CONTEXTO | Agencia UNO | Edición BBCL

Jara, Kast y Parisi: el triángulo de las Bermudas

24 noviembre 2025 | 09:14

El resultado es un momento histórico sin eje gravitatorio donde las tres fuerzas dominantes del escenario electoral chileno no prometen continuidad del orden liberal, sino su redefinición incierta.

La elección ha dejado tres líderes principales: Jara, Kast y Parisi. Dos disputan la segunda vuelta, pero el objeto de deseo es el tercero. Hay mucho que decir sobre este escenario. Ya la semana anterior avancé en ciertas rutas. Esta semana creo que es necesario profundizar sobre las tensiones que generan, estos tres nombres, al liberalismo político.

Lo describiré con una metáfora: el “triángulo de las Bermudas”.

¿Qué pretendo referir con ello?

Con la figura del triángulo de las Bermudas para Chile pretendo recordar la legendaria área en el océano donde barcos y aviones desaparecen sin dejar rastro. Para el caso de la política chilena, podemos decir que apreciamos un espacio donde significados, proyectos y liderazgos se esfuman cuando ingresan a un distópico mundo de poder sin legitimidad. Tal como en la geografía mítica de las Bermudas, una energía invisible desorienta instrumentos de navegación.

Y es asimismo que, en la política chilena, el perímetro trazado por Jara, Kast y Parisi son el síntoma que desactiva los mecanismos tradicionales de orientación del liberalismo político: entrar al gobierno ya no garantiza orden ni continuidad institucional, sino que parece provocar pérdida de sentido, desarticulación de actores y derrumbe de la lógica representativa.

En este triángulo, el Estado deja de ser brújula y pasa a ser un campo magnético adverso, absorbiendo legitimidad y fragmentando todo proyecto que intente habitarlo.

Por eso el poder, lejos de estabilizar, tiende a desaparecer políticamente a quienes lo alcanzan, igual que las naves que naufragan en el mito; y la democracia, en vez de ser un destino seguro, se convierte en un área de riesgo sistémico, donde lo que se pierde no son solo gobiernos, sino las coordenadas mismas de la convivencia política.

Me disculpará usted, pero necesito otra metáfora.

La ciudad amurallada

Digamos que la historia de Occidente, desde hace largas décadas, ha supuesto la búsqueda constante de consolidar las instituciones y creencias propias del liberalismo político. La caída de la URSS fue leída como un gran triunfo del liberalismo político, pero quizás ese análisis requería mayor atención.

Lo cierto es que podemos pensar que la política chilena desde 1990 aceptó, sin exclusiones relevantes, situarse en el marco del liberalismo político. La muralla de la ciudad protegía a Chile de toda ruta de ruptura de este consenso básico.

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Es posible, sin embargo, que hoy estemos jugando en la muralla, es decir, que tengamos probabilidades equivalentes para estar jugando, a poco andar, fuera o dentro de la muralla, pero siempre muy cerca del límite.

Se puede decir con nombres.

La emergencia simultánea de Parisi, Kast y Jara, ubicados respectivamente en los bordes centro, derecha e izquierda del campo político, indica que el sistema chileno ha perdido su eje liberal-institucional de gravedad y ha ingresado en una zona crítica donde el desenlace puede ser centrípeto —un retorno regenerativo hacia la ciudad intramuros del liberalismo político— o centrífugo —una salida disruptiva hacia alternativas extramuros— con probabilidades prácticamente equivalentes.

Es decir, el país se encuentra en un equilibrio inestable donde la misma fuerza que podría restituir la arquitectura liberal puede también impulsar su disolución.

El malestar no solo está plenamente politizado, sino que carece de dirección hegemónica, dejando el futuro abierto tanto a la rearticulación como al colapso del orden que definió la modernidad democrática chilena desde 1990.

Analicemos las probabilidades de cada uno de estos nombres en tanto fuentes de posibilidades de un viaje extramuros de la política chilena.

El liberalismo político se basa en tres pilares:

a) supremacía del derecho y su rol de certeza decisional,

b) estabilidad institucional y sus garantías,

c) gradualismo reformista.

Los tres candidatos, desde posiciones distintas, trasgreden o tensionan estos pilares. Lo vemos en una tabla resumen.

Los riesgos principales de cada caso son los siguientes.

