Testimonios tras la publicación
Tras la publicación de Falsas Denuncias. Una investigación sobre padres acusados de abuso sexual, al menos cien personas —en su mayoría padres, pero también abuelas, abuelos, madrastras, tías y tíos— se acercaron para romper el silencio y compartir historias que identifican como falsas denuncias de abuso contra padres.
Relatan procesos judiciales previos muy largos, marcados por conflictos feroces entre adultos, que terminan con la carta que silencia todo debate. Algunos casos podrían formar parte de una segunda publicación, como el de la hermana de un acusado que, según me contó, se habría suicidado con 70 kilos de TNT, mientras su familia espera aún la confirmación oficial de su inocencia.
También se acercó una hija que carga con el trauma de una falsa denuncia surgida del enfrentamiento entre sus padres. Otra mujer feminista, que tuvo que huir del país con su pareja tras ser hostigada; y una tercera que, habiendo sufrido a un padre violento, cree que una acusación —aunque falsa— podría haberla protegido.
Junto a ellas, muchos padres alejados durante años de sus hijos tras procesos judiciales vividos como verdaderas guerras con sus ex parejas. Detrás de cada caso, una pregunta clave: ¿qué impacto tiene en la identidad de niñas y niños ser parte de una acusación infundada contra uno de sus progenitores?
El argumento de género y las omisiones en el debate
Del otro lado, muchos comentarios en redes sociales de personas de izquierda —quienes antes celebraban mi trabajo sobre la dictadura y que suelen denunciar fallas estructurales del sistema a partir, por ejemplo, de videos que muestran injusticias— han salido a decir que el libro es poco representativo. Aunque incluye más de treinta casos, esas mismas personas ahora defienden el sistema, argumentando que lo mostrado serían solo errores aislados, tal como la dictadura se refería a los “excesos” cuando casos reales se filtraban entre cifras oficiales que intentaban encubrirlos.
El argumento implícito en muchas críticas es que el libro atenta contra los derechos de las mujeres, pone en duda sus relatos y las sataniza, porque quienes mayoritariamente presentan falsas denuncias de abuso sexual contra padres son mujeres.
Pero esa lectura omite que el texto incluye casos de mujeres que lucharon por los derechos humanos durante la dictadura y que hoy son víctimas de falsas denuncias, reviviendo un calvario que creían superado. ¿Cómo están esas personas? ¿Cómo sobreviven a este nuevo sufrimiento? Las críticas no lo dicen. No hay respuesta.
La funa como forma de censura
“Hay que quemar ese libro”, “agresor sexual”, “basura” y otros calificativos que prefiero no reproducir, han sido frecuentes en redes sociales por parte de quienes reaccionan con mayor violencia emocional o ideológica. Son parte del fenómeno de la funa, que el libro justamente critica por buscar el silenciamiento a través de la agresión y el miedo.
Otros comentarios, a menudo al borde del insulto, me han interpelado diciendo que los padres que supuestamente defiendo son en realidad “papitos corazón” —deudores de pensión alimenticia—, justificando de forma solapada las falsas denuncias como una herramienta válida para castigarlos.
En la misma línea, se me ha reprochado un estudio que alerta que una de cada cuatro niñas en Chile ha sido víctima de abuso sexual, ignorando que uno de los puntos centrales del libro es que los tribunales de Familia están colapsados, en parte por la avalancha de denuncias infundadas.
Como consecuencia, muchas víctimas reales probablemente no están recibiendo atención oportuna, con listas de espera que pueden superar el año. ¿Qué pasa hoy con esas niñas y niños verdaderamente abusados? Ningún crítico ha querido responderlo. Ni siquiera detenerse a dimensionarlo.
El silencio incómodo de la Fundación para la Confianza
La Fundación para la Confianza, a través de una carta firmada por algunos de sus directores, también se manifestó en contra del libro. Cabe recordar que siempre he expresado mi empatía —como buena parte de Chile— hacia las víctimas del caso Karadima y del abuso sexual en general, donde suele mediar una relación de poder que retrasa e invisibiliza las denuncias. Pero la carta no aporta al debate: repite argumentos conocidos y sostiene, sin cifras ni respaldo, que lo planteado en el libro es un fenómeno marginal, ayudando así a invisibilizarlo.
Espero que la fundación no esté resguardando un nicho ni actuando según los intereses de uno de sus directores y referente, Juan Pablo Hermosilla, abogado de su hermano, uno de los hombres más cuestionados del país. Lo digo porque fue evidente cómo la fundación impulsó una acusación contra un actor célebre justo cuando estalló el escándalo de Luis Hermosilla. También se equivocaron en el caso del exsacerdote Felipe Berríos y en el del subdirector del SII, André Magnere, ambos absueltos.
Son demasiadas las veces en que la fundación ha aparecido acusando y, cuando las denuncias no se prueban, se retira entre comunicados con vítores, reafirmando su postura, como si nada. Lo mismo ocurre cuando un político corrupto es expulsado, pero sus compañeros igual lo despiden entre aplausos.
Organizaciones feministas y el rechazo automático
Numerosas organizaciones feministas también han atacado el libro sin conocer su contenido, firmando cartas en su contra e intentando reducirlo a un fenómeno marginal o a un invento del autor.
