Las ciudades han sido históricamente los lugares del progreso: espacios donde la vida en comunidad impulsa nuestro desarrollo económico y facilita el acceso a servicios, cultura, oportunidades laborales y de salud, entre otros. Ese atractivo ha movilizado durante décadas la migración del campo a la ciudad. Basta mirar el rápido crecimiento de las ciudades chinas para comprender cómo la promesa de una mejor calidad de vida ha redefinido el paisaje urbano mundial.
En el Día Mundial del Urbanismo, que se celebra este 8 de noviembre, es pertinente preguntarse cómo esa promesa está hoy bajo amenaza. El calentamiento global intensifica las olas de calor, agrava la escasez hídrica e incrementa el riesgo de inundaciones.
La contaminación castiga nuestra salud —incluida la de quienes están por nacer— y la pérdida de biodiversidad debilita la red de interdependencias que sostiene la vida. La ciencia denomina a esta ecuación “la triple crisis ambiental”: cambio climático, contaminación y pérdida de biodiversidad. Tres dimensiones conectadas que condicionan nuestro presente y nuestro futuro.
Y esa crisis no se distribuye de manera equitativa. En Chile, casi un 90% de la población vive en ciudades que no están adaptadas al cambio climático y que, en su infraestructura y prácticas, no son tan urbanas como indican los números.
Muchos se mueven en colectivos porque no existe transporte público; en otras localidades no hay acceso al agua o resulta difícil caminar porque simplemente no hay veredas. Más del 90% de las comunas no cuenta con un plan de adaptación al cambio climático, pese a que los impactos ya están deteriorando la calidad de vida de miles de personas.
Marejadas, tornados, erosión costera y lluvias extremas nos resultan cada vez más comunes. Nuestro desarrollo urbano ha sido exitoso para acceder a servicios como luz, agua potable y saneamiento, pero insuficiente para proteger, cuidar y garantizar bienestar en un contexto ambiental cada vez más adverso.
Lo cierto es que las ciudades se han transformado en el principal escenario de vulnerabilidad socioambiental. Donde falta sombra, sobra calor. Donde escasea la gestión del agua, se intensifica la sequía. Donde hay menos vegetación, aumentan las enfermedades respiratorias y cardiovasculares. Donde se margina la naturaleza, se multiplica la fragilidad social.
Frente a esta amenaza compleja, la solución no puede ser simple ni tardía. La buena noticia es que una parte significativa de la respuesta ya la conocemos: recuperar la naturaleza como aliada del bienestar.
Los llamamos “ecotonos”: bordes o transiciones entre la vida urbana y la naturaleza. Por ejemplo, los humedales regulan crecidas y mejoran la calidad del agua; el arbolado y las áreas verdes disminuyen el estrés térmico y promueven la salud física y mental; los corredores ecológicos conectan hábitats para la biodiversidad y regeneran paisajes degradados. La infraestructura verde, azul y también café no es un lujo estético: es seguridad climática, equidad territorial y vida cotidiana digna.
Aquí es donde la ciudad debe reaprender a convivir con sus bordes vivos, esos espacios donde lo urbano se encuentra con lo natural. Los ecotonos —humedales, riberas, laderas y bosques periurbanos— son territorios híbridos que resisten y sostienen la vida pese a la presión por construir.
Son lugares de negociación, no de expulsión. Paisajes en transición que nos recuerdan que la ciudad no termina en sus límites administrativos, sino donde continúa la vida.
Por eso, urge cambiar el paradigma: dejar atrás el desarrollismo que arrasó con esteros, dunas, humedales y bosques para “hacer ciudad”, e impulsar un modelo donde la naturaleza sea infraestructura, tan esencial como una calle, un puente o una red de agua potable. Y donde los ecotonos sean reconocidos como espacios de protección y de vínculo: refugios en tránsito para humanos y también no humanos.
El futuro urbano de Chile dependerá de nuestra capacidad para actuar a tiempo y con coherencia. Necesitamos políticas climáticas locales, financiamiento dirigido a la resiliencia, más poder para los municipios, planificación urbana integrada entre vivienda, transporte y medioambiente, y participación real de las comunidades que ya conocen las amenazas —y los valores— de sus territorios.