Considerando que, en el mejor de los casos, la reciente reelección de Putin implicará que la paz mundial seguirá -por los años a venir- expuesta a las repercusiones catastróficas de una decisión precipitada, una falla tecnológica o un error humano, en Chile nos equivocaríamos si pretendemos que esas amenazas están demasiado lejos, o no nos conciernen.

Un mundo amenazado

Durante la inauguración de una nueva base militar en Tierra del Fuego (para potenciar capacidades antárticas argentinas), a comienzos de 2023, un ex Ministro de Defensa peronista dejó constancia de que en el Cono Sur, el Subantártico y el Antártico, el siglo XXI será el siglo de la geopolítica.

Incluyendo esa enorme región del hemisferio Sur en su idea de país, más recientemente Javier Milei confesó que su proyecto político apunta a convertir a Argentina en la Roma del siglo XXI (un imperio geográficamente extenso).

En contexto, ambas afirmaciones son un reconocimiento del crecientemente complejo estado de salud del sistema internacional, especialmente después de la operación militar especial rusa en Ucrania. Como no sucedía desde los ataques Nueva York y Washington en 2001, países y gobiernos son ahora impelidos a elegir bando: o condenan la agresión, o comprenden las razones histórico-culturales de las conquistas rusas logradas mediante el uso de la fuerza.

En este último caso, sin embargo, el problema de fondo es doble. Primero, el agresor es una potencia nuclear. Segundo, el agredido (Ucrania) mantiene el pleno respaldo económico y militar de la Alianza Atlántica, ergo, el apoyo directo de tres potencias nucleares (Estados Unidos, Francia y el Reino Unido).

Si, in extremis, la supervivencia de la raza humana está nuevamente amenazada, algunos -como el señor Milei- entienden que en el peligro también está la oportunidad.

Crisis, migración y nuevas amenazas

El escenario catalizado por la agresión rusa de 2014-2022 se superpone a un complejísimo sustrato creado por, entre otros, el perenne problema árabe-israelí, las amenazas asociadas a los programas nucleares de Irán, Pakistán, la India y Corea del Norte, la endémica y multifacética crisis en el Sahel, los subproductos de las guerras en Afganistán, Irak, Libia y Siria (incluido el episodio Estado Islámico), el creciente enfrentamiento estratégico entre China y Estados Unidos (y sus aliados) en el Pacífico Occidental y, también, la bancarrota socioeconómica de Venezuela y de otros países iberoamericanos.

Estos y otros fenómenos -políticos y geopolíticos- ocurridos durante el período post ataques yihadistas sobre Estados Unidos, Reino Unido, España y Francia (2001-2015) deben, además, entenderse en el contexto de un escenario de cambio climático en aceleración (recurrentes eventos de clima extremo y catástrofes naturales), continuo crecimiento de la población de los países más pobres y masivas migraciones hacia Europa Occidental, Estados Unidos y algunos países del hemisferio Sur (Chile, Argentina y Australia).

En muchos lugares, la inmigración no solo encontró muros, zanjas, alambradas y decenas de guardias de frontera, sino que también dificultades para integrarse a sociedades profundamente distintas.

A ello hubo que agregar que, a pesar que la mayor parte de los migrantes solo aspira al trabajo y a los derechos mínimos, en muchos países de acogida el flujo migratorio generó inseguridad al ser instrumentalizado por el terrorismo religioso y el crimen transnacional. Incluso, como en el caso de Irán, Siria, Cuba y Venezuela, los migrantes con agenda política o delictiva se convirtieron en instrumentos de política de poder.

Producto de lo anterior, muchos países reforzaron el control de sus geografías o, dicho de otra forma, volvieron a poner en valor el control de sus fronteras y el dominio exclusivo de recursos naturales vivos y no vivos, terrestres y marítimos.

En el caso de estos últimos -y no obstante que es tema de una análisis separado- el propio Derecho Internacional del Mar facilitó que diversos países acudieran a interpretaciones maximalistas para crear una enorme variedad de nuevos diferendos marítimos a lo largo y ancho de todos los mares del planeta.

