profundidades de nuestra sociedad como un cáncer, que quizás no notamos a simple vista, pero los síntomas que nos enferman son más que evidentes.

Nacer y finalmente que la sociedad “nos convierta en mujeres”, no es más que la expresión nítida del secuestro de nuestro talento y capacidades. Desde la escuela el conocimiento es parcializado y utilizado para que nuestros pensamientos sean encasillados en clases y divididos en géneros. Al final, la única cosa clara es que la historia siempre estará incompleta sin las mujeres en ella; el conocimiento y las ciencias seguirán secuestrados y usados como medio para segregar y oprimir mientras no nos propongamos la misión de socializarlo y abrirlo a cada integrante de la sociedad.

Ocupar espacios es clave, pero no sólo hacer presencia, sino que llenarlos y desbordarlos. Pues quienes tienen privilegios jamás renunciarán a ellos. Ser agitadoras, creadoras, voceras de nuestros movimientos y motor de nuevas ideas. Es tiempo de resignificar las ciencias, escribir nuevas hazañas y hacer nuevos descubrimientos; la historia debe ser escrita de nuestro puño para que nunca más nos dejen fuera. El conocimiento que forjemos de seguro abrirá la senda hacia una sociedad más justa, donde seamos socialmente iguales y libres para fortalecernos en nuestras diferencias.

Carola Díaz, integrante Cipres (Ciencia Presente en la Sociedad)

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