Pertenezco a una generación que ha visto caer más de una “botella del cielo”. Desde la televisión que transformó la vida familiar, hasta la irrupción del internet y los celulares que cambiaron nuestra forma de relacionarnos. Hoy, sin embargo, la botella que cae no es de vidrio: es la inteligencia artificial. Y su impacto promete ser mucho más profundo que cualquiera de los inventos previos.
Recuerdo la película “Los dioses deben estar locos”. Allí, una comunidad vive en armonía hasta que aparece un objeto extraño: una botella de Coca-Cola. Lo que parecía un regalo pronto se convierte en fuente de envidia, rivalidad y violencia.
Esa metáfora me parece dolorosamente actual. La IA entró en nuestras vidas como un recurso útil, un juguete fascinante que promete productividad y comodidad. Pero ya empezamos a ver que también genera tensiones: amenaza puestos de trabajo, concentra poder en pocas manos y abre la puerta a manipulaciones peligrosas.
El tema se vuelve político: regulación de la inteligencia artificial
La discusión sobre la IA no puede quedar en manos de empresas tecnológicas que buscan rentabilidad a cualquier costo. Si no hay regulaciones claras, si no hay políticas públicas que velen por el bien común, esta “botella” no solo dividirá comunidades: puede fracturar sociedades enteras.
La promesa de eficiencia corre el riesgo de transformarse en un nuevo modo de dependencia y desigualdad. No se trata de devolver la IA a los dioses, porque ya es parte de nuestro mundo, pero sí de definir colectivamente sus límites y su propósito.
Lo que está en juego no es menor. No se trata de si un trabajador perderá su empleo o si un estudiante usará IA para hacer sus tareas. Hablamos de quién controlará la información, de cómo se reconfiguran las democracias, de qué tan vulnerables quedamos frente a tecnologías que incluso sus propios creadores reconocen que no dominan del todo. La pasividad política sería tan peligrosa como la ingenuidad con que la tribu de la película creyó en un regalo inocente.
Y hay un punto final que debemos asumir con honestidad: lo que presenciamos es un salto evolutivo sin precedentes. La naturaleza tardó miles de millones de años en dar lugar al cerebro humano; hoy, en unas pocas décadas, estamos viendo cómo se gesta algo que podría ser un meta-humano, una inteligencia realzada que convive y quizás compite con nosotros.
Nuestra generación no puede eludir esa responsabilidad: comprender que somos testigos y protagonistas de una evolución que marcará el destino de la humanidad.
Tal vez aún estemos a tiempo de preguntarnos: ¿Qué humanidad queremos?