CONTEXTO | Agencia UNO | Edición BBCL

Fin de una época

25 noviembre 2025 | 12:36

El resultado electoral del 16 de noviembre dejó muchas lecciones para quienes se dedican a la política. Esta elección es la última de una época y en cuatro años más las cosas comenzarán a ser diferentes, gane quien gane esta segunda vuelta.

Las primeras reacciones

Sé que este artículo puede despertar molestias en muchas personas, pero me siento en la obligación moral de escribirlo. El resultado electoral del 16 de noviembre dejó muchas lecciones para quienes se dedican a la política ya sea como análisis académico o como actividad. A mí me reveló algunas cosas que me llevan a reafirmar que esta elección es la última de una época y que en cuatro años más las cosas comenzarán a ser diferentes, gane quien gane en la segunda vuelta.

Escuché a un político enrabiado decir, golpeando la mesa del café: “Pueblo de mierda” y se refería a la alta votación de Franco Parisi. Mi respuesta fue sencilla: “Es el resultado de un diseño perverso que se está agotando”.

El pueblo no es “de mierda” ni debe darnos “vergüenza” como dijo un eximio periodista. Cuando los sistemas se agotan, todo comienza a reventar. Basta mirar lo que pasa en tantas otras latitudes, como Estados Unidos o Europa, por ejemplo. Que es sensiblemente parecido a situaciones que se vivieron hace 100 años en esos mismos lugares.

¿Quién tiene la culpa?

Un refrán popular nos lleva a sostener que los responsables son los que han querido dar al pueblo un sistema que fue aceptado como mal menor, pero que no tenía visos de permitir la construcción de una manera digna y justa de vivir.

¿Quién es el que dio el afrecho en este caso? Pues es claro: los constructores de un sistema y los que lo sostuvieron y usaron durante décadas.

Me refiero al ideólogo Jaime Guzmán Errázuriz, a la famosa Comisión Ortúzar, al grupo de los “Cuatro Magníficos”, que dieron forma final al texto que se plebiscitó en 1980, por una parte. Ellos crearon un sistema político, con sus brazos económico, social y cultural, basado en el poder de las minorías, en una especie de democracia “protegida”, para evitar los cambios profundos, la democracia participativa, la renovación política.

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En lo político el sistema consistía en un mecanismo binominal que asegurara que con un tercio la minoría podía tener la mitad de las cámaras, con reelecciones indefinidas; un presidente de la república que duraría 8 años en su cargo pudiendo ser reelegido.

De esta manera se construía un sistema cupular, donde los incumbentes se repartirían el poder, se adaptarían a la imposibilidad de hacer cambios profundos y no necesitarían del pueblo que estaría siempre obligado (el voto era obligatorio) a elegir entre dos opciones. Para evitar deslices, las Fuerzas Armadas, mayoritarias en un Consejo de Seguridad Nacional, se constituían en garantes del sistema.

La renuncia a la lucha

Esto, que los abogados y políticos rechazábamos, fue siendo crecientemente aceptado por los políticos. De hecho, cuando Genaro Arriagada me comunicó que yo no podía seguir haciendo comentarios en Cooperativa en octubre de 1980 para no arriesgar la radio, lo hizo con el argumento de que “con este resultado del plebiscito debemos atenernos al itinerario fijado en el texto constitucional”.

Esa postura, seguida con entusiasmo por Claudio Orrego Vicuña, Edgardo Boeninger y otros, fue ganando posiciones en la oposición a la dictadura, hasta el punto de que, cuando se produjo el atentado a Pinochet encontraron el mejor argumento para frenar las protestas y empezar la campaña de incorporación al sistema: inscripción de los partidos e inicio de la acción con destino al plebiscito de 1988, que definiría la eventual continuidad de Pinochet.

