A estas alturas, es claro que la primera línea de defensa del interés nacional de los Estados Unidos de Donald Trump, la constituyen el comercio y el sistema financiero. Se trata de un aspecto esencial del proyecto político-ideológico de impronta “libertaria”, que pretende “volver a hacer grande” a dicho país.
El conflicto comercial -y por extensión, financiero- iniciado con China, Canadá y con México ilustra, con todo dramatismo, los alcances de esta afirmación.
En ese mismo contexto -y al igual que en el plano militar-estratégico- la actividad e influencia comercial y financiera china en el mundo y, en particular, en el canal de Panamá, han sido identificadas como amenazas para la prosperidad y seguridad de Estados Unidos.
No se puede descartar que el próximo paso sea considerar los intereses chinos en Iberoamérica (especialmente en comercio e inversiones en sectores estratégicos) como una “amenaza a la seguridad hemisférica”. Sin embargo, esta amenaza no se interpretaría en los términos establecidos por el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR, 1947), sino más bien desde la perspectiva histórica de la “Doctrina Monroe” (que históricamente ha sido utilizada por Estados Unidos para justificar su influencia en la región y evitar la intervención de potencias extranjeras).
El canal de Panamá
En el caso específico del canal de Panamá, las declaraciones del propio señor Trump respecto de la necesidad de “recuperarlo”, inicialmente se explicarían en los crecientes costes aplicados por la Autoridad del Canal sobre cerca el 40% del total del transporte marítimo norteamericano, que conecta ambas costas de ese país. Se trata de cientos de naves que, por añadidura (debido al bajo de nivel de las aguas del Lago Gatún), están sometidas a largas esperas y demoras (con sus respectivos impactos sobre el conjunto de la cadena de comercio).
A ello se sumarían supuestos privilegios en favor del transporte chino y, más concretamente, a la influencia de la multinacional CK Hutchinson Holding, originaria de Hong Kong, que opera el puerto de Balboa (Atlántico), y el puerto de San Cristóbal (Pacífico). Aunque no está comprobada la participación directa del gobierno chino en esa empresa, es evidente que, a través de ella, China tiene acceso a recursos que podrían afectar la navegabilidad del canal.
Un ejemplo que demuestra la gravedad de este tipo de situaciones es el accidente del buque portacontenedores Ever Given, que en marzo de 2021 bloqueó el canal de Suez, dejando inoperativa esta ruta interoceánica y generando una gran disrupción en el comercio marítimo. Como consecuencia, cientos de embarcaciones tuvieron que desviarse por el Cabo de Buena Esperanza. Si ocurriera un incidente similar en el Canal de Panamá, el impacto sería gravísimo para Estados Unidos, ya que afectaría su comercio y complicaría el despliegue de sus flotas de guerra entre océanos.
También es importante considerar que, en 2017, Panamá firmó un memorando de entendimiento con China, mediante el cual, en la práctica, el Canal de Panamá quedó integrado al programa de la “Franja y la Ruta” o “Nueva Ruta de la Seda” (del cual Chile también forma parte). Este proyecto de infraestructura es clave dentro de la estrategia global de China. Sin embargo, ahora se percibe como una posible violación del Tratado de Neutralidad de 1977 (conocido como Tratado Torrijos-Carter), lo que, a su vez, podría representar una amenaza directa para la seguridad de Estados Unidos.
Y aunque el gobierno panameño explicó que las demoraras resultan de los impactos del cambio climático sobre el nivel de las aguas del canal, y que el alza de tarifas se deriva de los costes de su reciente ampliación (para acomodar naves cada vez más grandes), desde el punto de vista norteamericano se trata de un “cuello de botella geoestratégico”.
A esto se suma el uso del territorio panameño como ruta de tránsito para miles de migrantes, que finalmente terminan agolpados en la frontera entre México y Estados Unidos. Además, el área del Canal de Panamá es utilizada por carteles de la droga, amén de la evasión fiscal y blanqueo de dinero en bancos panameños vinculados al comercio interoceánico, regidos por el llamado “principio de territorialidad”, que permite aplicar impuestos de forma independiente al lugar donde se firmen los contratos de negocios.
