La postulación de Jeannette Jara, militante del Partido Comunista (PC), a la presidencia de la República incorporó de lleno al debate político el tema del anticomunismo. El PC lo ha traído a colación como una queja: lo hizo Jara durante el período de competencia de la “primaria” oficialista, quien acusó al socialismo democrático representado por Carolina Tohá de caricaturizar a sus contrincantes (ella, particularmente) y de azuzar el anticomunismo. Por esos días, tanto Tohá (PPD) como Paulina Vodanovic (PS) rechazaron tajantemente esta acusación y hoy el socialismo democrático integra, con todas sus orgánicas, el comando de Jara.
Dado que las candidaturas presidenciales y los pactos parlamentarios ya decantaron, con la inscripción de personas y listas, el argumento anticomunista ya no sirve para minar el apoyo a Jara en las tiendas del “centro político”.
La Democracia Cristiana (DC) depuso ese reparo horas antes del plazo legal para inscribir candidatos y listas parlamentarias, sumándose al socialismo democrático en su respaldo a Jara e incorporándose también a su comando de campaña. En palabras del senador Francisco Huenchumilla, presidente interino de esa agrupación, “la militancia DC está convencida de que el anticomunismo no es un tema ni en Chile ni en el mundo, es un tema del pasado”.
En consecuencia, lo que se puede esperar es que el anticomunismo siga usándose, pero ahora para disputar el apoyo a Jara en el “centro social”, particularmente en relación con el cuarto de electores del padrón que, según las encuestas, aún no decide cómo votaría en una segunda vuelta entre José Antonio Kast y Jara, que es, hasta ahora, el escenario más probable.
¿Quiénes son estos electores? Sin duda, ciudadanos no “politizados”, pero también no “polarizados” (si lo fueran, ya tendrían claras sus preferencias, porque los “polos” están nítidamente representados en la oferta existente de candidatos). Es decir, se trata de electores “centristas” a los que se dirigirán, sin duda, los esfuerzos de Kast, Jara y Matthei.
El tema, entonces, merece ser examinado con detención: ¿qué es el anticomunismo?, ¿está vigente?, ¿es anticomunismo toda oposición al PC?
En términos generales, una visión “anti-algo” es una visión discriminatoria contra personas, ideas o instituciones. Discriminar es excluir, segregar o marginar, es decir, tomar medidas para esos propósitos. El artículo 8 de la Constitución original de Pinochet era una medida de ese tipo: excluía a varios partidos (incluido el PC) de la legalidad y, desde luego, del sistema político.
Pero esa no ha sido la tradición constitucional y legal predominante en Chile. Desde que fuera fundado por Luis Emilio Recabarren en 1922, el PC fue discriminado entre 1927 y 1931 (dictadura del general Ibáñez); entre 1948 y 1958 (vigencia de la “Ley de defensa permanente de la democracia” o “Ley maldita”), y entre 1973 y 1990 (dictadura del general Pinochet). Esos períodos suman 32 años y, por lo tanto, de los 103 años de su historia, el PC ha participado de la vida política e institucional del país durante 71.
Desde luego, el anticomunismo existe y está vigente, pero hay que decir que tiene matices: existe un anticomunismo visceral (David Gallagher, académico e intelectual de derecha liberal, afirma que también lo es la queja del PC contra el anticomunismo).
Otro tipo de anticomunismo es más sofisticado y refiere, a lo menos, a los hechos prácticos que han resultado del programa clásico de los partidos comunistas, al que, se sospecha, el PC chileno postula como propósito político (aunque no lo declare). De nuevo es Gallagher quien dice: “no tengo claro a qué estaría aspirando el PC en cuanto a ideas y cómo quisiera que fuera este país”. Esta sospecha o duda no es visceral o emocional.
Gallagher añade: “cuando el PC plantea lograr justicia social con medidas comunistas, nos está engañando, porque sus dirigentes… no pueden no saber que esas medidas no van a funcionar. Algo parecido pasa con los derechos humanos… porque (el PC) no puede no saber que los derechos humanos no se han respetado en ningún país comunista”. La conclusión de Gallagher es simple: “que se molesten por hablar de anticomunismo me parece extraordinariamente raro”.