Si él ganaba, habría solo elecciones de Congreso. Un dirigente me dijo, nunca supe si en serio o en broma: “con eso puede bastarnos, imagínate tener de nuevo parlamentarios con fuero”. Antes del atentado yo había escrito una columna en Revista Análisis que llamé “Ochentaynuevismo” y la definí como una enfermedad política que debilitaba la lucha y la moral para aceptar las condiciones políticas del Régimen.

Y ante la interpelación de algunos dirigentes, propuse –con otros militantes de la Democracia Cristiana– un plan de desobediencia civil y movilización social destinado a terminar con la dictadura. Junto con acusársenos de “intensos”, la respuesta fue en boca de quien presidía la DC: “Con eso nos matan. Y yo no estoy dispuesto a morir”. Mi reflexión fue repetir en voz alta la frase de Belisario Velasco: “A las dictaduras no se las derrota, se las derroca”.

Esta renuncia a la lucha y el acomodo al itinerario constitucional de Pinochet y la derecha –que yo consideré una rendición– se expresó entre otras cosas en una especie de ilusión: que tal vez la Junta de Gobierno no designara a Pinochet como su candidato para presidir el país desde 1989 y algunos de esos ilusos propusieron nombres como el de Sergio Molina Silva o Fernando Léniz Cerda.

Esto se sustentaba en el deseo de acomodarse sin riesgos y mantener, como se consiguió, una situación de aparente calma con la persistente amenaza de los militares de no aceptar la democracia si eso las perjudicaba en sus poderes.

La rendición y el acomodo

Y así no más fue: las dirigencias dejaron de ser tales para convertirse en cúpulas aisladas del pueblo, las campañas se hicieron sin constituir organizaciones estables, la fortaleza de los partidos estaba en las camarillas (o lotes o fracciones, como les decían algunos) que se disputaban las candidaturas.

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Personajes políticos que pudieron haber generado amplia unidad y garantizar una política de transformaciones profundas, fueron descartados de plano por los partidos. Y se llegó a un acuerdo con la dictadura para modificar algunos aspectos de la Constitución.

Reconozco que en ese acuerdo hubo una modificación fundamental, en medio de muchas otras que eran sólo decorado: la eliminación de la norma que permitía a las autoridades proscribir personas y agrupaciones por sus ideas.

La historia la sabemos los chilenos: mantención de cúpulas cada vez más alejadas del pueblo, eternización en los cargos, mantención de grupos y personas que “heredan” los espacios entre hermanos o de padres a hijos, caudillismos locales que se generan desde pequeñas alianzas en los partidos, tanto para alcaldías o cargos parlamentarios, funcionarios que pasan de un cargo a otro y que siempre están dispuestos a tomar posiciones que van desde ministerios o subsecretarías a embajadas, jefaturas de servicio, intendencias.

Por cierto durante estos años posteriores a Pinochet ha habido muchas cosas que han mejorado, pero siempre dentro del mismo esquema que no ha logrado dar solución a los problemas fundamentales de participación, justicia, seguridad, libertad, bienestar, salud y educación de calidad.

Muchos problemas, al contrario, se han agravado, no siendo necesariamente responsabilidad de una sola tendencia política, pues tanto desde el gobierno como del Congreso se han conseguido acuerdos que finalmente sólo fortalecen el sistema. Como, por ejemplo, la última “reforma previsional”.

El fraccionamiento

Entre medio, la democracia se ha ido deteriorando, porque los incumbentes no tienen lealtad con sus electores, con sus partidos, con sus grupos y con cualquier pretexto se van a otra tienda. En esta última elección los casos abundan. Algunos hemos sostenido que quien es elegido como militante de un partido no debe mantener el cargo si renuncia a su pertenencia política.

Tampoco el partido debe hacerse dueño de ese espacio, sino que debe haber elecciones complementarias. Los que se han alarmado por el “fraccionamiento” en el Congreso Nacional, lo favorecen al no poner límites, sino siguen ubicando en posiciones de poder a quienes favorecen sus tendencias.

