Que Chile vive la peor crisis de seguridad de su historia, no cabe duda. Así lo ratifican las cifras entregadas por distintos informes de organismos públicos y privados, especialmente en lo que se refiere a delitos de mayor gravedad y alta connotación pública.

Este escenario se traduce en un extendido temor de la población a ser víctima de un hecho violento, pero cuya percepción tiene consistencia con lo que está ocurriendo efectivamente en la realidad. No se trata de una percepción alimentada por una mayor cobertura mediática de episodios delictuales, como argumenta equivocadamente el gobierno para bajarle el perfil a esta crisis.

Los ingredientes de este cóctel son aumento del crimen organizado, inmigración ilegal descontrolada en el norte, terrorismo desbordado en la Macrozona Sur, instituciones policiales debilitadas por acción de la izquierda radical y una pérdida del sentido de autoridad.

Pero el diagnóstico es más que conocido. Lo que no está claro es una estrategia del gobierno, como conductor del Estado, para enfrentar el problema. Se cumplió un año de la actual administración y no existe un plan concreto para enfrentar este verdadero drama para los chilenos.

La explicación para esto es que en La Moneda no existe consenso sobre como abordar el problema en sus distintas dimensiones, porque hay una profunda división ideológica, donde un sector (parte del Frente Amplio) comprendió que sin seguridad pública el país no puede avanzar en ninguna dirección, ni siquiera en la que ellos buscan, mientras la izquierda más radical representada por el Partido Comunista, está con un pie en la calle y otra en el gobierno, promoviendo la movilización callejera y la violencia que eso trae aparejado, a la vez que actúa de forma farisea, como si respetasen las reglas democráticas.

Lamentablemente, el alto costo de esta división ideológica lo pagan los ciudadanos honestos, que viven atemorizados y ven restringidas sus libertades, al estar obligados a cambiar sus hábitos cotidianos para evitar ser víctima de algún hecho delictual. Porque la inacción que ha mostrado el gobierno en esta materia es precisamente por ese jaloneo entre las fuerzas políticas que conviven a regañadientes al interior del bloque oficialista.

Pugna que se grafica en que por un lado el Presidente de la República afirma que actuarán como “perros” en contra de los delincuentes, y por otro, se observa cómo los proyectos de ley para enfrentar este flagelo no tienen la prioridad ni urgencia del gobierno para lograr su aprobación en el Congreso.

Como exComandante en jefe de la Fach y persona que gran parte de su vida se ha abocado a temas de seguridad, he podido conocer experiencias de otros países y la forma en que han abordado la seguridad pública y el combate al crimen organizado.

Conocí experiencias exitosas y fracasadas, donde la diferencias entre unas y otras, la marcan principalmente dos aspectos, más allá del nivel de desarrollo que tengan los países: una es la voluntad política que existe para enfrentar la inseguridad, donde se requiere un enfoque y coordinación de todo el Estado para lograrlo, porque si el oficialismo rema para un lado y la oposición para otro, no se avanza; y la otra es contar con una estrategia clara, de largo plazo y que sea una política de Estado, que trascienda a los gobiernos de turno.

A mi entender el principal problema que tenemos en Chile, es que hay sectores de izquierda que no ven la delincuencia, el crimen organizado y el terrorismo como una amenaza para la seguridad e integridad del país, sino que como factores esenciales para avanzar en la destrucción del modelo de desarrollo que ha tenido Chile en las últimas cuatro décadas, y llevarnos hacia la deriva de un modelo de miseria representado por el chavismo en Venezuela y el castrismo en Cuba.

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