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Los diferentes virus que han golpeado a Chile a través de su historia

Por Bernardita Villa
La información es de Comunicado de Prensa

02 abril 2020 | 08:36

Los virus y el humano son un mixto indisoluble, pues ambos se encuentran como viejos enemigos en el eterno retorno que es el tiempo y la historia. Estos organismos que están “al límite de la vida” por no estar precisamente vivos, han causado estragos irreparables en el mundo desde siempre, y Chile no es la excepción.

Durante la época colonial, en Chile se desataron varias epidemias. En 1561 entró al territorio la viruela, transportada por el buque en que venía el gobernador Francisco de Villagra.

Mató a más aborígenes que españoles, y según el jesuita Lorenzo Arizábalo “fue el primer azote de Dios justamente indignado con nuestras culpas”. La enfermedad volvió a brotar veintidós veces desde aquel año hasta 1806.

Asimismo, en abril de 1632, el gobernador don Francisco Laso de la Vega escribió en Concepción una carta al monarca español sobre las desgracias que producía “una peste general de un romadizo con dolor de costado”, por la cual morían de repente militares y vecinos.

En 1658, el padre Rosales escribía acerca de la “quebrantahuesos”, una epidemia que “molía a uno” con calenturas, dolores de estomago y “flaquezas de cabeza”. La primera correspondía a una gripe, y la segunda a la influenza.

En 1737 una epidemia de gripe llevó al gobernador Manso de Velasco a tomar medidas de higiene preventiva y así darle fin rápidamente, aunque el vulgo creyera que el fin de la enfermedad se debió a la caída de una bola de fuego en una isla austral.

En 1758 retornó la “quebrantahuesos” y a finales del siglo XVIII atacó el “Malsito”, un brote de gripe que llevó a dividir Santiago en cuatro cuarteles sanitarios y a habilitar hospitales provisorios de hombres y mujeres.

Don Diego Portales, abuelo del ministro conservador, sirvió durante aquella crisis, siendo mayordomo del hospital de mujeres que más tarde sería el Hospital San Borja, antecesor del Hospital Clínico San Borja Arriarán.

Tras la Independencia, Chile no pudo librarse de las epidemias. Durante el siglo XIX, los médicos recomendaban bebidas sudoríficas y excitantes, calientes y ligeramente alcoholizadas, seguidas de caldos sustanciosos y vinos generosos para los enfermos.

A inicios del siglo XX el “garrotazo” o “mal de Santa María”, como se conocía a la influenza, seguía causando estragos entre la población, pero no fue sino a partir de 1918 que comenzaron las campañas masivas de educación higiénica, debido al brote de la gripe española, una de las más devastadoras de la historia que alcanzó más de cuarenta mil muertos en Chile (López y Beltrán, 2013), cifras que estuvieron muy por debajo de las trescientas mil víctimas en España y las treinta millones en China.

Cada vez, los chilenos hemos afrontado las crisis epidémicas y los ataques virulentos de manera más profesional. Estos trances sanitarios han servido para crear protocolos de higiene, levantar hospitales, y más aún, perfeccionar nuestro ethos.

Más allá de los datos anecdóticos, nombres extraños y exóticos remedios, lo cierto es que la relación con las epidemias y pandemias ha sido la causa de grandes descubrimientos científicos y motor de solidaridad.

Albert Camus, en su novela La peste (1947), describe magistralmente cómo estas situaciones sacan lo mejor y lo peor de cada uno. De acuerdo con la obra y entendiendo el pasado histórico, tenemos que la única certeza es que un buen día la peste cesará, y que tendremos que volver a mirarnos las caras. Esperemos que en ese reencuentro podamos decir que hicimos las cosas bien.

Felipe Orellana
Investigador del Centro de Investigaciones Históricas
Facultad de Ciencias de la Educación
Universidad San Sebastián