Chile y el canal de Panamá
Aunque en 1881 capitales franceses iniciaron la construcción de este pasaje interoceánico artificial de 82 kilómetros, a partir de 1904 fueron compañías norteamericanas las que lograron completar la obra. Esta fue inaugurada en 1914 y, desde entonces, constituye un factor estratégico no solo para Estados Unidos, sino para muchos otros países, incluido el nuestro. Dependiendo del año, Chile es el tercer o cuarto usuario del canal.
Dicho de forma sencilla, el canal de Panamá es vital para nuestro comercio con la costa oriental de América del Norte y Europa.
Por lo mismo, es importante prestar atención al diálogo en curso entre los gobiernos de Panamá y Estados Unidos sobre la operatividad del Canal. Desde este ángulo hay que valorar los resultados de la visita de Secretario de Estado, Marco Rubio, ya que ayudaron a resolver las tensiones iniciales. Esto ocurrió luego de que el gobierno panameño no solo aceptara mejorar la eficiencia y reducir los costos del canal, sino que también anunciara su retiro del compromiso con la “Franja y la Ruta” de China. Esto, junto con ciertos compromisos para evitar que continúe el masivo flujo de migrantes sudamericanos, además de reforzar el control y la lucha contra el narcotráfico.
Más allá de la oferta de cooperación panameña para la deportación de migrantes sudamericanos, no debe pasar inadvertido el ambiente de presión en el cual el presidente José Mulino debió comprometerse a “mejorar la gestión del canal”.
A pesar de que, “por orgullo nacional”, el mandatario insistió en que la soberanía y el control de la ruta no están en discusión, fue el propio Donald Trump quien luego advirtió que, si esto no se cumple, “algo muy poderoso puede ocurrir”. Si se trata de un comentario, una advertencia o una amenaza, en la práctica, “da lo mismo”.
No solo porque Chile es uno de los principales usuarios del canal de Panamá, debemos tomar nota de lo ocurrido. Si no porque para la convivencia hemisférica (y nuestro propio interés nacional), se trata de un asunto trascendente en pleno desarrollo.
Junto con el impasse con Colombia por la repatriación de “ilegales”, el diálogo directo —y aparentemente intimidatorio— ya iniciado con el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, y la guerra comercial con México, la cuestión del Canal de Panamá refleja la brutalidad del estilo político-diplomático elegido por la administración Trump para relacionarse con Iberoamérica.
Gestos políticos
Si hasta ahora Chile no está entre los “problemas-prioridades” norteamericanas, no es descartable que la relación bilateral sea sometida a momentos de estrés. Es probable que cobren importancia “detalles” como la suerte de “militancia demócrata” de actual embajador en Washington, o el irreflexivo aplauso a la salida de Cuba de la lista de países que promueven el terrorismo, decretada in extremis por la administración Biden, y revertida una semana después por el nuevo gobierno de Donald Trump.
Se trata de gestos políticos que ilustran el posicionamiento ideológico del gobierno chileno, y su naive intento de escapar de la realidad impuesta por el cambio estructural que implica la nueva administración republicana. El gobierno chileno no está -obviamente- obligado a cooperar con el nuevo posicionamiento norteamericano, pero una mínima cuota de realismo debería indicarle que tampoco tiene necesidad de insistir en gestos hostiles.
Más allá de razones de “orgullo nacional”, las circunstancias señalan que Chile debe evitar verse envuelto en la confusión político-diplomática que, especialmente a nivel hemisférico, está generando el estilo del nuevo gobierno norteamericano.
En esa perspectiva quizás resulta prudente considerar la renovación en nuestra embajada en Washington. Ese podría constituir un gesto en favor del mejor entendimiento, y debería ser interpretado como una invitación a refrescar la agenda bilateral, hoy improntada por “problemas”, incluido el reclamo de las aseguradoras norteamericanas por supuestos perjuicios derivados de la reciente reforma del sistema de AFPs.
Igualmente -y con perspectiva de mediano plazo- los problemas de seguridad que ya sabemos están en el análisis norteamericano (“turismo delictual chileno”, supuesto yihadismo en Iquique, tolerancia fronteriza con Bolivia instrumental al crimen trasnacional), representan una oportunidad para enriquecer el diálogo, y tender puentes de colaboración. En este plano, las entidades de la defensa y las policías disponen de espacio para contribuir. No obstante, para eso se necesita de responsabilidad política y definiciones claras de nuestra parte.