Hoy, por ejemplo, es evidente que -de manera cada vez más asertiva- los Estados privilegian el control de caladeros de pesca (fuentes de grandes volúmenes de proteínas), al igual que su soberanía sobre las reservas de agua dulce (regiones polares, glaciares, lagos y ríos).

Las reservas de agua para consumo humano y la propiedad de geografías con fuentes proteicas (alimentos) son -in crescendo- materia de preocupación geopolítica. Las flotas de altura chinas, diseminadas por todos los mares, ilustran esta realidad.

La renovada importancia del estudio de la historia

Como durante el nazismo y el periodo del imperialismo japonés, el estudio de la historia está nuevamente al servicio de tesis pseudo-jurídicas que, con voluntad política, están llamadas justificar reclamos sobre enormes territorios.

El reclamo histórico chino sobre islas e islotes del Mar de Filipinas, o el reclamo ruso sobre las praderas agrícolas y los caladeros ucranianos del Mar de Asov y del Mar Negro, son ejemplos de lo anterior.

Si bien es cierto que la comunidad internacional rechaza tanto las pretensiones chinas sobre territorios insulares situados a miles de kilómetros de sus costas, como las limitaciones que Beijing pretende imponer a la libertad de navegación en el estrecho de Formosa, no es menos cierto que, para el consumo y la cohesión interna, el discurso histórico-cultural permite insistir en que Taiwán es parte de la China histórica.

Lo mismo ocurre con el relato histórico, lingüístico y hasta religioso ruso que afirma que Ucrania siempre fue parte de la Gran Rusia. De paso, tal argumento pretende validar y asegurar el acceso de las flotas rusas al océano global desde los puertos ucranianos de Odesa, Sebastopol y la castigada Mariúpol.

El mismo concepto geo-histórico y de consumo interno está detrás del reclamo argentino sobre las islas Falkland/Malvinas (y por extensión de la Antártica Sudamericana).

Europa, una vez más

Lejos quedó el optimismo, el apaciguamiento y el desarme que -en el marco de la globalización y el crecimiento del comercio mundial al amparo del GATT-OMC- siguió a la reunificación alemana (1989), la disolución del Pacto de Varsovia (julio 1991) y la extinción de la URSS (diciembre 1991).

En Europa, el enfrentamiento cada vez más directo entre la oligarquía rusa y las democracias occidentales ya provocó que Alemania -en palabras de su propia Ministra de Relaciones Exteriores- entrara en una etapa de post pacifismo (acelerado rearme), y que Francia -que durante décadas practicó cierta independencia relativa respecto de la OTAN- asumiera un protagonismo hasta hace poco impensable.

Hoy, mientras Alemania aumenta exponencialmente su gasto militar y aceleradamente restructura sus fuerzas armadas, Francia, a través de su Presidente, recuerda que sus fuerzas nucleares están en permanente alerta. Para el gobierno francés es claro que Europa no puede permitir que Rusia gane la guerra en Ucrania.

No solo eso. El mandatario francés ya estableció que, si es necesario, la OTAN debe desplegar fuerzas en suelo ucraniano. La inmediata respuesta rusa consistió en programar un ejercicio de guerra nuclear.

Con la elección norteamericana de noviembre como trasfondo (y la posible elección de Donald Trump como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos), la opinión del presidente francés es, por ahora, minoritaria. No obstante, su criterio está lejos de ser una cuestión aislada. Expertos influyentes como el General Ben Hodges, ex Comandante de las fuerzas norteamericanas en Europa, insisten en que las democracias occidentales deben superar el miedo a la respuesta nuclear rusa, pues el único lenguaje que Rusia entiende y respeta es aquel de la fuerza.

