CONTEXTO | Agencia UNO

La línea roja de la segunda vuelta

23 noviembre 2025 | 08:00

No es un público impresionable: es un público cansado. Y la política no ha aprendido a hablar su idioma.

En Rouge, la película más inquietante de Kieslowski, los personajes descubren que sus vidas han estado unidas por hilos invisibles que solo se revelan cuando ya no hay vuelta atrás. Algo parecido ocurre con esta segunda vuelta entre Jeannette Jara y José Antonio Kast: no es la confrontación que imaginaban los estrategas, pero es la que el país fue hilando, silenciosamente, en la época del voto obligatorio, el cansancio acumulado y la desconfianza transversal.

Los números de la primera vuelta son conocidos, pero aún no internalizados. Jara entra primera con 26,8%, Kast segundo con 23,9%, y Parisi rompe el tablero con 19,7%, consolidando —ahora sí— que el PDG no es un accidente electoral sino un fenómeno estructural.

Un estudio de la consultora Unholster lo muestra sin anestesia: el 36,9% de quienes no habían votado en 2021 —los nuevos obligados— escogieron a Parisi, convirtiéndolo en el principal receptor del voto socialmente periférico, económicamente apretado y políticamente huérfano.

Ese es el verdadero nuevo Chile: hombres jóvenes, C3-D, desconfiados de las elites y ansiosos de movilidad, pero sin ninguna lealtad ideológica como lo hizo ver Aldo Mascareño en un estudio del CEP que ahora vale oro. El electorado perfecto que logró incendiar una primera vuelta y podría decidir —con un bostezo o un guiño— una segunda.

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La irrupción de este votante explica algo que pocos quieren admitir: la elección está menos definida de lo que parece. Los números parecieran dar certezas: la derecha sumó 50,3% entre Kast, Kaiser y Matthei, el mejor registro desde 1946. Y es cierto que los mercados de predicción le asignan a Kast probabilidades siderales. Pero hay un factor que no aparece en esas curvas perfectas: el 20% “que anda dando vueltas”, como dijo Parisi con su habitual mezcla de marketing y fatalismo.

Ese 20% existe, porque existió: fue su propio 19,7%. Y si en primera vuelta el sistema político no supo verlos, cabe preguntarse cuántos de ese mundo quedaron realmente decididos hoy.

Una estimación razonable indica que entre 8% y 12% del electorado está efectivamente sin decisión clara, aunque no lo declare. No es el indeciso clásico (ese que medita en voz alta), sino el indiferente agresivo: vota por rechazo, por castigo, por humor, por rabia; cambia de preferencia como quien cambia de aplicación.

Ese 8–12% define la segunda vuelta más que cualquier pacto de partidos, porque no responde ni a Matthei, ni a Sichel, ni a Maldonado, ni a Quintana. Ni siquiera a Parisi. Responde a las emociones ligadas a la billetera, al orden, y a su percepción subjetiva de quién va a gobernar sin joderlos.

Mientras Kast intenta administrar su ventaja con cirugías finas y buscando ligar su contendiente al gobierno, Jara sabe que debe hacer lo contrario: romper inercias, mover el eje, arriesgar. Y ahí aparece el golpe que dio esta semana, quizás el más potente de su campaña: denunciar que el coordinador económico de Kast es el economista recordado por ser uno de los arquitectos intelectuales de la colusión del pollo, una de las heridas abiertas que más irrita a los votantes que viven el abuso económico como experiencia cotidiana.

No es un matiz programático ni un guiño moral; es dinamita pura en un electorado que detesta la colusión más que cualquier discurso sobre ideología. Jara encontró ahí el tono: menos refundación, menos progresismo nostálgico y más indignación material, directa, reconocible.

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Kast, por su parte, enfrenta el dilema de 2021 pero con un espejo más grande: necesita orden, pero sin fanatismo; necesita estabilidad, pero sin rigidez; tiene a su favor la serie de desastres de la izquierda en sus aventuras constitucionales y su lentitud ideológica en enfrentar el aumento evidente de la criminalidad en el país.

El norte es su talón de Aquiles: en Tarapacá, Antofagasta y parte de Atacama, la triple derecha no llegó al 50% y el PDG se hizo de los descontentos. El sur, en cambio, es su muralla: ahí está el colchón que en cualquier otra elección permitiría cantar victoria anticipada.

El problema —para ambos— es ese viejo hilo rojo que tejió el país sin que nadie lo mirara: el nuevo electorado.

Ese 8–12% que sigue sin “creerles a las encuestas”, como advirtió Parisi, es el que todavía no se siente interpelado ni por el miedo a Kast ni por la épica social de Jara. No es un público impresionable: es un público cansado. Y la política no ha aprendido a hablar su idioma.

En Rouge, los personajes descubren que sus destinos estaban unidos desde el principio. Aquí también ocurre, pero con una diferencia: en esta historia, el hilo no está entre Jara y Kast, está en manos del votante enojado. Y las encuestas pueden equivocarse como les pasa a veces a los meteorólogos que no logran anticipar tormentas que hacen naufragar a enormes transbordadores y ligeros yates.