Puede que nuestra democracia tenga varios problemas, pero hay dos que aparecen continuamente en el debate público por el complejo escenario que generan: la fragmentación del sistema de partidos y la polarización política.

De la fragmentación

Se entiende que la existencia de muchos partidos políticos debilita la democracia, porque dificulta la gobernabilidad. La ciencia política demostró, hace rato ya, que esta fragmentación del sistema de partidos es un efecto del sistema electoral proporcional.

Este tipo de mecanismo electoral es valorado en virtud de que, se supone, permite una mejor representación de la diversidad de la sociedad en el Congreso.

Aun en el caso de que se le reconozca esta ventaja, no deja de ser cierto que la fragmentación de partidos es un factor estructural que impacta en la calidad de la democracia.

Para resolver este problema sistémico, sin desechar el sistema electoral proporcional, se suele emplear un mecanismo corrector: establecer un porcentaje de votación como umbral para que un partido exista como tal y permanezca en el sistema de partidos políticos.

Se suele fijar este umbral en un 5% de la votación, de tal manera que aquel partido que obtiene menos votos que eso debe disolverse.

Este tipo de mecanismo corrector puede tener efectos no deseados y hay quien postula que una mejor manera de evitar la fragmentación es prohibir los pactos electorales entre partidos. Pero este mecanismo también puede tener efectos no deseados.

Como sea, si así se evita la excesiva fragmentación del sistema de partidos, la pregunta que debe despejarse en seguida es la siguiente: ¿mejora la calidad de la democracia por esta pura corrección estructural? ¿Países que, teniendo un sistema electoral proporcional y aplican dicho mecanismo corrector, disfrutan acaso una mejor democracia que la nuestra? ¿O no necesariamente y el problema de la calidad de la democracia es, hoy por hoy, más o menos universal?

La propuesta de Constitución Política que se votará el próximo 17 de diciembre, contiene una norma que introduce el umbral electoral de corrección, dejando vigente el sistema electoral proporcional.

Sin embargo, es legítimo interrogarse si será suficiente.

De la polarización

La polarización de la política también perjudica la calidad de la democracia. Podría definirse la polarización como el intento de imponer maximalismos, sin cesiones o concesiones, en la arena política.

Por definición, y como es evidente, la polarización afecta la gobernabilidad y, en consecuencia, la democracia. Pero si bien la polarización puede estar influida por factores sistémicos, está altamente anclada en las características de los actores.

Se trata, más bien, de un fenómeno radicado en las personas que actúan en la política y no en las estructuras de la política. A menos que se piense en un determinismo absoluto, en una suerte de encadenamiento de las personas por los sistemas.

Teóricamente, podría pensarse que acotar o rebajar el número de representantes en el parlamento, unido a fijar un umbral de existencia para los partidos, podría disminuir la fragmentación y, por la vía de tener menos agentes (personas y partidos) en la política, sería plausible reducir la polarización.

La propuesta constitucional contiene también una norma que apunta en esa perspectiva: rebaja el número de diputados y diputadas desde 155 a un arbitrario número de 138.

Sin embargo, cabe hacer la siguiente reflexión: Estados Unidos y Gran Bretaña comparten el mismo sistema electoral de tipo mayoritario (se elige un representante por distrito). Como bien lo ha establecido la ciencia política, los sistemas mayoritarios tiene un efecto centrípeto en el sistema de partidos, puesto que tienden a producir sistemas bipolares de partidos (dos partidos o, excepcionalmente, 3 partidos y no más).

Ahora bien, de ese mecanismo electoral resulta que, en Estados Unidos, la Cámara de Representantes se compone de 435 miembros y, en Gran Bretaña, la Cámara de los Comunes tiene 650 miembros.

La pregunta es esta: ¿puede sostenerse que la democracia en Estados Unidos es menos polarizada porque la Cámara de Representantes tiene menos miembros que la Cámara de los Comunes? Pareciera que no.

Es cierto que ambos países están libres del fenómeno de la fragmentación del sistema de partidos y, por lo tanto, fragmentación y polarización no se retroalimentan.

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Pero también es cierto que, más allá del factor estructural de la amplitud del universo parlamentario, lo que ha impactado en la polarización de la democracia estadounidense (y también en la británica: piénsese en lo que fue el Brexit) es la irrupción en la arena política de agentes maximalistas (tipo Donald Trump, en Estados Unidos, o Nigel Farage, en Gran Bretaña).

En consecuencia, resulta engañoso poner demasiada fe en el argumento de que la propuesta de CPR asegura un sistema político que controlará la fragmentación, porque introduce un umbral electoral de existencia para los partidos -que además, se pretende acompañar de una compleja reestructuración del mapa de distritos electorales- y una rebaja del número de diputados.

¿Estaríamos seguros de estar a cubierto de que aparezcan agentes maximalistas en nuestra arena política? No. Simplemente, porque la polarización, en lo fundamental, no depende de un factor estructural del sistema político. De hecho, mucho más influyente en la polarización es, por ejemplo, un fenómeno social como la delincuencia.

La paradoja

La simultaneidad entre fragmentación y polarización, fenómenos que no tienen un inexorable vínculo entre sí, aunque pueden retroalimentarse, es el peor escenario para la calidad de la democracia. Entre otras cosas, por la relativa autonomía de la polarización respecto de la fragmentación del sistema de partidos.

Siendo así, debería examinarse la siguiente paradoja: en vez de trabar los acuerdos y perjudicar la calidad de la democracia, un contexto de muchos partidos puede no ser un obstáculo, sino más bien un desafío a superar (o incluso un incentivo), para lograr acuerdos y disminuir la polarización.

Hacer gobernable la democracia requiere una adecuada institucionalidad política, pero, sobre todo, necesita que los actores políticos resistan o eviten la tentación de imponer visiones maximalistas y opten por hacer concesiones.

Obviamente, esto exige políticos pragmáticos que entiendan que el mejor resultado político -quizás no en lo inmediato, pero sí en el mediano y largo plazo- no es el óptimo para sí, sino que el sub-óptimo para todos. Por cierto, este sub-óptimo suele ser el bien común.

En definitiva, mucho más daño a la calidad de la democracia en Chile fue causado por aquella idea de que la “democracia de los acuerdos” (la “cocina”, como se la calificó con desprecio) era política y moralmente impúdica y que había que terminar con ella.

No es malo corregir los efectos del sistema electoral proporcional para reducir la fragmentación del sistema de partidos, pero fue aquella idea, transformada en programa político por la neo-izquierda (una generación que no vivió bajo dictadura, ni participó en la transición), el factor que, sobre todo, cuestionó y demolió los avances que había hecho nuestra democracia.