Una voz académica tan respetada como la del rector Carlos Peña dice lo contrario, basándose en evidencia práctica en nuestro país: “El PC ha gobernado varias veces en Chile, con Pedro Aguirre Cerda, con los frentes populares, con Allende, con el segundo gobierno de Bachelet, con Boric”. Y añade: “No creo que el PC piense en asaltar el poder como algunos temen absurdamente, esos son temores francamente ridículos. El PC está en la lucha electoral democrática, en una alianza de coalición con el Socialismo Democrático y el Frente Amplio con los cuales va a gobernar si triunfan”.
¿Cómo resolver la diferencia entre estas dos posiciones?
Para esbozar una respuesta es necesario aclarar lo siguiente: el anticomunismo existe, pero no toda opinión contraria a lo que hace o dice el PC es, por definición, anticomunista. Es posible contradecir una idea o posición y no ser “anti”. ¿Se declararía Jeannette Jara “anticristiana? En tanto profesa el marxismo-leninismo, cualquier podría esperar que se opusiera al cristianismo y, sin embargo, es dudoso que alguien pueda señalarla como anticristiana.
Durante el período de competencia de la “primaria” oficialista se acusó a Carolina Tohá de ser anticomunista. Esta fue su respuesta: “No acepto que se me ponga el título de anticomunista. He trabajado toda mi vida con el PC, he defendido al PC una y otra vez cuando recibe ataques arteros, injustos o se le intenta poner caricaturas o prejuicios… Cuando uno tiene diferencias con el PC no es porque uno sea anticomunista, es porque tiene derecho a tener una opinión diferente”.
Volvamos al argumento del rector Peña: “Si uno mira para atrás con honestidad intelectual y se pregunta en alguna de esas ocasiones (cuando el PC gobernó en Chile en coalición con otros colectivos) si tuvo una actitud antidemocrática rupturista, la verdad es que no”. Su conclusión, entonces, es que el anticomunismo es irracional, absurdo y tonto.
Pero su argumento se funda, entre otros, en el supuesto de que el Partido Comunista de Chile ha sido una organización inmutable a lo largo de sus 103 años de historia. Que el PC de Recabarren es exactamente igual al PC de Corvalán y éste al de Gladys Marín y ahora al de Carmona y Jadue. Siendo así, esta inmutabilidad estaría por encima de las condiciones históricas de cada período.
El supuesto, sin embargo, no es exacto: el PC ha cambiado. Entre 1933 y 1973, suscribió la doctrina que establecía la construcción socialista en un solo país: la Unión Soviética. Era una temprana idea de Stalin que pudo imponer al consolidar una posición indiscutida en la cúpula del Partido Comunista soviético (PCUS) después del asesinato de Kirov, líder comunista de Leningrado, en 1934. Lograr el socialismo en un solo país, con la extinción del estado y el advenimiento de la sociedad sin clases, iba tomar un tiempo medido en décadas. Cualquier otro intento local de construcción del socialismo quedaba postergado sine die. En consecuencia, los partidos comunistas nacionales debían jugar dentro de las reglas del sistema político de cada país, particularmente tratándose de democracias.
Por cierto, hubo excepciones a la doctrina, pero ocurrieron por circunstancias que el PCUS no controlaba: China, desde luego; Corea del Norte, Cuba, Vietnam.
La fidelidad del PC chileno a la doctrina de Stalin fue completa y, efectivamente, los comunistas gobernaron con Aguirre Cerda, con los Frentes Populares, con Allende. Fueron, de hecho, el partido de la Unidad Popular más apegado a la reglas institucionales de la democracia chilena entre 1970 y 1973. A diferencia del PS, incluso estuvieron con Allende cuando, después del 29 de junio del 73, el presidente socialista se mostró dispuesto a negociar su gobierno y su programa con la Democracia Cristiana para evitar lo que ya asomaba en el horizonte: un golpe de Estado.