Que el hecho de que un senador elegido renuncie para asumir un ministerio y sea reemplazado por la presidenta de su partido que no ha ganado ninguna elección ni tiene relación alguna con la zona representada y sus electores, me parece una indecencia.

La paciencia no da

Podría seguir, pero el espacio no da, la paciencia tampoco.

Esta elección es el resultado de todo esto: el pueblo se cansó de los de siempre.

Jara y Matthei representan la continuidad de un proceso.

Ellas han sido las grandes derrotadas. Los otros seis son disfuncionales a este sistema. La expresión más clara es Parisi, que no tiene más que discursos llenos de lugares comunes, pero que canaliza la ira de muchos, como lo fueron antes MEO y Beatriz Sánchez cuando llegaron al 20%.

Pero también Kast y Kaiser, que canalizan el pinochetismo de 1988 con el discurso de que los “señores políticos” están equivocados en todo. Ellos representan el retorno al pasado antes de la concertación.

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El programa de Kast, que es el que importa, es sólo una sucesión de diagnósticos y propuestas generales, sin ninguna medida concreta o realista, sin ninguna idea de cómo hacer las cosas. Porque para él –como para toda la derecha– basta con la voluntad de los poderosos si cuenta con el poder económico, armado (FF.AA.) y el respaldo político de un pueblo que ha ido perdiendo la esperanza, la confianza, el respeto y opta por caminos que no sabe hacia dónde nos llevan, pero que nos sacan del inmovilismo.

Los otros tres son voces de protesta que no lograron romper la coraza de los medios de comunicación. Seis candidatos en contra de un sistema que se agotó.

Ha terminado una época

Quien gobierne ahora, Kast o Jara, deberá experimentar problemas graves. Ambos prometen mucho, aunque si se detienen a meditar un instante, deberán reconocer que muy poco de esa promesa se cumplirá.

Queda así una cancha desocupada, que si bien podría ser llenada por aventureros, por populistas o por dictadores, también puede ser ocupada por quienes tangan ideas y estén dispuestos a trabajar en orden a construir organizaciones, generar movimientos y empezar a vivir de una manera distinta; más solidaria, más afectuosa, con mayor capacidad de proponer y ejecutar soluciones a los problemas reales que se dan en la base de la sociedad.

Una sociedad que comience a recuperar esperanza y conciencia, donde las personas puedan generar espacios nuevos en vista de una manera muy diferente de vivir: sin estos pretendidos liderazgos que no tienen respuesta.

Organización comunitaria frente al individualismo; fortalecimiento de la formación personal frente al “facilismo”; solidaridad frente al egoísmo; identidad frente a la invasión de conceptos, métodos, actitudes ajenas a nuestra idiosincrasia.

Los cuatro años que iniciaremos en marzo

En estos cuatro años, el pueblo deberá irse preparando para iniciar un camino largo destinado a rescatar nuestras raíces y avanzar, desde ya y sin perjuicio de quienes gobiernen, hacia una sociedad cuyo tejido social esté construido por el respeto, la libertad, la creatividad.

Lo he dicho antes y lo repito en estas páginas: el país puede gestar, en los próximos cuatro años un relato nuevo: aquel en que nos encontramos varios que, unos mirando el camino para no tropezar en las mismas piedras y otros mirando el futuro para no empantanarnos en las urgencias solamente. Será una ruta en la que compartamos los valores fundamentales de los derechos humanos, los deberes cívicos, la honestidad, la libertad y la justicia.

Mientras algunos apagan incendios y otros simplemente pelean, los chilenos de todos los orígenes, jóvenes y mayores, podemos ir tejiendo esa arpillera, pintando ese cuadro, escribiendo ese poema, componiendo esa canción que relatará el pasado y el futuro, para recuperar la seguridad en nosotros mismos, la confianza en los demás, el amor por los cercanos y la expectativa de un país cada vez mejor y más contento.

Aunque nos demoremos un poco.