“Apocalipsis doméstico” (Vida, Ediciones Cordillera, Ottawa, 1984) oscila entre la psicología noir, el sino catastrófico del consumo, el enigma, todo en unas proporciones precisas a resguardo de la atribución lineal. Aquí todos los sentidos pueden funcionar de consuno y/o por pistas separadas.
Millán ha escriturado una escena doméstica aniquiladora adosada al tiempo insoportable del acabarse de las provisiones y el estropearse de las cosas, ambas apoderadas hasta la ruina del espacio de significación familiar; un tiempo desatinado empujando desde las etiquetas de vencimiento y los códigos de barra incidiendo en el estrago.
(…)
Se acabó el té, el café, el pan,
la mantequilla.
Quedan sólo unas gotas de aceite.
Vacíos cascarones, de los huevos.
En el refrigerador hay solamente
una mitad de cebolla estreñida
y una mamadera con leche agria.
(…)
Cortaron el teléfono y pronto
cortarán la luz.
Quedan tres o cuatro ampolletas
indemnes en toda la casa.
(…).
Quien parece hablar en un tono inventarial es el consumidor impedido, excomulgado del jardín de la abundancia menuda. En tal evento de turbación el hablante lírico se despersonaliza al borde de la alexitimia para devenir una desganada voz en off.
El monodiscurso económico y su práctica forzada, secreta conflicto psicológico en el oyente remiso: el desconsumidor por las razones que sean no se trastorna, es trastornado por la institución económica que lo exhibe como estropajo en el chiquero de su casa.
El delito es haber trabado la circulación de los bienes y servicios ofertados alegremente, y su pena el relato apocalíptico de su desabastecimiento. Demasiado lejano el tiempo del apocalipsis bíblico para el liberalismo económico, equivocadamente concedido a las creencias o a la fe personal ese momento estelar, demasiado inasible en su terror, el apocalipsis ya no acontece ni se anuncia en los signos trompeteados del cielo, sino en el ámbito cercano e íntimo del cielo raso de cualquier hogar.
En la desfachatez de las suplantaciones el consumo es ahora la oblea eucarística en la que devoramos el vitrinaje de la oferta.
En una especie de negativo del consumo, del abarrotamiento sin pausa de la estantería doméstica, el sujeto liquidado se haya en la experiencia más aterradora movilizada por el capital espectacular o neoliberalismo económico: el deterioro y acabo de las cosas, la imposibilidad de reposición. El sujeto reponedor incumple el deber de abastecer la bodega familiar según su entrenamiento laboral y publicitario que lo hipnotiza todo el día.
En una sociedad donde las imágenes más divulgadas y preciadas son las del consumo y su espectacularidad, dejar o no poder consumir se alza como una especie de estado final del ser, de descomposición de los atributos de la persona.
La casa, forzada, se ha vuelto contingente. Lo que antes era el adentro se ha vuelto el afuera o el lugar indistinto de una circulación. Ese lugar íntimo, donde los habitantes han ido por dentro desenvolviendo el hogar con la práctica diaria de sus afectos y modos, ha sido vulnerado y abierto desde el exterior, condenado como tramo de circulación y aprovisionamiento de mercancía: una bodega.
Ya no es el espacio a salvo, resguardo y parapeto del afuera ajeno, sino uno intervenido por la cadena de suministro. La casa, además, se ha vuelto un lugar dependiente de los suministros energéticos y alimenticios designados como tales –esos y no otros–. La casa, en consecuencia, es monitoreada por pantallas de un control maestro que alerta detalladamente sobre las pérdidas o bajas de consumo que deben ser corregidas al alza. La casa, degradada, se ha vuelto un simple medidor y como tal puede ser desactivada desde fuera por cualquier empleado de turno compelido por la gerencia ante el no pago.
Los discursos diarios que rodean y exasperan esa casa están impresos en el audio de la propaganda maníaca: los de la producción sin límites, la innovación tecnológica permanente obligando al recambio, la expansión asegurada de las economías personales y colectivas, el coito furioso de los mercados en su interpenetración gozosa. Las imágenes reproducidas por los mídia son las de la abundancia y el goce sin aliento de ese gasto. En el consumo parecemos concurrir con el conjunto de los otros seres humanos a los sitios de consumo (supermarket, mall) en una atmósfera falsa de resguardo, ahistórica, sanitizada y plena de acción (la compraventa); en el desconsumo, por el contrario, somos aislados en imágenes de baja resolución y sospechados en las cámaras.
Toda la desposesión, distancia ya dramática entre el hablante, las cosas y los artículos de consumo, o la relación familiar deshecha, es magníficamente gramatizada: no hay posesivos (mi, tu, etc.) que indiquen pertenencia sino artículos indefinidos que llegan hasta el rebajamiento de la conciencia anulando el parentesco próximo: “un niño en un corral de palo,/ entre juguetes se desgañita llorando, /hambriento y mojado”. La estrechez de ese vocabulario es sintomático en la pauperización de la lengua, en el aniquilamiento de las palabras y el mundo de una persona en el borde.
Aniquilado en el sujeto el pensamiento divergente, el ánimo poético que lo fundaba, las palabras que le quedan son sólo las restrictivas del comercio minorista como víctima de un programa de expresión deteriorado. La locución no se sale de la camisa de fuerza de ese inventario negativo, no tiene energía para remontar sostenido por el ánimo o por una débil especulación afirmativa futura que cambie el estado de situación. Su mundo es ése, estrechez de panorama que se va venciendo cada vez más y ya no lo resiste.
El fin del tiempo de las cosas y la mercancía es el fin del tiempo del consumidor; por tanto, en un giro inesperado para el hombre pero programado por el credo económico, ha devenido tiempo-mercancía; él es la mercancía de la mercancía que también se agota: es devorado por las cosas que eran su apetito. Insoportable por esa otredad que ya no trafica, es conducido ya cosa a la muerte de las otras cosas: al basural.