En 1974, Boris Ponomariov, encargado ideológico en el Comité Central del PCUS, criticó -injustamente, hay que decirlo- aquella política institucionalista observada por el PC chileno. Es a partir de ese momento que el PC empieza a sufrir una lenta transformación, muy crítica del pasado, hasta decantar en 1980 con el giro representado por Gladys Marín y las políticas de “rebelión de masas”, “todas las formas de lucha” y “violencia aguda” contra la dictadura de Pinochet.
Básicamente, el PC abandona su tradicional política de conducirse según las reglas del juego institucional y se convierte en un partido dispuesto a jugar la baza insurreccional. Diez años después, el colapso de la Europa comunista y la disolución de la Unión Soviética suponen la cancelación de la doctrina de Stalin y, en consecuencia, nada limita o condiciona la línea política que el PC post-80 decida adoptar por sí y ante sí.
Terminada la dictadura, el regreso al juego político institucional de la democracia (que supone la ruptura con una parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez) se hace bajo una condición de poco arrastre de masas (el PC que emerge es pequeño, mucho más que la DC y el socialismo democrático) y de un predicamento doctrinario distinto en que lo insurreccional no tiene atadura (¿es una prueba de esto la tentación que rondó al PC, como a otros colectivos, de destituir al presidente Piñera bajo la crisis de octubre de 2019?). También es verdad que, pese a este nuevo predicamento y de acuerdo con su tamaño, el PC participó en el segundo gobierno de Bachelet y participa en el gobierno de Boric. Pero la expresión que ilustra la impronta actual del PC es “en el Palacio y en la calle”. Ambas cosas son posibles y todo depende.
Aun así, la pregunta es válida: ¿Ha cambiado el PC?
No parece posible negarlo. Jeannette Jara ha tenido posiciones distintas a las de la dirección del PC en varias materias. Algo inédito, pero indesmentible. De hecho, las distintas corrientes dentro del partido se midieron en su reciente Congreso, el que culminó con el triunfo de la corriente representada por Lautaro Carmona, heredera del giro estratégico adoptado en 1980 y consolidado con la evanescencia definitiva de la doctrina de Stalin en 1990: en tiempos de democracia, el PC camina con “las dos patas”.
Hace poco, Daniel Jadue, exalcalde de Recoleta y figura del PC, afirmó que “el Estado de Derecho debe servir a los intereses del pueblo y cuando no sirve para garantizar los derechos esenciales, el pueblo tiene todo el derecho y la razón para pasar por sobre el Estado de Derecho”. Por cierto, la determinación de cuándo el Estado de Derecho incumple su servicio al pueblo es clave. ¿Quién lo determina? Jadue no lo dice, pero la historia lo advierte.
Una prueba para evaluar el criterio de inmutabilidad del PC es preguntarse si esa afirmación de Jadue habría estado en boca, por ejemplo, de Luis Corvalán (accedió a la dirección del PC en 1958) durante la década del 60 y hasta el año 1973, imperando incluso la Guerra Fría. La respuesta no es ni dudosa: no hubiera dicho nada parecido. De hecho, no fue el PC la organización que se declaró a favor de la lucha armada, sino el Partido Socialista en 1967.
Frente a las elecciones presidenciales y parlamentarias de este año 2025, muchos electores del “centro social” que adscriben al humanismo cristiano o al socialismo democrático pueden legítimamente hacerse preguntas como estas, sin ser anticomunistas: ¿qué esperar del PC en el futuro? Y de Jeannette Jara, ¿qué se puede esperar si gana? Hay quienes dicen que gobernaría amarrada por el programa (“reseteado” con acentos socialdemócratas) y condicionada por la coalición progresista que la apoya, nada muy del gusto de la dirección del PC.
Y si pierde, ¿qué se puede esperar? Hay quienes se preguntan si volverá al redil alineándose con la política de la actual dirigencia comunista o si, leal a las ideas de su programa “reseteado”, se enfrentará a ella. ¿Para qué? Para alejar al PC chileno, se podría suponer, de las fracasadas experiencias del socialismo real impulsadas en el siglo XX y para reorientar al PC en la dirección de su tradición sindicalista y obrera, su tradición coalicional sin hegemonía, su respeto sin ambages a las reglas del juego institucional de la democracia y el Estado de Derecho.