En el contexto de la posguerra y de los totalitarismos que la precedieron y siguieron, algunos académicos elaboraron sendas tesis en las que subrayaban las similitudes entre estas corrientes políticas extremas.
Los “ismos” contemporáneos serían así convergentes en varios aspectos —planteaban. Durante mis estudios, François Borella, destacado constitucionalista francés, era uno de ellos. “Los extremos se juntan, la línea que representa el posicionamiento de los partidos desde la derecha a la izquierda no es horizontal, sino circular” —solía repetir en sus clases.
Años antes, inspirándose en los análisis de Jean-Pierre Faye sobre la realidad política alemana, otros académicos —anglosajones esta vez— plantearon teorías similares, como la conocida como “la herradura”. A la imagen de aquella pieza para los cascos de los caballos, los métodos de los extremos políticos se acercarían en las puntas.
El extremismo y sus métodos
Es difícil encontrar definiciones precisas del extremismo en la doctrina política. Académicos ingleses y americanos se refieren a movimientos radicales (“radicals”) pero sin especificar la radicalidad inherente a sus doctrinas.
La mayoría de los especialistas ha puesto los ojos en las prácticas que llevan a calificar a un colectivo con el adjetivo de extremista y, a la luz de sus métodos, todos presentarían notables semejanzas. Analizan, además, sus nuevas formas de expresión, las que han venido a reemplazar aquellas que la historia se ha encargado de condenar.
En Europa, las doctrinas y métodos extremistas han evolucionado. Esto podría ser el resultado de la composición sociológica de quienes lo profesan. Es un hecho que obreros, artesanos, desempleados, agricultores, se mueven progresivamente hacia posiciones de derecha radical, mientras sectores de la clase media, funcionarios, profesores y estudiantes, componen lo esencial de las huestes de una izquierda cada vez más antisistema.
La doctrina distingue dos tipos de extremismos: aquellos de origen insurgente, representados por los revolucionarios que buscan destruir los cimientos de la sociedad para fundar otros sistemas; y los conservadores-reaccionarios que tratan de preservar el statu quo, a menudo contra la voluntad de los ciudadanos.
Hoy, esta tipología no parece ser tan marcada, y la globalización ha hecho que, en determinadas circunstancias, sean también los conservadores quienes quieran destruir para refundar, y que los insurgentes, una vez en el poder, se aferren a él, para mantenerlo entre sus manos.
El extremismo político como fenómeno colectivo es “una tendencia a adoptar ideas extremas” —nos dice la RAE. Son entonces los partidos o movimientos de ideologías basadas en la intolerancia y la violencia, cuya acción pasa, primeramente, por la negación de los derechos y libertades fundamentales. Posturas que encontramos tanto en la izquierda como en la derecha, asociadas generalmente al fanatismo y la intolerancia de quienes las postulan y que pueden adoptar diferentes métodos de acción.
Es necesario entonces observar más de cerca esa “praxis” a la que se refieren connotados filósofos, sobre todo los seguidores de Marx. Estas demuestran que los extremismos consideran ilegítimo el orden sociopolítico existente y, para combatirlo, usan métodos ilegales y violentos, invocando la ilegitimidad del “sistema” y la bienaventuranza del que pretenden imponer. El grado de ilegalidad y violencia se expresa en forma selectiva, según las circunstancias y la correlación de las fuerzas en presencia.
En la historia contemporánea, los “ismos” extremos se han encarnado en el nacionalsocialismo, el fascismo, el comunismo y sus variantes, el fundamentalismo religioso, los autoritarismos y los populismos. En estos regímenes, el odio al enemigo de raza, etnia, clase o condición, forma parte de la doctrina y de la acción, junto a la proscripción de las libertades fundamentales y las violaciones de los derechos humanos cometidas por agentes del Estado o por militantes avalados por el poder.
En los últimos años, el fanatismo islámico se ha erigido en el máximo representante del extremismo político-religioso (Al-Qaeda, Estado Islámico, Hamas, Hermanos musulmanes, Hezbolá, Hutíes, Boko Haram) a los que, por cierto, emula el gobierno de Netanyahu y sus aliados.
Los extremismos en nuestro país
En la política local, con grados evidentemente diferentes, los extremos no solo están presentes, sino que aumentan su influencia.
Ideas excluyentes expresadas en diferentes escenarios institucionales, medios de comunicación, aulas y calles, junto a un actuar de violencia principalmente en las calles y las redes sociales, confirman este peligroso fenómeno. Los métodos utilizados por estos movimientos son el reflejo creciente de una forma de bestialidad. Un amago de fatwa adaptada a nuestra realidad, la que va pregonando enfrentamientos, exclusiones y odio. El adversario es entonces un enemigo, el inmigrante un delincuente.
Lo afirmado se ha hecho patente, sobre todo, en la última década. Las promesas y gesticulaciones repletas de demagogia que buscan acabar con lo existente, hasta llegar a convertirnos, por ejemplo, en “la tumba del neoliberalismo”; la voluntad manifiesta de reemplazar hasta el concepto de evolución por el de refundación.
La incitación a la violencia o el silencio de dirigentes políticos ante las quemas, saqueos y destrucciones durante el estallido social que deslegitimaron y ensuciaron sus causas, el actuar mayoritario de una Asamblea Constituyente en jolgorio permanente que pretendía cimentar las bases de un Chile tribal e identitario son patéticos ejemplos.
La campaña electoral en curso nos corrobora cómo los extremos han ido posicionando con fuerza sus ideas hasta llegar a normalizarlas. Con una liviandad aterradora, algunos candidatos hablan de pena de muerte, minas antipersonales, despidos masivos, ley marcial, denuncias de tratados internacionales.
Sus amenazas emulan la esquizofrenia de otros gobernantes, pero en versión chilensis. Frontales, sin complejos ni temores, no dudan en correr las líneas de lo racional y de lo humano para colocarse del lado de los primates. En el sector opuesto, camuflados en corderos y con un lenguaje más recatado, los otros se refugian en las instituciones que pretenden algún día destruir, como lo han hecho aquellos a quienes admiran y rinden pleitesía.
Cual sirena de ambulancia o como el aullido postrero de un animal herido, una alerta de peligro surge desde el corazón de la propia ciudadanía. Esta nos llama a poner atajo a los extremos. El fanatismo es enemigo de la razón y el odio que acarrea gangrena hasta las entrañas del país. La urgencia en que nos encontramos en medio de una sociedad aporreada y empobrecida nos obliga a preservarnos del contagio de las soluciones extremas.
Ni los futuros esplendorosos prometidos entre banderas coloradas, ni la fuerza indolente de los pardos, son soluciones ni remedios, aunque fueran paliativos. Ambas recetas —fracasadas e inhumanas— forman parte de una misma demagogia que abre un peligroso camino que solo conduce al abismo; una senda siniestra, otrora ya transitada en sufrimiento, y que debemos evitar para mantenernos en vida.