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La paradoja digital: soledad, algoritmos y desafección social en la era de la inteligencia artificial

14 agosto 2025 | 09:09

El problema no es solo lo digital, es el modelo económico que lo estructura, ya que la inteligencia artificial ha comenzado a cumplir funciones antes reservadas a la comunidad: acompañamiento emocional, monitoreo de salud, incluso conversaciones íntimas.

En abril de este año, el CEO de Meta volvió a ofrecer una solución tecnológica a un problema profundamente social: la soledad. En un podcast, afirmó que el estadounidense promedio tiene menos de tres amigos, cuando idealmente debería tener quince. ¿Su propuesta? Amistades generadas por inteligencia artificial (IA), diseñadas, claro, por su propia empresa.

Esta fórmula —que intercambia vínculos humanos por simulaciones algorítmicas— no es nueva. Pero sí es el síntoma más reciente de una transformación cultural profunda: la delegación de nuestras relaciones sociales en sistemas digitales que, al mismo tiempo que nos conectan, nos aíslan, se está normalizado cada vez más, nuestra dependencia de tecnologías inteligentes que muchos están renunciando, casi sin darse cuenta, a convivir presencialmente con otros, para entregarse a la compañía de dispositivos digitales.

Esta paradoja se refleja, con inquietante precisión, en el personaje de Angela Bennett (Sandra Bullock), protagonista La Red (1995). Su identidad digital podía ser borrada con unos clics. Pero su mayor vulnerabilidad era otra: su aislamiento. A casi tres décadas de esa película, la Organización Mundial de la Salud ha reconocido la soledad como una amenaza comparable al tabaquismo o la obesidad.

Ahora bien, culpar exclusivamente a la tecnología sería ingenuo. El problema no es solo lo digital, es el modelo económico que lo estructura, ya que la inteligencia artificial ha comenzado a cumplir funciones antes reservadas a la comunidad: acompañamiento emocional, monitoreo de salud, incluso conversaciones íntimas. Según el trabajo de Francisco Sanz (2025), los chatbots y asistentes virtuales pueden reducir la percepción de soledad, especialmente en adultos mayores, pero su efectividad depende del perfil del usuario, del diseño ético del sistema y del nivel de personalización. Además, persisten riesgos asociados a la privacidad, la dependencia emocional y la ilusión de reciprocidad.

La pregunta, entonces, es política y ética: ¿estamos dispuestos a delegar nuestra vida afectiva en algoritmos programados por intereses corporativos o apostaremos por reconstruir el tejido simbólico y material que hace posible la convivencia? Porque la soledad —como el hambre o la pobreza— no se resuelve con un producto, sino con políticas públicas, infraestructuras de encuentro y culturas del cuidado.

En última instancia, el reto es doble: rechazar la seducción de la compañía sintética y, al mismo tiempo, aprovechar la tecnología para reforzar —no reemplazar— la cercanía humana. La paradoja digital solo hallará resolución cuando cada innovación se mida no por su capacidad de retener nuestra atención, sino por su poder para multiplicar momentos de presencia compartida: la conversación que se improvisa en la calle, el té con la vecina, el encuentro sin filtros ni notificaciones.