Se trata de una institución que asume, día tras día, una de las funciones más delicadas y peligrosas del Estado: la custodia y reinserción de personas privadas de libertad, muchas de ellas altamente peligrosas. Cada gendarme se enfrenta a diario con riesgos que la mayoría de la ciudadanía desconoce, trabajando en un entorno donde la tensión y la amenaza son parte de la rutina.
Desde esta tribuna no corresponde emitir juicios de valor sobre la probidad de los funcionarios, pero sí es legítimo —y necesario— exigir al Estado una reforma profunda y urgente del sistema penitenciario chileno. Esta debe apuntar a profesionalizar aún más la labor de Gendarmería, mejorar las condiciones laborales de sus funcionarios, reforzar su seguridad y establecer mecanismos preventivos y represivos de control eficaces que minimicen, en la mayor medida posible, cualquier acto de corrupción.
Tal reforma no debería limitarse a los funcionarios: también debe contemplar medidas que mejoren las condiciones de vida, programas de reinserción y oportunidades para los internos, evitando que las cárceles sigan siendo verdaderas “escuelas del delito”.
Lo ocurrido recientemente —ya sea la liberación de reos de alta peligrosidad por errores e incompetencias del sistema judicial, o la huida de internos desde la cárcel de Valparaíso— se suma a una cadena de señales inquietantes de debilitamiento institucional. Un fenómeno que se agrava con el avance del crimen organizado y que, de no ser abordado con decisión, podría tener consecuencias irreversibles para la seguridad y la convivencia en nuestro país.