En esta columna sostengo que el uso abusivo del lenguaje en la actual campaña política, sumado al auge del populismo, lejos de dignificar la política, degrada el debate público y falta el respeto a los ciudadanos.
En lugar de ofrecerles programas honestos y realistas, se recurre a un lenguaje destructivo, cancelador y despreciativo que, además, confunde y manipula.
Por eso quiero analizar algunos conceptos claves y mostrar cómo su uso malicioso y oportunista daña la política y siembra el recelo en el elector.
Democracia situada y abuso del lenguaje
En una democracia auténtica, los ciudadanos debieran examinar libremente las propuestas de quienes aspiran a gobernar, sin que la razón se convierta en esclava de las pasiones. Es cierto que ese ideal nunca se ha dado plenamente, ni siquiera en la brillante democracia ateniense, pero también es cierto que hay grados de realización. A eso lo llamo democracia situada: siempre imperfecta, pero mejor lograda en algunos lugares y épocas que en otros.
Hoy, sin embargo, vemos un deterioro preocupante. La corrupción, el enriquecimiento ilícito a costa del Estado, las promesas electoreras vacías y el engaño sistemático erosionan la confianza ciudadana. Muchos terminan dudando no sólo de los políticos, sino de la democracia misma como forma de gobierno.
El filósofo Byung-Chul Han ha descrito el frenesí de información que nos aturde: un tsunami de datos y pseudodatos en el que se mezclan propuestas razonables con deformaciones malintencionadas. Las campañas electorales se transforman en guerras de información, donde pareciera que todo vale con tal de ganar.
El ciudadano honesto se ve abrumado por mensajes contradictorios y, a menudo, falsos. Se pierde así el ideal de Unamuno, que pedía honestidad y lealtad a los bandos en disputa: vencer legítimamente es convencer racionalmente. Hoy parece importar sólo obtener el voto, aunque sea mediante fanatismo, engaño o presión indebida.
Este es, por desgracia, el marco psicológico y social de buena parte –no de toda, gracias a Dios– de la contienda electoral que vivimos. En este contexto conviene agradecer a quienes todavía ejercen la política con seriedad y un mínimo apego a la verdad. Pero también es urgente denunciar aquellos discursos inescrupulosos que usan palabras envenenadas como armas.
Palabras como armas
En política, ciertas palabras se lanzan como proyectiles cargados de ignominia. Aun cuando el acusado sea inocente, queda marcado por un halo de duda que puede acompañarlo toda la vida. Hasta en la guerra hay armas prohibidas; en la política también debieran existir límites.
Llamar a alguien “facho” o “comunacho” no es sólo despectivo; es abusivo, inmoral y ventajista. La mayoría de las personas no tiene una idea clara de lo que significan históricamente “fascismo” o “comunismo”, pero sí perciben que son términos negativos, equivalentes a una condena moral.
La filosofía analítica anglosajona nos advierte contra el uso vago y ambiguo del lenguaje. Sócrates ya pagó con su vida el atreverse a exigir definiciones claras en medio de pasiones desatadas. Por eso, antes de seguir usando estas palabras como insulto, conviene recordar qué designan realmente.
Qué es el fascismo
El fascismo surge en Europa a comienzos del siglo XX, como una escisión radical del socialismo. Mussolini y otros rebeldes rompen con sus partidos y proponen una doctrina que combate tanto al socialismo marxista como al liberalismo capitalista.
En el fascismo no hay más dios que el Estado y el caudillo. El líder –duce o führer– encarna el alma de la nación. El derecho y la moral se subordinan a sus fines “superiores”: están para servirle, no para limitarlo. El partido único queda legitimado para usar la fuerza, el terror y el asesinato de Estado contra enemigos, disidentes e incluso indiferentes.
El fascismo es expansionista y totalitario: odia la democracia, aunque la utilice instrumentalmente para llegar al poder, como hicieron Mussolini y Hitler. Una vez instalado, elimina el pluralismo y las libertades políticas.
