El excandidato comunista Daniel Jadue tropezó cuando llegó el momento de responder ante los hechos que estallaban en Cuba, una semana antes de la votación de primarias en Chile. Este texto, publicado en Rialta Magazine, analiza su derrota y el ascenso de Gabriel Boric, que representa la vía de un socialismo democrático y condenó sin medianías la represión en la Isla.
Se sabe: el simple aleteo de una mariposa puede tener efectos devastadores a miles de kilómetros de distancia. Es lo que ocurrió este mes de julio de 2021 en Cuba, cuando el día 11 el estallido social en las calles de San Antonio de los Baños, y luego en decenas de ciudades de toda la isla, cortó en dos el alma de la izquierda latinoamericana, anunciando que el miedo había terminado. Como en Chile en 2019, en Colombia en 2020 y este año, y ahora mismo en todo Brasil con demandas específicas, la gente ocupó las calles exigiendo condiciones de vida dignas, libertad y espacios de participación ciudadana, haciendo del efecto mariposa el santo y seña de toda la región.
El fin del miedo es el futuro de los países, y muchos miedos cayeron derribados en Cuba ese día: el miedo a la izquierda y el miedo a la derecha, en primer lugar; es decir, el miedo a ser tratados de contrarrevolucionarios, el miedo a los exiliados en Miami que incitan una melancólica invasión norteamericana a la isla, el miedo a ser olvidados tras el estallido, el miedo a perder la juventud y la rebeldía en la retórica anquilosada de una revolución convertida en dictadura sin más. El miedo, también, a quedar completamente aislados, convertidos en parias latinoamericanos por reclamar el derecho a la protesta y el fin del abuso desde el lado opuesto a lo que se supone es una tradición de izquierda, como quedó en evidencia cuando los diarios progresistas La Jornada de México y Página 12 de Argentina abrieron sus páginas para enlodar a los manifestantes y dejar caer sobre ellos los mismos insultos que la derecha chilena dejó caer sobre los que protestaban en la Plaza Italia en octubre del 2019: son todos unos delincuentes, quieren destruir el país, alientan la violencia y el caos del orden social. AMLO en México, Ortega en Nicaragua, Fernández en Argentina, y ni qué decir Maduro en Venezuela, decidieron volver al siglo XX y estrechar filas contra “los vándalos”, como calificó el canciller cubano Bruno Rodríguez a los manifestantes. Al mismo tiempo, el régimen de Díaz-Canel cortó el suministro de Internet, copó las calles con fuerzas policiales, y llamó a sus leales a armarse de palos y bates de béisbol para “defender la paz”, según explicó.
Apoyos al gobierno cubano –es decir, a la represión– del Partido de los Trabajadores en Brasil y de los Partidos Comunistas de Chile y España, de los líderes izquierdistas de Perú y Bolivia, de Timochenko en Colombia, se dejaron oír como respuesta al aleteo de la mariposa de Cuba, junto con un torrente de sesudos artículos sobre el bloqueo norteamericano como causa y razón de la situación en la isla. En concreto, ese torrente vino a recordarnos, como una gran ironía involuntaria, que la Revolución en Cuba ha debido enfrentar en completa soledad la agresión del imperio: sin partidos políticos, sin prensa no militante, sin tribunales independientes ni un parlamento representativo, sin elecciones y sin política siquiera, solo como un dedo, en suma, el régimen revolucionario ha debido prescindir incluso del derecho de sus ciudadanos a manifestarse. Todo esto por culpa del bloqueo criminal. La relación de correspondencia entre la toxicidad del bloqueo norteamericano y la toxicidad del régimen del partido único en Cuba es un misterio de la ciencia leninista que espera una respuesta desde hace más de sesenta años. Mientras, la mariposa aletea en La Habana y en Santiago de Cuba queriendo salir de esa estúpida ecuación totalitaria donde ha quedado incrustado el país: mientras siga el bloqueo, habrá dictadura. Levantado el bloqueo, conversaremos de libertades.
Lo mismo decía Pinochet sobre los derechos humanos: que se termine el extremismo marxista y conversaremos. Lo mismo dice Ortega a los estudiantes en Managua: que se terminen las tomas de establecimientos y dejaremos de meterles bala. Excusas son las que sobran en nuestra pálidas revoluciones de derecha y de izquierda. Cancelar la política es la primera tarea que se impone el totalitarismo, porque sin ella el espacio público se reduce a los cuerpos, y entonces queda la vía libre para imponer sobre ellos la fuerza de una visión única de la sociedad.
La supuesta unanimidad en la izquierda latinoamericana en defensa de posturas que pisotean su memoria se ha roto como el mismo miedo. No sólo movimientos independientes y algunos partidos socialistas han rechazado la represión en Cuba. También lo hizo Gabriel Boric, el flamante nuevo candidato de la izquierda chilena.
