La ciudadanía atraviesa tiempos de furia frente al mundo político chileno. Se palpa en la calle, se respira en la opinión pública: hay una urgencia por terminar con una clase dirigente sin esfuerzo previo, sin experiencia significativa, sin logros académicos, sin talento en gestión, sin conocimientos profundos en administración pública, sin habilidades estratégicas, sin virtudes y peor, sin valores.
Chile se encuentra en un complejo escenario societal. Desde todas las regiones, provincias y comunas —de norte a sur, del mar a la cordillera— la esfera gubernamental es percibida como un fango repugnante de seres sucios, altaneros y malignos; un lago de fuego y azufre poblado por seres infernales, ambiciosos, que, desconectados de las realidades populares y cegados por sus sesgos auto-confirmativos, han llevado al país a condiciones críticas en lo económico, político, social y cultural, ocupando una y otra vez espacios de poder que, simplemente, no merecen.
Cuando el Chile de Boric se hunde en la avaricia de los que antes flameaban la bandera de la justicia y el desarrollo social, las esperanzas de la ciudadanía van apagándose, a la vez que se encienden furias incontenibles, que abren peligrosos espacios para la proliferación de extremismos ideológicos y políticos, idealismos lunáticos e interpretaciones fanáticas olvidadas. Renace, desde algún rancio lugar, el sueño de que regrese Pinochet o que tengamos la versión chilena de un Bukele.
La sociedad chilena cuenta los días para que termine el gobierno de Gabriel. Por más que las estrategias comunicacionales del Ejecutivo intenten imponer un relato de éxito, la vida cotidiana desmiente esas narrativas. A quienes no encuentran trabajo se les dice que el desempleo ha bajado; a quienes enfrentan el alza constante del costo de vida se les asegura que la inflación está controlada. Desde esa narrativa, se celebran triunfos que nadie ve.
Al parecer, la gente tiene claro que votar “por la persona” y no por el partido ha sido un criterio nefasto. Pero es necesario creer una vez más, participar de la construcción del futuro político, esperando que el conglomerado de gente llamado Chile “elija mejor”. ¿Pero qué es eso? ¿Es impedir que comunistas como Jara lleguen al poder? ¿Es llevar al candidato más extremista del bando contrario para que arregle el caos? ¿O quizás es hora de establecer nuevos criterios?
Meritocracia
Si bien la meritocracia es un sistema político cuestionado y criticado porque promueve y genera grandes desigualdades socioeconómicas, no es una novedad que una enorme cantidad de personas que ocupan cargos públicos importantes, tanto de elección popular como designados del Ejecutivo, no cumplen con un perfil mínimo, ni tienen méritos significativos para ocupar cargos de poder y ejercer sus responsabilidades de manera eficiente y ética.
Deportistas, modelos, médicos, empresarios, humoristas, rostros de televisión, youtubers y activistas sociales, entre otros, han logrado llegar a espacios de poder como el Parlamento.
En el Ejecutivo sobreabundan los parientes, amigos, pololos y compinches de partido político, que han llegado a usar cargos ministeriales.
En los últimos años hemos visto llamativos casos de profesionales que se han hecho cargo de ministerios no relacionados con sus conocimientos o experiencia, como, por ejemplo: ingenieros comerciales a cargo del Ministerio de Energía; médicos en el Ministerio del Interior; médicos veterinarios y trabajadoras sociales en el Ministerio de Defensa Nacional; geógrafos en la Secretaría General de Gobierno; ingenieros industriales en el Ministerio de Desarrollo Social; periodistas en el Ministerio de Agricultura; médicos e ingenieros comerciales en el Ministerio de Minería, entre otros.
Frente al impresentable panorama descrito anteriormente, el mérito, como acción de un sujeto que lo hace merecedor de algo y, por ende, digno de un reconocimiento, es un elemento pertinente para evaluar candidatos, tanto a la presidencia como al parlamento, o cualquier instancia de elección popular.
Elementos valiosos que constituyen méritos son: las trayectorias laborales en el sector privado, la formación profesional y los grados académicos (es insólito que personas tan privilegiadas no presenten sus tesis finales o no quieran especializarse en posgrado, mientras que la ciudadanía lo hace con tanto sacrificio), publicaciones científicas, reconocimientos y condecoraciones, experiencia que demuestre competencias estratégicas, liderazgo, capacidad de negociación, trayectoria moral intachable, entre otros.
Es probable que los méritos no signifiquen todo lo necesario para gobernar, pero son una base mínima que la ciudadanía puede observar a la hora de elegir a sus candidatos. Revelan esfuerzos personales, disciplina, capacidad de establecer objetivos y alcanzarlos. Estos respaldan, por lo tanto, en un sentido moral, a quienes se candidatean para presentar mundos posibles para la sociedad. Es hora de realizar un ejercicio crítico y repensar el juego del poder. Es tiempo de mirar los méritos.
Efrén Altamirano Vera.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación. Magíster (c) en Bibliotecología e Información.