En un caso la política deja de articular, desintegrándose en el camino (Parisi). En otro caso, el poder pierde sus límites, es mera actividad y fortaleza, concentrándose y generando una relación asimétrica con el ciudadano (Kast). Y en el otro caso, la concepción de la justicia puede hipertrofiarse al punto de perder puntos comunes, generándose particularismos altamente moralizados que facilitan la cancelación y la pérdida de una mirada de justicia de sentido común (Jara).

De todos estos procesos hay abundante literatura sobre polarización en el mundo. Pero al menos en el caso chileno la aparición del centro disruptivo merece un análisis. Y para un justo análisis, es necesario comprender la clase media en Chile desde que se configuró como un referente normativo. No hay que olvidar la importancia, para pobres y ricos, de clasificarse como clase media.

Veamos cómo se forjó aquello

En la época en que el Partido Radical articulaba el orden político chileno, la clase media se percibía a sí misma como el corazón cívico de la nación. No era solo un estrato económico. Más bien era el sujeto que estabilizaba al país.

De ahí surgía la consigna “gobernar es educar”, que describía el modo en que el Estado, las escuelas, las asociaciones civiles y los espacios comunitarios se convirtieron en mediadores activos del conflicto social.

La CORFO con mirada territorial y las políticas sanitarias por todo Chile fueron las ambiciosas formas de demostrar el arribo de una relación entre el progreso y el hogar, entre el esfuerzo y la protección. La clase media era el puente institucional entre los de arriba y los de abajo, la barrera que amortiguaba tensiones, el espacio donde la institucionalidad liberal encontraba su justificación práctica.

El proyecto político de esa clase media se fundaba en una promesa compartida de ascenso: acceder a la vivienda propia, consolidar una familia estable, ser parte de una nación que progresaba ordenadamente. Todo ello se expresaba en prácticas concretas: la escuela pública era la escalera del progreso, no un bien disputado de calidad desigual.

Esa clase media se reconocía en su rol, tenía un lugar simbólico consolidado y se sabía útil para el sistema. La política creía en ella y ella creía en la política. Dos premios Nobel dio esa educación pública, ambos nacidos en regiones, fuera de la capital, fuera de las capitales regionales, fuera de las capitales provinciales: Parral y Vicuña, Neruda y Mistral.

Era el sueño de la república. La clase media amortiguaba un contexto mundial altamente disruptivo.

Hoy podemos ver cuánto de fósil tiene ya esa clase media. Hoy, la clase media que sostiene el fenómeno Parisi es otra clase media. No reconoce los valores históricos del clasemedierismo chileno y no se identifica con la épica cívica ni con la moderación institucional.

Por el contrario, ocupa el centro vacío de la representación, porque ya no se siente parte de un proyecto colectivo, pero tampoco se percibe como parte de un pueblo que lucha desde la intemperie. Es una clase media parada en el muro, pero ni dentro ni fuera de la ciudad liberal. Un lado u otro del muro es una elección, el menú del día. Prefieren ser héroes individuales de un mundo caído que buscar la ruta lógica que otorga el mapa del liberalismo político para ascender por la vía de los canales de ascenso social tradicionales.

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Su vida económica y emocional está estructurada por una experiencia profundamente pendular: del día uno al quince, puede sostener un estándar de consumo, la ilusión del mérito, la apariencia del éxito; pero desde el día quince al treinta, estalla la precariedad, llega la angustia del pago de compromisos, domina la experiencia de la insuficiencia. Esa alternancia no es un accidente financiero: es una forma de existencia, un latido emocional que organiza la identidad. En la primera mitad del mes se vive la ficción del triunfo; en la segunda, la certeza de la caída.

El resultado es una subjetividad escindida, fracturada, donde orgullo y humillación conviven sin síntesis posible. Se trata de una clase media demasiado autónoma para ser pueblo, pero demasiado endeudada para ser clase media. Vive en un umbral permanente en el que el consumo sostiene el honor, pero la deuda destruye la tranquilidad y a veces la dignidad.

La administración financiera doméstica se convierte en el verdadero arte de gobernar. La mediación no es institucional, sino financiera: avances, cuotas y tarjetas funcionan como el nuevo sistema de mediación, sin rostro al frente, simplemente ante la máquina. Así, la gestión de la deuda reemplaza a la mediación de la política.

Esa transformación tiene consecuencias decisivas: la clase media ya no cree en quienes administran la ciudad intramuros. La promesa meritocrática que la constituyó como actor histórico se volvió una estafa simbólica. Por eso, cuando observa la esfera política, no ve un espacio para deliberar, sino un teatro que consume su energía y su dinero. Y frente a ese desencanto, se abre una vía alternativa y esta es la representación directa del malestar.

