Durante el siglo XX, una parte del mundo soviético sufrió una hambruna con millones de ucranianos eliminados por inanición. Fueron sentenciados a morir de hambre por el comunismo. Fue una decisión política de represión, persecución y hambruna roja, ocultada por años. En la actualidad, el uso del hambre en los conflictos armados es considerado un crimen de guerra.
Hoy, el mundo padece disputas fronterizas, guerras civiles y persecuciones religiosas fatales que no concitan la atención ni surgen denuncias globales. En cambio, el conflicto en Gaza concentró las miradas y juicios. La franja sigue gobernada por la “resistencia armada” y sus objetivos explícitos de destruir a Israel y conformar una sociedad islámica.
Tras la mediación de Trump la región se encuentra en un alto al fuego y una transición en Medio Oriente. La paz está cerca. Ya no hay flotillas, activistas ni condenas a la violencia al interior de Gaza. Hamás está aplicando sus reglas absolutas a sangre y fuego sin debido proceso, la sospecha es suficiente. Además de su estilo macabro y humillante, distante de la dignidad humana, en la devolución de los cuerpos de los rehenes, irrespetando el acuerdo.
Desde lo mediático se ha recubierto a Hamás de mística, heroísmo y liberación de oprimidos, confundiendo intencionadamente a las víctimas con los victimarios. En paralelo, se acusa a Israel de todo, la narrativa lo expande y después, se confirma o descarta la acusación.
En el intertanto, el acusado recibe fuego cruzado y amigo en las calles y en las redes. Israel y los judíos son los sospechosos de siempre, no importa cuando lo leas. En el relato se equiparó un Estado democrático con una organización terrorista, señal inequívoca de la crisis que corroe los pilares de la civilización occidental, “una crisis moral” reflejada en la “fragilidad de sus valores, las cobardías de sus dirigentes y la confusión de sus sociedades”, según Esther Benarroch.
Las noticias sobre lo palestino fueron “ilustradas con ancianos, mujeres y niños, rara vez por miembros de Hamás”. Es la cobertura del débil y la denuncia del opresor. Condenar a Israel permite limpiar los pecados “del colonialismo y el imperialismo europeo y estadounidense”, según Alejo Schapire. En ese contexto, la acusación de hambruna en Gaza copó las portadas y la mayoría apuntó con el dedo al Estado de Israel por su “responsabilidad exclusiva” en la escasez generalizada de alimentos. Sin derecho a réplica.
Las acusaciones se masificaron en el escenario digital y rápidamente se convirtieron en odiosidad. Los portavoces, siempre disponibles, se reunieron en el progresismo, un conglomerado de “académicos, artistas, sensibles y activistas de la indignación”, según Marceo Wio.
El antisemitismo del siglo XXI se amplifica en un “discurso académico, en pancarta universitaria, en manifestación callejera”. Ese conglomerado mundial, “ha convertido a Israel en el epicentro simbólico del mal moderno”. Una moda riesgosa con intelectuales, periodistas y “famosos”, una bandera y “causa justa” que culpa a “Israel de su propia tragedia”, desde el Holocausto al 7 de octubre. Son los culpables de siempre.
Con el hambre no se juega en la guerra real ni digital, no todo vale. El tiempo y las investigaciones imparciales evaluarán las responsabilidades de Hamás y el Estado democrático de Israel. El mundo libre sigue en crisis y no marcha por el hambre, las persecuciones y los muertos en Nigeria y Sudán, salvo un par de segundos y un rectángulo difuso en la prensa sobre las masacres africanas. La hambruna ideológica es real, se alimenta del odio y es cómplice de la crisis de Occidente en sus pilares.
La cuna judeocristiana de libertades, derechos y debido proceso es considerada una atadura. La farra ideológica es un camino ya transitado en el siglo pasado. La ciudad de la Estatua de la Libertad concentra las miradas y aprehensiones.
Banalizar el odio es un camino sin salida.