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Qué leíamos con Juan Luis Martínez

30 octubre 2025 | 09:56

De pronto Juan Luis comunicaba detalles singulares de la vida de los escritores o los libros, conocía pormenores que revelaban pesquisas finas e interesadas en un tiempo en que había que ir y encontrarse con la fuente. Tiempo sin clicks ni banda ancha.

Encontrarse con Juan Luis Martínez (1942-1993) era un regalo. Leer con él, compartir un libro, intercambiar opiniones o impresiones de lectura animaba un momento especial, una intimidad única.

Juan Luis no era discursivo, no se iba a largar a parrafadas verbales consumiendo tiempo de más. Emitía, más bien, juicios tajantes, asertivos, observaciones mínimas que después uno podía seguir elaborando; a su vez, provocaba detenciones acompasadas de un silencio reflexivo en el que se percibía algo esencial: la corporeidad de la lengua.

La lengua, las palabras, son una cosa, pesan, y son ellas quienes secretan el poema / texto. Es decir, lo que se desenvolvía en la lectura era un arte. Tal vez lo más decisivo era esa inmersión en un silencio contemplativo pero a su vez de creación, una especie de alquimia conducente a un acto.

El momento se podría adscribir a ese modo y condiciones que Nietzsche llamó la “lectura lenta” en Más allá del bien y del mal. Un desbaratamiento de la lectura utilitaria, industrial, una velocidad morosa contra la velocidad de lectura de periódicos, revistas y otros soportes.

El filólogo buscaba estropear el trato de la burguesía (generalizando mucho) con la lengua: crear ocio. Un estado “desocupado” que también demandaba Paul Valéry como absolutamente esencial para la creación, incluso plagado de ideas inútiles, digresiones inconducentes, fines nada claros, pero que nutren el humus de donde puede surgir algo.

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No había nada programático sino casual y dictado por el ánimo. Ni tampoco una atmósfera grave, en cualquier momento surgía la broma, la risa, la anécdota hilarante y de las otras.

De pronto Juan Luis comunicaba detalles singulares de la vida de los escritores o los libros, conocía pormenores que revelaban pesquisas finas e interesadas en un tiempo en que había que ir y encontrarse con la fuente. Tiempo sin clicks ni banda ancha.

Ahora recreo en parte mi libro Juan Luis Martínez: atisbos (Ediciones Alterables, 2017): En su casa de Villa Alemana, en la tarde o después de comer, lo natural era una lectura de algún texto a viva voz, y algunos que pedía especialmente Juan Luis (estaba quedando ciego) podían resultar muy sorpresivos. Luis Cernuda y su tono “chocolate amargo” de casi cualquiera de sus textos tenía un lugar esencial: “Donde habite el olvido”, principalmente las líneas: “Donde mi nombre deje / Al cuerpo que designa en brazos de los siglos, / Donde el deseo no exista”, a Juan Luis le producían conmoción, certificaban la tachadura del nombre en La nueva novela y le hacían vivir por anticipado la separación descrita.

Un poema de Braulio Arenas lo encontraba notable: “Despedida a Péret”: “pronto el silencio oxidará la luz, / pronto la luz se quebrará gastada”. Igualmente “Dos ángeles”, de Gabriela Mistral, quien era la única poeta que le daba miedo. Fragmentos de las Residencias de Neruda, como “Galope muerto”, los declamaba él mismo. Altazor le era un artículo de primera necesidad, una cumbre oxigenada. Vivía La cruzada de los niños, de Marcel Schwob, en viaje trágico a la liberación del Santo Sepulcro.

A la lectura celebratoria de “La posada de Lucho Contardo”, de Pablo de Rokha, agregaba el relato de un par de desencuentros personales con el poeta. A propósito de las Iluminaciones o Una temporada en el infierno, de Rimbaud, no se explicaba cómo un adolescente podía haber acumulado tanta experiencia como para escribirlas.

De Yeats recitábamos “The Second Coming” con la mirada perdida en los giros del halcón en el cielo, y le hacía mucho sentido “los mejores no tienen convicción y los peores, orgullosos, se hinchan de un intenso fervor”, como verdadero signo del deterioro de los tiempos. Borges, era oxígeno cotidiano, gozábamos con lo maldito que era.

Y seguíamos con Vallejo, Pizarnik, Hans Magnus Enzensberger, Dylan Thomas, Hugo von Hofmannsthal. Sin duda que un hito era la lectura de “La linda pelirroja”, de Guillaume Apollinaire; ahí estaba su trabajo y su vida arriesgada en el libro. La resistencia entre tradición e invención se deletrean en el poema paso a paso. “Es desagradable el personaje, pero tiene sus poemas”, comentaba de Miguel Arteche, si leíamos un poema de su Antología de 20 años.

Podríamos agregar textos de José Antonio Ramos Sucre, “Francesca” de Ezra Pound (“Yo que te vi entre cosas esenciales / me indigné cuando oí decir tu nombre / en sitios ordinarios”), Spoon River de Edgar Lee Masters, “La batalla naval” de Günter Grass, un texto con mucho rizoma bajo la línea. “La balada de las cosas chicas” de Villon y Las quimeras de Nerval plagadas de oscuridad y enigmas.

Juan Luis contaba que una de las tardes más felices de su vida la pasó leyendo Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra, deteniéndose en “Recuerdos de juventud”: “Lo cierto es que yo iba de un lado a otro. / A veces chocaba con los árboles, / Chocaba con los mendigos, / (…) Cada vez me hundía más y más en una especie de jalea”. Juan Luis espejeaba en las líneas.

Había otros textos que Juan Luis no exhibía y eran los atingentes a su trabajo de obra. Algo filtró cuando un día me regala en fotocopias anilladas Kafka por una literatura menor, de Gilles Deleuze y Félix Guattari (quien lo visitó en su casa, como se sabe), ensayo que pulverizaba la lectura habitual y ya impuesta de lo fantástico y el ensueño, instalando una materialidad o realidad de los hechos. Tal vez la factura de un catastro público de su biblioteca fuera una información pertinente para continuar aproximándose a esa máquina / desquicio de La nueva novela o al quehacer de su tarea.

Si la lectura era colectiva podían leer sus textos propios Sergio Madrid, Mauricio Barrientos, Juan José Daneri, todos noveles contertulios animados e informados, devotos también, dispuestos a intercambiar opiniones y a discutir. No siempre se le llevaba el amén.

Compartíamos el mundo, épocas, vidas, ideaciones, intentos, fracasos, la vida de los libros ante nosotros desde un solo punto.

Un día, caminando por la avenida Valparaíso de Viña, Juan Luis me dice que dudaba que Ezra Pound se hubiera leído todos los libros y documentos citados en los monumentales Cantos. Y agregó: “Yo no me voy a leer todo Ser y tiempo. Me voy a preocupar de entender los argumentos principales para mi obra”. Sin duda era un filón de su poética.