Los líderes de este centro pueden ser gestores emocionales de la precariedad. El líder no la representa desde una institución, sino contra ella; el líder no organiza una demanda colectiva, sino que legitima un enojo individual convertido en identidad política. Su liderazgo no compite por ocupar el centro del sistema, sino que pretende encarnar el agujero que se abrió en el corazón del sistema. Es un centro que abandona la función o la ilusión de articular, sino que desinstitucionaliza.

Lo que antes fue una clase media llamada a estabilizar la República, se ha convertido hoy en fuente de inestabilidad estructural. Ya no es amortiguadora del conflicto, sino que es aceleradora del malestar. Del orgullo cívico se pasó al resentimiento meritocrático. De la aspiración al progreso se pasó a la sospecha de engaño. De ser la columna vertebral del liberalismo político se ha vuelto el punto donde el liberalismo colapsa.

Para que esto haya ocurrido se requiere una mirada apocalíptica y colapsista. Y esto se produce por esa oscilación interminable —grandeza de quincena y pobreza de fin de mes— con la que se produce una experiencia histórica devastadora: el futuro deja de existir. Sin futuro, no hay reforma. Y sin reforma, no hay política ni representación. Lo que queda luego de este escenario es la rabia líquida buscando el cauce.

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El fenómeno Parisi ha revelado la fractura del centro político, pero esa no es la única grieta en la muralla del liberalismo chileno. Como hemos dicho, lo que ocurre por derecha y por izquierda también expresa la pérdida de la ciudad intramuros (liberal) como horizonte compartido.

Desde la derecha, José Antonio Kast propone un ordenamiento que ya no se limita a custodiar el liberalismo, sino que pretende salvarlo por la vía de la excepcionalidad: la seguridad se convierte en razón suficiente para relativizar la separación de poderes, acelerar reformas económicas sin gradualismo y restringir derechos en nombre de la protección. En su discurso, el Estado liberal solo puede sobrevivir si corre detrás del delito y refuerza sus murallas.

Por su parte, Jeannette Jara encarna la impaciencia moral de una izquierda que ya no cree que instituciones herederas del pacto de transición tengan la capacidad de garantizar justicia. La igualdad ya no es un objetivo programático, sino un mandato ético inmediato, lo que desplaza la lógica liberal del gradualismo hacia una pulsión transformadora que tensiona las bases del universalismo jurídico.

La participación puede saltar contrapesos institucionales, la preeminencia del “pueblo justo” sobre la ley imparcial y la constitucionalización de identidades aparecen como estrategias para corregir la injusticia, aunque a un costo potencial: convertir el Estado en tribunal moral, más atento a la reparación de agravios que a la estabilidad de la comunidad cívica.

Así, mientras Parisi licúa la representación —negando que la política tenga sentido como institución y reemplazándola por la gestión personal del malestar—, Kast tiende a militarizar las soluciones —restaurando la autoridad a una velocidad que compromete las libertades— y Jara sobrecarga la función del Estado —exigiendo que la ley responda de inmediato a todas las heridas sociales—. Cada uno perfora la muralla por un lado distinto, pero todos actúan sobre la misma frontera. Ya no disputan el poder dentro de la ciudad y el proyecto intramuros está en evaluación para ver si vale la pena sostenerlo.

El resultado es un momento histórico sin eje gravitatorio donde las tres fuerzas dominantes del escenario electoral chileno no prometen continuidad del orden liberal, sino su redefinición incierta. Parisi quiebra la creencia en la política; Kast, la seguridad de las garantías; Jara, la universalidad de los derechos. Ninguno habita el centro del recinto democrático —porque ese centro ya no existe— y todos comparten, desde trincheras distintas, la lógica del más allá del liberalismo. Por primera vez desde la transición, Chile enfrenta no una disputa programática, sino una disyuntiva civilizatoria, donde el centro no modula los extremos, sino que es parte de la radicalidad.

La geometría de la evolución queda en dos figuras que vemos abajo. Una representa la posdictadura hasta 2017, momento en el cual de manera muy clara emergen propuestas políticas que desdibujan el liberalismo político, por izquierda y por derecha. El centro deja de ser capaz de modular estos procesos más radicales. La línea recta con el centro al medio deja paso a nuevas configuraciones.

Creemos que hoy esa figura es un triángulo, donde el centro es otro vértice, no el incentro (el punto donde se intersectan las bisectrices de los tres ángulos del triángulo). El centro produce así un nuevo extremo.