Pero la mala noticia para los administradores de la dignidad de los pueblos de América Latina es que el futuro no está en las oficinas de Gobierno sino en las calles donde se canta “Patria y vida”: allí está la juventud que se resiste a jubilar a los 30 años, los artistas e intelectuales que sostienen la esperanza de una protesta legítima, las mujeres que se han movilizado en los últimos años vestidas de blanco para dar cuenta del espacio público que se les niega. Es seguro que, como sucedió en Chile en el estallido del 2019 y durante la dictadura de Pinochet, a la protesta de un día seguirá la represión durante semanas y meses, pero la protesta volverá a surgir y será de dos o tres días seguidos, y luego crecerá hasta prolongarse una semana, y es seguro que no terminará hasta desmoronar del todo y con medios pacíficos la falta de legitimidad de la actual dirigencia cubana. La historia la hacen los pueblos, dijo alguien que murió defendiendo ese principio. De hecho ya está sucediendo: la supuesta unanimidad en la izquierda latinoamericana en defensa de posturas que pisotean su memoria se ha roto como el mismo miedo. No sólo movimientos independientes y algunos partidos socialistas han rechazado la represión en Cuba. También lo hizo Gabriel Boric, el flamante nuevo candidato de la izquierda chilena –elegido el pasado domingo 18 en primarias amplias y democráticas para las elecciones de noviembre– quien fue claro y rotundo al defender el derecho a la protesta de los ciudadanos cubanos. Con 35 años y un ideario transformador, Boric es a la política chilena lo que el movimiento San Isidro y la protesta del 11 de julio es a la Revolución cubana: madurez para crecer en condiciones desiguales y capacidad para trasmitir un futuro posible. Su liderazgo creció en el escupitajo y la funa que le propinaron los sectores ultras por apostar al plebiscito constitucional que diera salida a la crisis de octubre, haciendo de la política algo más que el escandaloso show televisivo en que se había convertido.
Desintoxicado de los sectarismos de la vieja izquierda, nutrido en las lecciones políticas que dejara el trágico derrocamiento de Allende, dispuesto a descentralizar el país desde su vínculo con la región de Magallanes, abierto a la inclusión y las ideas nuevas, el liderazgo de Boric es esperanzador antes que amenazador: creció en la lucha por la reforma a la educación y la superación del modelo neoliberal, y contra todo lo esperado (me incluyo entre ellos) resistió y salió airoso frente a la máquina política de su contrincante en las primarias. Por biografía y edad, Boric pertenece más que nada a este siglo hiperconectado y caótico, y en esa condición asumió el desafío de conducir no sólo a la izquierda sino al país con palabras de esperanza: no tengan miedo de la juventud, dijo al proclamarse vencedor: no nos tengan miedo. Es también el mensaje de “Patria y vida” el que resuena en ese discurso: la Revolución en Cuba no debe temerle a la juventud si de verdad quiere salvar algo del viejo armazón de los sueños igualitarios convertidos en cárceles de su propio pueblo. Al igual que el estallido del 11 de julio, Boric no pide más poder sino menos; manos y más manos para construir un país más justo, o más bien reconstruirlo política e institucionalmente, en sintonía con la redacción de una nueva Constitución para la República en la que hoy trabaja la Convención Constituyente elegida con esa misión específica.
Que el fantasma del totalitarismo recorre a la izquierda latinoamericana con la misma fuerza con que expresa su afán libertario por ampliar los márgenes de libertad, participación e inclusividad, es un hecho de la causa tanto en las reacciones que provoca el estallido cubano como en las primarias de la izquierda chilena. Lo prueba el contendiente de Boric, el alcalde comunista Daniel Jadue, favorito en la pasada primaria del domingo 18, hasta que el balance entre dos estilos y dos formas de entender y hacer política se hizo evidente al momento de decidir el voto. Fino odiador de Israel (Jadue se declara admirador de Hamás y antiguo militante de Al-Fatah en su juventud, hasta que los acuerdos de paz de Oslo en 1993 lo llevaron a renunciar al movimiento), durante la campaña Jadue agitó la bandera del antisionismo (ese “antisemitismo pudoroso”, como lo calificó el diplomático y experto internacional José Rodríguez Elizondo), vinculando la lucha del pueblo palestino en Gaza con el conflicto que el pueblo mapuche mantiene al sur del país, y aludiendo paralelamente a “la influencia sionista” en los medios de comunicación, las finanzas, y las elites dirigentes.
