Nuestros vínculos son de larga data en colegios y universidades, en hospitales y en clínicas, en la cultura, en la academia y en la política, en el vecindario y en los negocios. También se han generado vínculos familiares.
¿Tendremos el arrojo, la valentía y la madurez para no traspasar los dolores y rencores que ha suscitado el grave conflicto en Medio Oriente a los más jóvenes que hoy comparten una misma sala de clases, un mismo barrio, un mismo ideal de vida, como aconteció con muchos de los que estamos aquí? Es una herencia que las futuras generaciones no se merecen.
La invitación de hoy es a conservar y a proteger lo que nos une: la fe en Dios, la familia, el anhelo de una paz duradera, y a agradecer el vivir en Chile, país bendito y generoso.
Y es posible, sí, es posible, porque antes de ser chileno, palestino, israelí, africano, nativo o inmigrante; antes de ser católico, judío, o musulmán; antes de declararse ateo o agnóstico; antes de ser hombre o mujer; docto o ignorante, somos seres humanos. Eso es lo que tenemos en común cada uno de los que está aquí.
Nuestra humanidad es lo que nos hace llorar frente al horror, alegrarnos ante la belleza y, siempre y bajo toda circunstancia, llamados a respetarnos y cuidarnos. Es esa condición humana compartida la que nos reviste de una inalienable dignidad, que hace que seamos alguien y no algo; una persona y no una cosa; un tesoro único con valor, y no con precio.
El solo mirarnos nos recuerda que somos una riqueza insondable que remite a Dios, que nos ha creado por amor, para el amor, y nos quiere llenos de vida y felicidad. La muerte de uno, de cualquiera, del que sea, lo conozca o no, nos disminuye, nos empobrece, nos lastima y nos saca lágrimas. Cada ausencia, toda ausencia, siempre va a empobrecer al mundo.
¡Cuántas lágrimas derramadas en estos tiempos! ¡Cuántas muertes se pudieron haber evitado!
No hay palabras para consolar a quien perdió a un ser querido o llora a un cautivo. No las hay. Tal vez por eso venimos en silencio, acongojados, abatidos e impotentes, a darle paso a la música. El que canta, ora dos veces, dice San Agustín.
La violencia en todas sus formas es un fracaso, y siempre lo será. La violencia genera más violencia y su espiral solo trae más muerte, más odio, más deshumanización.
Me pregunto, ¿existirá entre quienes ostentan el poder la voluntad de terminar con la guerra? Eso es lo que el mundo entero pide, que termine la violencia y se camine por el sendero de la paz.
Pero también hay que preguntarse ¿existirá entre nosotros la tenacidad de promover acciones que promuevan el diálogo por la paz?