Uno de los aspectos increíblemente inadvertidos de la prohibición de diseminar rankings PAES es la desconcertante contradicción que encierra.

Por una parte, medios, autoridades y académicos seguimos y aplaudimos las posiciones en los rankings de las universidades chilenas. Nos felicitamos mutuamente por liderar en América Latina donde siempre colocamos dos en el top ten. Sin embargo, nadie escribe columnas criticando la intolerable injusticia que esto impone a las universidades que quedan más abajo.

¿Cómo se explica esta contradicción?

Primero, reconozcamos que existe una visceral animadversión a que toda síntesis del ser humano se reduzca a un par de indicadores. ¿A qué se debe esta repulsión?

Por otra parte, está la ética de la igualdad. Reconozcamos que los rankings son injustos. Esconden enormes diferencias del capital cultural de las familias ¿De dónde proviene esta ética?

La repulsión reduccionista

La repulsión que sentimos hacia los indicadores es fruto de un desajuste evolutivo. Nuestros cerebros evolucionaron por millones de años en un mundo en el que nos rodeaban cerca de 150 individuos. Este es el conocido número de Dunbar. Todos eran personas emparentadas que se conocían de primera mano. Las reputaciones se construían en base a toda una vida de interacciones.

Sin embargo, en el mundo actual, vivimos en ciudades de millones de personas. Cada día nos topamos con miles de personas que nunca hemos visto y nunca más veremos. En esta ecología artificial, sobre la que se sostiene la civilización actual, son imprescindibles indicadores impersonales para poder conocer las capacidades y valores de personas e instituciones. Estamos entrampados en un mundo que nos parece antinatural.

Las creencias de lujo

Según Rob Henderson, a diferencia de siglos y décadas anteriores, ahora en la élite no nos distinguimos por la vestimenta, collares, posesiones, u otros artículos caros, sino por creencias de lujo. Adherimos a una moral superior, muy exigente, que imagina a lo John Lennon una sociedad equitativa y hasta sin posesiones.

Sin embargo, los miembros de la élite hacemos importantes excepciones, y que ocultamos a los demás. Por ejemplo, al momento de buscar pareja y casarnos discriminamos fuertemente, y lo hacemos con miembros de nuestra misma clase. Universitarios formamos familias con universitarios. Cuando elegimos colegios y universidades para nuestros hijos revisamos escrupulosamente los rankings y escogemos los de más arriba posible, y no consideramos relevante la naturaleza jurídica del sostenedor.

Esta moral superior, sin embargo, infringe duros costos a las clases más bajas, lo que les dificulta salir de su vulnerabilidad. Apoderados de estudiantes de educación básica de establecimientos de las comunas más vulnerables, también mencionan el ranking SIMCE como el factor más importante que observaban para cambiar a sus hijos a otra escuela de su vecindario.

Somos animales moralistas, pero ahora, inmersos en una desatada carrera armamentista, los miembros de la élite competimos por adherir a las más estrictas creencias de equidad. Por lo tanto, es completamente racional intentar impedir la difusión de rankings injustos que revelan desigualdad.

Esta convicción es un lujo caro, pero es muy efectiva en el juego del estatus social. Hagamos entonces como el Padre Gatica y convenzamos a Bart a escribir en la pizarra y en las murallas: “No más rankings SIMCEs ni PAES”.