CONTEXTO | Agencia UNO

No es xenofobia, es lo que vemos en el espejo: anatomía de nuestro miedo al migrante

03 diciembre 2025 | 12:03

Nos refleja la fragilidad de nuestras propias instituciones, la desigualdad de nuestro sistema económico y, lo más doloroso, nos muestra la cara de una pobreza que creíamos haber superado o que preferimos ignorar.

Escribo como un antofagastino, avecindado ya hace 39 años en Santiago, cuyo origen está en la migración de mi familia boliviana, descendientes ellos de judíos-españoles…y vaya a saber cuánta cosa más…

¿Por qué le tememos al migrante? La pregunta parece obvia en un Chile donde la población extranjera ha pasado de ser una anécdota estadística que representar cerca del 8,8% de la población total (según estimaciones del INE y SERMIG). Sin embargo, la respuesta no se encuentra en las fronteras geográficas, sino en las fronteras de nuestra propia mente y ética.

Para entender este miedo, primero debemos confrontar los datos con la percepción, un ejercicio que revela una disonancia cognitiva colectiva. Mientras la Encuesta CEP muestra consistentemente que la delincuencia y la migración son las principales preocupaciones ciudadanas, los datos duros cuentan otra historia.

Informes de la Defensoría Penal Pública y estudios académicos han reiterado que la participación de extranjeros en delitos es proporcionalmente baja respecto a su peso demográfico. De hecho, la evidencia sugiere que el migrante es más a menudo víctima de la precariedad que victimario. ¿Por qué, entonces, persiste la narrativa de la “invasión” y el “peligro”?

Aquí es donde la filosofía nos ofrece un bisturí para diseccionar nuestra hipocresía social. La filósofa española Adela Cortina nos advierte que nos estamos equivocando de diagnóstico. No sufrimos simplemente de xenofobia (miedo al extranjero). Si así fuera, rechazaríamos al turista alemán que gasta en el sur o al inversor estadounidense que trae capitales. A ellos les abrimos la puerta. Al que cerramos la puerta es al migrante que llega con las manos vacías.

Aporofobia

Cortina acuñó el término Aporofobia: el miedo y rechazo al pobre. Vivimos en sociedades contractuales y transaccionales, basadas en el intercambio de “doy para que me des”.

El migrante pobre, el refugiado, el que cruza el desierto a pie, es percibido como alguien que no tiene nada que ofrecer a cambio, rompiendo la lógica del mercado. Le tememos no por su nacionalidad, sino por su carencia, porque su pobreza nos interpela y nos molesta.

Pero el rechazo no es solo filosófico; tiene raíces biológicas y psicológicas profundas. Desde la psicología evolutiva, sabemos que nuestro cerebro conserva mecanismos tribales.

Existe un “sesgo Endo grupal” (favoritismo por el propio grupo) y un miedo atávico al “exogrupo” (los de afuera). Ante la incertidumbre, la amígdala cerebral —nuestro centro de alerta— se activa más rápido que nuestra corteza prefrontal, la encargada del razonamiento lógico. Evolutivamente, lo “diferente” podía significar peligro. Hoy, ese mecanismo obsoleto se traduce en prejuicio.

Lee también...

Además, opera el mecanismo de proyección y chivo expiatorio. En un Chile atravesado por crisis de vivienda, listas de espera en salud y estancamiento económico, la angustia social necesita un depositario.

El psicólogo social Gordon Allport, en sus estudios sobre el prejuicio, explicaba cómo es más fácil culpar a un grupo visible y vulnerable por las fallas estructurales del sistema que enfrentar la complejidad de esas fallas.

El migrante se convierte en el contenedor de nuestras propias inseguridades: tememos que nos quiten el trabajo no porque ellos sean poderosos, sino porque nos sentimos laboralmente frágiles.

Entonces, ¿por qué le tememos al migrante?

Le tememos porque actúa como un espejo. Nos refleja la fragilidad de nuestras propias instituciones, la desigualdad de nuestro sistema económico y, lo más doloroso, nos muestra la cara de una pobreza que creíamos haber superado o que preferimos ignorar.

Superar este miedo requiere un esfuerzo contraintuitivo: apagar la alarma de la amígdala para encender la ética de la razón.

Como sugiere Cortina, la hospitalidad no es un instinto biológico, es una conquista moral. Integrar no es solo un desafío de políticas públicas y gestión de fronteras. Es, fundamentalmente, el desafío de reconocer que el “otro” no es una amenaza a nuestra identidad, sino la prueba de fuego de nuestra humanidad.