De pronto, sin mediar agua va, ser antijudío pasó a ser una actividad gratuita en Chile. No costaba nada quemar una bandera de Israel en la plaza, o hacerlo frente a la sede de la embajada. Padres e hijos del Colegio Hebreo de Santiago eran insultados a la hora de salida. Escribir y desplegar pancartas contra “el cerdo judío sionista”, como rezaban algunos carteles, podía ser motivo de algarabía, invitaciones a la televisión y membresía en los jurados literarios. Apedrear las puertas del Estadio Israelita se hizo un pasatiempo de fin de semana para las marchas en bicicleta. La gente firmaba cartas y mostraba un orgullo multitudinario al inscribir sus nombres en contra del “genocidio sionista”, ofreciendo su apoyo irrestricto al candidato comunista. El socialismo de los tontos, como llamó al antisemitismo el disidente austríaco Ferdinand Kronawetter hace más de un siglo, flameaba en las esquinas. En un abrir y cerrar de ojos, las banderas rojas marchaban detrás de una pancarta desplegada ya no en oposición a la política de Israel, ni contra el sionismo y su expansión segregacionista, sino directamente dirigidas contra quienes desde hace siglos escuchan la misma advertencia: “JUDIOS PAREN EL GENOCIDIO EN PALESTINA”. Firmaban la hoz y el martillo del Partido Comunista, sin asco ni vergüenza, y menos memoria por los judíos comunistas y miembros de otras fuerzas de izquierda asesinados por la dictadura (Carlos Berger, Luis Guendelman, Jaime Robotham, Juan Carlos Perelman, Diana Arón, todos ellos detenidos y desaparecidos entre octubre de 1974 y julio de 1975, cuando la aniquilación de la izquierda llevó al régimen de Pinochet al delirio criminal de la Operación Colombo).
Alentados y nunca desautorizados por su líder Daniel Jadue, el mito movilizador que empezó contra los sionistas y siguió contra los judíos en general, terminó donde debía: atacando, escupiendo y funando a los propios aliados del pacto de izquierda que se manifestaban a favor de Gabriel Boric. Miembros del grupo Inti-Illimani, abogados, estudiantes, mujeres y activistas del Frente Amplio denunciaban los ataques sin que el candidato alcalde interviniera. Se hizo entonces evidente algo que Jadue no podría desmentir porque está inscrito en la historia del antisemitismo moderno: cuando se ataca a los judíos no sólo son los judíos quienes corren peligro sino todos los que vienen después, en la medida que los judíos han sido y seguirán siendo los chivos expiatorios del fanatismo ideológico, certeza que se manifiesta primero sobre ellos como el lado más débil de la cadena hasta alcanzar luego los puntos fuertes y de mayor estabilidad. ¿Podía el alcalde Jadue haber intervenido de motu proprio para interceptar esta ola de intolerancia mesiánica de sus partidarios? Es evidente que sí, y su candidatura sin duda se habría beneficiado. Al parecer, sin embargo, el hombre no estaba para debilidades.
Apoyado en la mayor comunidad palestina fuera del mundo árabe y residente en Chile, el alcalde prometía continuar el proyecto inconcluso de Salvador Allende, lo cual era más que verosímil: su partido había sido el más leal al trágico camino de la vía chilena al socialismo y el mejor dispuesto al diálogo con las otras fuerzas del momento, pero Jadue hizo todo lo contrario: vetó a potenciales aliados, amenazó con crear órganos de control en los medios de comunicación, alentó grupos de castigo que amedrentaban a propios y ajenos del pacto de izquierda y, por supuesto, tropezó medio a medio cuando llegó el momento de responder ante los hechos que estallaban en Cuba, justo una semana antes de la votación de primarias en Chile. La mariposa cubana se agitaba y agitaba pero Jadue se enojaba y enojaba en vez de responder: despreció a los periodistas, acusó a Boric de crear presos políticos, renunció a los debates, se refugió en el gueto de los barra brava ya convencidos y, al final, claro, perdió las primarias por un arrollador margen de 20 puntos, con un modesto 40% frente al 60% de Boric.
Los estragos de la mariposa seguirán aleteando en Cuba así pasen los años hasta la transformación definitiva, que ése es su horizonte y destino. En Chile y en la izquierda, el liderazgo de Boric es una esperanza contra el totalitarismo que representó Jadue, pero el dinosaurio sigue allí, como me comentó un día después un amigo votante de Jadue que despertó con el cuento de Monterroso en la cabeza. Son las dos almas de la izquierda que han existido siempre y seguirán existiendo mientras persista la diferenciación entre democracia y autocracia, entre república y tribu, entre pluralidad del espacio público y partido único. Bien mirado, es más saludable mantener esta división renovada por la mariposa de Cuba que aspirar a tener un alma única lista para el crimen.