La pregunta entonces es simple: ¿Existe hoy en Chile algún partido o líder que predique abiertamente el fascismo, que justifique el terror de Estado, que aspire a un partido único y a la eliminación física del disidente? Volveré sobre ello más adelante.
Qué es el comunismo marxista-leninista
El socialismo comunista surge a mediados del siglo XIX con Karl Marx y Friedrich Engels. En El Capital y otras obras, elaboran una crítica radical al capitalismo industrial y una ideología destinada a liberar al proletariado explotado por la burguesía.
La pieza central de su análisis es la plusvalía: la parte del producto del trabajo que el capitalista se apropia sin compensación justa. Marx y Engels consideran que la historia está marcada por la lucha de clases, y que el proletariado debe organizarse, derrocar a la burguesía y establecer la dictadura del proletariado como paso previo a una sociedad sin clases.
En Rusia, la doctrina se concreta con la revolución bolchevique de 1917. Lenin adapta el marxismo a la realidad rusa y crea un partido único, disciplinado y jerárquico, que se erige en vanguardia iluminada del pueblo. No hay lugar para el pluralismo político. Los críticos pueden ser tolerados hasta cierto punto, pero más allá de ese límite se convierten en “herejes” a eliminar.
El marxismo-leninismo:
– Se declara materialista (dialéctico e histórico).
– Legitima la lucha de clases y, si es necesario, la violencia armada para tomar el poder.
– Aspira a abolir la propiedad privada de los medios de producción y a concentrarlos en manos del Estado.
– Propone una planificación central de la economía y una poderosa burocracia estatal.
– Considera la democracia liberal como una fachada burguesa, tolerable sólo para acceder al poder, pero peligrosa una vez conquistado éste.
El período más dramático de este sistema llegó con Stalin: purgas masivas, represión brutal, colectivización forzada y hambrunas que costaron millones de vidas.
Todo esto, dicho a vuelo de pájaro, anima al Partido Comunista de la URSS y –según sus propios Estatutos– al Partido Comunista de Chile, que se declara explícitamente marxista-leninista.
El populismo del “ni facho ni comunacho”
Antes de volver al comunismo chileno, conviene detenerse en el populismo, hoy en boga. El dirigente populista entiende muy bien el malestar acumulado en quienes se sienten engañados por la política tradicional: corrupción, promesas incumplidas, abusos de grandes empresas y servicios, empleos precarios, sensación de abandono e impotencia.
Ese ciudadano cansado sueña, muchas veces sin darse cuenta, con alguien que le diga lo que quiere oír, que le cante su canción preferida: que todo podría ser mejor, y muy pronto, si tan solo se eligiera a la persona “correcta”.
Allí aparece el populista, que ofrece soluciones simples a problemas complejos. Promete:
– Más y mejores empleos.
– Aumentos sustanciales de salarios.
– Eliminar el IVA a medicamentos y combustibles.
– Salud y educación gratuitas y de calidad.
– Entregar ahorros previsionales cuando se necesiten.
Y todo esto casi sin esfuerzo del ciudadano, como si bastara la “buena voluntad” para financiarlo. Tampoco explica seriamente de dónde saldrán los cuantiosos recursos necesarios.
El populismo es “cosista”: se queda en la superficie de las cosas, evita la reflexión profunda sobre causas y consecuencias. No tiene –ni siente que necesite– una filosofía política, teoría económica o visión cultural coherente. Con tal de resultar atractivo, hasta chacotea con la política en programas semiserios televisivos, como si se tratara de un festival.
Platón lo ilustró con una alegoría: si se diera a un grupo de niños elegir entre un médico que les da remedios amargos pero los cura, y un pastelero que los enferma con dulces, los niños premiarían al pastelero. El populista es ese pastelero: trata a la gente como niños, les ofrece golosinas políticas y busca su cariño inmediato.
En Chile, el llamado Partido de la Gente encarna buena parte de este populismo. Más que un proyecto político sólido, se presenta como una promesa de bienestar fácil, aliñada con frases provocadoras y el eslogan eficaz: “ni fachos ni comunachos”. El problema es que detrás de ese eslogan no aparece una doctrina seria que permita reconstruir el centro político que han abandonado otros partidos.