En terreno, esa afirmación debe contextualizarse en los más de dos mil quinientos kilómetros de frontera que Rusia y Bielorrusia comparten con Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y Polonia (todos miembros de la Alianza Atlántica). En esa extensa región hoy se vive en estado de alerta. En ella la OTAN acaba de realizar un enorme ejercicio militar, mientras acelerara el despliegue de contingentes en posiciones permanentes de avanzada. El rápido (y abultado) rearme militar de Polonia es parte de este proceso.

En este plano el énfasis de la Alianza está tanto en el reforzamiento de las capacidades de defensa de los países bálticos, como en aquellas de Polonia para asegurar el control del llamado Corredor de Suwalki, un franja de terreno de unos 65 kilómetros que separa al enclave ruso de Kalingrado de la frontera bielorrusa. En ese enclave Rusia mantiene capacidades nucleares tácticas, que amenazan a todas las principales ciudades europeas (con sus poblaciones de no menos de 25 mil chilenos).

Más al norte, en el Báltico, luego de que el ingreso de Finlandia a la OTAN terminara de encerrar a Rusia en esa región marítima, los países nórdicos, históricamente propensos a la negociación y a la paz, han comenzado a prepararse para un conflicto que, con metódico pesimismo, estiman cada vez más probable.

Después de la invasión rusa, al sur de la frontera polaca la tensión militar también aumentó, particularmente en la frontera entre Moldavia y Ucrania, pues allí se ubica la región de Transnistria. Esto es, otro enclave ruso con orígenes en una unidad militar soviética, que desde 1991 se considera independiente y, por razones éticas y lingüísticas, mantiene estrechos vínculos con Moscú.

Mientras la comunidad internacional no reconoce la independencia de Transnistria, desde el inicio de la guerra en Ucrania el mando militar ruso dejó entrever que, una vez ocupada la región de Odesa (fronteriza con Rumania), la intención era vincularla con dicho enclave.

Si bien Moldavia no es miembro de la OTAN, sí mantiene una estrecha colaboración con la Alianza y, en particular, con Rumania, a la cual, otra vez, está étnica y lingüísticamente relacionada. Junto con la vecina Bulgaria (ribereña del Mar Negro), desde 2004 Rumania es miembro pleno de la OTAN.

Chile frente a las crisis geopolíticas del hemisferio Norte

Considerando que, en el mejor de los casos, la reciente reelección de Putin implicará que la paz mundial seguirá -por los años a venir- expuesta a las repercusiones catastróficas de una decisión precipitada, una falla tecnológica o un error humano, en Chile nos equivocaríamos si pretendemos que esas amenazas están demasiado lejos, o no nos conciernen.

En una situación de este tipo, el no-alineamiento o una supuesta imparcialidad no servirán de nada. Todo dependerá, primero, del tipo y número de armas sofisticadas que se empleen y, segundo, de la circulación de la atmósfera y del mar.

Entre las primeras víctimas de un conflicto nuclear en Europa -o en cualquier otro sitio del hemisferio Norte- se contarán la internet, los mercados financieros y las rutas áreas y marítimas de comunicación y comercio. Si bien actualmente parte relativamente menor de nuestro comercio tiene destino u origen en Europa, no es menos cierto que otros sectores de nuestra economía -y de nuestra de manera de entender la vida- están vinculadas a ella.

No solo eso, en caso de conflicto, miles de chilenos residentes en el hemisferio Norte -y sus familias- querrán refugiarse en el país. Esto, porque expertos y opinólogos por igual identifican a Chile como uno de los lugares más seguros en caso de una nueva guerra mundial. En caso de un conflicto de grandes proporciones no es descartable que cientos de miles (y tal vez millones) de personas quieran ingresar a nuestro país.

Si esto fuera así, Chile enfrentaría un flujo migratorio masivo y de emergencia, al cual no solo habría que atender con refugio, sino que con el cual deberíamos compartir nuestros propios recursos. Se trataría de una situación inédita para la cual la gran mayoría de los países no está preparada.

Otros como, Suiza y Suecia, sí parecen estarlo, y pueden servir de ejemplo para que, si finalmente deberemos sufrir una nueva conflagración mundial, esta vez estemos, al menos mínimamente, preparados.