Una psicóloga activista, por ejemplo —cuyo nombre no sé si es un seudónimo inspirado en un superhéroe o su nombre real—, entrevistó al presidente de la citada fundación con el objetivo principal de desacreditar el libro. Lo hizo sin aportar cifras concretas o recurriendo a estadísticas generales, universales, de otros países, que en nada representan el fenómeno denunciado. Me pareció odio y miedo, disfrazado de autoridad moral y soberbia.
La periodista Isabel Plant, en una columna en The Clinic contra el libro, incurrió en graves errores de cifras, como afirmar que las falsas denuncias fluctúan entre el 1 y el 8 por ciento, lo que representa un margen de error del 800%.
Pero más allá de eso, su texto evidencia una falta de empatía brutal al sostener que el sistema debe equivocarse para proteger a los niños. Aunque ese principio tiene algo de cierto, omite que cuando una denuncia es falsa, el daño recae justamente sobre ese niño o niña, cuya identidad queda fracturada. Ese sufrimiento lo estamos viendo ya como sociedad, y lo seguiremos viendo, aunque la periodista prefiera negarlo.
Cifras que nadie quiere discutir
Ningún crítico ha abordado lo que se expone en el libro ni en las entrevistas posteriores. Por ejemplo, que en los últimos seis años más de 107 mil hombres han sido imputados por abuso sexual infantil, con un aumento explosivo en los últimos cuatro. Ni que el Poder Judicial no diferencia si estas imputaciones corresponden a padres o a otros vínculos, ya que el Estado no lleva ese registro. Además, casi el 50% de estos casos se archivan por falta de evidencia suficiente para formalizar siquiera a los imputados, y, aún así, no pueden considerarse falsas denuncias debido a distorsiones del sistema.
Tampoco se menciona que expertos como el Defensor Nacional, psicólogos, jueces y otros actores del sistema coinciden en que muchas denuncias por abuso sexual contra hombres hoy provienen de acusaciones a padres, a menudo con un beneficio claro detrás. Lo afirman porque es lo que observan en su trabajo diario. Además, señalan que el promedio de duración de estas causas supera los tres años, lo que las convierte en un problema grave que sobrecarga un sistema con un año de lista de espera.
Nada mencionan que, aunque estos casos no fueran la mayoría, seguirían siendo un escándalo, como se decía respecto a las víctimas de la dictadura. Si fueran 50 mil, sería un escándalo. 10 mil, también. Y si fuera solo uno, lo sería igualmente, ya que el alejamiento forzado y la fractura del vínculo con un progenitor es irreparable. Lo afirmo, igual que lo hice con la dictadura, porque la vulneración de derechos desde el Estado es intolerable.
Tampoco dicen nada sobre agrupaciones que hoy cuentan con cerca de 100 mil seguidores, mayoritariamente padres que aseguran haber sufrido alejamientos forzados debido a denuncias unilaterales de violencia intrafamiliar o abuso sexual. ¿Por qué están reunidos? ¿Son pedófilos organizados? ¿Y por qué también gritan abuelas y abuelos?
Ningún detractor ha mencionado —y mucho menos se ha detenido a considerar— un informe de UNICEF de 2012, uno de los pocos que entrevistó directamente a 1.650 niñas y niños de seis regiones de Chile. ¿El resultado? La mayoría de los abusadores sexuales son hombres, y la mayoría de las víctimas, mujeres. El libro no oculta esa información, ni que los agresores suelen ser parte del círculo cercano: la expone con claridad. También muestra que, estadísticamente, ni los padres ni las madres figuran como actores relevantes en la comisión de estos delitos contra sus propios hijos.
Una psicóloga llegó al punto de promover en Google una carta en mi contra, invitando a firmarla. En ella, asegura que —según su experiencia— entre los principales agresores sexuales de hijos se encuentran los padres. No cita una sola cifra para sostenerlo, y pasa por alto el informe de UNICEF que, como ya mencioné, dice otra cosa. En cambio, dedica las primeras diez líneas a exhibir su currículum: más de 50 títulos, vasta experiencia. Luego afirma que el libro desprotege a las víctimas y la estigmatiza a ella —y a todas las mujeres— como mentirosas, manipuladoras y pérfidas.
Falsas denuncias: el negocio del dolor infantil
Sigo sosteniendo que existe un negocio enorme entre abogados inescrupulosos, profesionales de la salud privados que validan acusaciones, peritos que cobran cuando los casos llegan a tribunales de Familia, y organismos privados que se benefician de procesos interminables donde se vulnera la presunción de inocencia. Estos actores viven de la remesa fiscal y, aunque se dice que protegen la infancia, en realidad rompen vínculos irreparables, causando un daño a la identidad de niños y niñas que es un sufrimiento insoportable para su edad.
Los actores del sistema saben que muchos de estos casos son falsos, especialmente cuando hay conflictos previos. Los jueces, abrumados por la cantidad de casos, prefieren delegar el criterio a estos organismos, que se benefician de prolongar los procesos.
A pesar de todo, muchas personas —mujeres y hombres— han reaccionado para señalar que esto debe ser atendido. Incluso ha surgido un proyecto de ley patrocinado por mujeres. Esa toma de conciencia me parece fundamental.