¿Es “facho” el Partido Republicano?
Volvamos a la pregunta inicial: ¿Qué tan “fascistas” o “totalitarios” son los partidos que apoyan las candidaturas de Kast y Jara?
Revisando los principios fundamentales del Partido Republicano de Chile y de su candidato, no encuentro elementos que permitan tildarlos de fascistas.
Su doctrina:
– Afirma que la verdad y el bien tienen un carácter objetivo.
– Defiende la vida desde la concepción hasta la muerte natural.
– Promueve la familia tradicional, sin negar la existencia de formas familiares modernas.
– Defiende la propiedad privada y la economía social de mercado.
– Valora la libertad individual, la iniciativa privada, los cuerpos intermedios y el bien común.
– Propone la participación ciudadana y la democracia representativa.
Se trata de un partido conservador, si se quiere, incluso “de derecha radical”, en el sentido de sostener con firmeza valores tradicionales. Pero sus planteamientos no incluyen partido único, culto al caudillo infalible, uso del terror de Estado ni eliminación física de adversarios. Por tanto, llamarlo “fascista” es una injusticia conceptual y una deshonestidad intelectual.
Que a algunos no les gusten sus ideas es otra cosa. En democracia, es legítimo convencer y derrotar a un partido en las urnas, no destruirlo con etiquetas falsas.
¿Y el Partido Comunista de Chile?
El Partido Comunista de Chile, en cambio, se declara todavía marxista-leninista. En ese sentido, como ha dicho Pepe Auth, es un partido anacrónico: muchos partidos comunistas en Europa y América han abandonado la lucha armada, la ortodoxia marxista-leninista y la teoría clásica del proletariado, adaptándose al mundo actual. El PC chileno, en cambio, parece no haber tomado nota del derrumbe de la URSS ni del fracaso económico de regímenes como el cubano.
Aún se ve a dirigentes comunistas defendiendo, con diversos matices, las dictaduras de Cuba, Venezuela o Nicaragua, y guardando silencio o comprensión frente a regímenes autoritarios como el de Corea del Norte. Eso dice mucho de su relación con la democracia liberal.
Es verdad que en el documento “Resoluciones del XXVII Congreso Nacional del Partido Comunista de Chile” se perciben intentos de actualización y un énfasis en demandas sociales legítimas. Pero no se renuncia al marxismo-leninismo ni a la lógica de la lucha de clases como motor de la historia. No se aprecia una defensa clara del pluralismo político ni de las libertades económicas básicas.
Más aún, el compromiso que asume el militante comunista al ingresar al partido es revelador.
El Estatuto declara:
“Prometo la más firme lealtad a los principios del marxismo-leninismo y al Programa del Partido Comunista de Chile, fortalecer su unidad y disciplina, observar el cumplimiento de sus Estatutos y combatir incansablemente por la aplicación de su línea política […] y por el advenimiento del socialismo y del comunismo en Chile”.
Cuesta conciliar este juramento con una adhesión plena a una democracia pluralista, abierta a alternancia real en el poder. La duda es razonable: ¿qué prevalecerá en caso de conflicto, la lealtad a la democracia o la lealtad al Partido y a la “línea” marxista-leninista?
A modo de cierre
No es lo mismo, por tanto, un partido conservador democrático que un movimiento fascista; ni es lo mismo un partido de izquierda democrática que uno que se declara marxista-leninista sin matices.
Mezclarlo todo bajo insultos como “facho” o “comunacho” no ayuda a pensar; sólo sirve para destruir al adversario a bajo costo.
Chile necesita que los ciudadanos puedan escoger entre proyectos políticos claros, debatidos con honestidad y rigor, no entre caricaturas levantadas por estrategas comunicacionales.
Si queremos mejorar nuestra democracia situada, el primer paso es cuidar el lenguaje: llamar a las cosas por su nombre, dejar de tratar al electorado como niños seducidos por pasteles y empezar a respetarlo como adultos capaces de razonar. Sólo así tendrá sentido volver a hablar de política con mayúscula.