En dos años, las denuncias por discriminación en escuelas chilenas subieron 67%: de 1.220 casos en 2022 a 2.039 en 2024. También creció su peso en el total, de 7,5% a 10,7%. No son datos aislados: la convivencia escolar concentra cerca del 70% de las denuncias ante la Superintendencia, junto con maltrato y ciberacoso.
Entre las señales de alerta, está que se han vuelto más frecuentes los casos vinculados a personas con necesidades educativas especiales y TEA. La foto, entonces, es clara: hay un problema.
Hay factores que empujan el alza del registro: mayor disposición a denunciar, más y mejores canales, campañas y normativas que legitiman hablar. También pesa la resaca pospandemia y la amplificación de conflictos en redes. La inclusión avanza y aumenta la matrícula identificada, pero los apoyos y ajustes no siempre llegan a tiempo, y eso genera fricción.
Nada de esto, por sí solo, explica el fenómeno. Así que habría que añadir dos asuntos poco discutidos.
Capacidad de dialogar
El primero es la capacidad de dialogar de profesores y alumnos. No se trata de “llevarse bien”, ni de poder conversar para rellenar la hora. Dialogar, en la escuela, es poder hablar del contenido, del proceso y de la experiencia educativa desde una posición de (auto)comprensión y respeto.
Implica distinguir ideas de personas, sostener razones, escuchar activamente, regular emociones y reconocer que aprender es exponerse a lo que no controlo del todo. Significa ponerme en el centro y admitir que no soy perfecto y que necesito ayuda de otros.
Sin ese entrenamiento, el desacuerdo se vive como amenaza y no como oportunidad; la diferencia se cristaliza en etiquetas, bromas hirientes o exclusiones que se normalizan.
Identidad de aprendiz
El segundo asunto que hay que tener en cuenta es el trabajo sobre la identidad de aprendiz.
Si un estudiante no se reconoce como alguien que puede aprender, con ritmos, intereses y apoyos propios, las diferencias de sus pares se vuelven ruido.
Cuando una comunidad construye identidades de aprendiz, esas diferencias se convierten en recurso: otra perspectiva que expande el problema, una ruta alternativa que abre el sentido, un ejemplo que me permite entrar. Pienso, por ejemplo, en las personas con necesidades educativas especiales: no basta con “integrar”. Hacen falta ajustes razonables, apoyos especializados y una cultura que entienda que la diferencia es el punto de partida, no un obstáculo.
Actuar en tres frentes
Ahora, es importante recalcar que nuestro país no está partiendo de cero. Existe una brújula normativa —la Circular 707, sobre no discriminación e igualdad de trato— que entrega lineamientos para prevenir, actuar y sancionar en todos los niveles educativos.
Sirve para actualizar reglamentos y protocolos, clarificar canales de denuncia (incluido el anonimato cuando corresponda), asegurar trazabilidad de casos y ordenar la derivación oportuna. Pero ningún protocolo se ejecuta solo. La escuela requiere capacidades instaladas para que la ley no sea un papel más.
Una escuela que toma en serio este problema debiese actuar, al menos, en tres frentes.
Primero, enseñaría a dialogar como contenido explícito: reglas de intercambio, rúbricas de argumentación, prácticas de escucha y evaluación formativa del disenso.
Segundo, promovería la construcción y el desarrollo de una identidad de aprendiz: metas que cada estudiante pueda decidir, reflexión cotidiana, portafolios que muestren progresos y un discurso institucional que nombre la diversidad como punto de partida del aprendizaje.
Tercero, gestionaría la convivencia con iniciativas concretas: canales de denuncia claros y comprensibles (anónimos cuando proceda), trazabilidad de casos, monitoreo trimestral por tipo de incidente y curso, y formación docente en inclusión, ajustes razonables y derivación oportuna.
El resultado no sería solo “convivir mejor”. Sería también, sin duda, eficacia pedagógica. Cuando las aulas dialogan en serio, baja el volumen del prejuicio y sube el del aprendizaje. Cuando cada quien puede hablar sobre quién es y cómo aprende, sin tener que pedir permiso o perdón, entonces las diferencias se pueden transformar en objeto de trabajo.
No estamos hablando, entonces, de una promesa grandilocuente, sino de gestión sostenida en el tiempo. Protocolos hay; lo que falta, muchas veces, es convertirlos en hábitos diarios. Y ahí está el giro: Chile no puede naturalizar la discriminación.