A propósito de la moda —porque lo es— de asegurar que “el gaslighting es narcisismo”, vale la pena decir algo incómodo: no siempre. Ojalá fuera tan simple. Ojalá bastara con ver un par de señales y recetar dos videos motivacionales de TikTok para solucionarlo. Sería precioso: justicia divina con aroma a aseo emocional. Pero antes de repartir diagnósticos desde el living, conviene recordar de qué fenómeno estamos hablando.
El gaslighting es una forma de manipulación donde alguien altera tu percepción hasta que dudas de tu propia memoria, emoción o criterio. No es un trastorno: es un modo de vincularse que se repite una y otra vez. De pronto, un “eso no pasó así”, un “estás exagerando” o un “que le ponís color” empieza a pesar más que tus propios recuerdos.
Este fenómeno no es tan ordenado como a veces se explica. En la clínica nadie llega con un letrero luminoso que diga “villano oficial”. Llegan con historias, con miedos, con vacíos, con defensas que aprendieron antes de saber su nombre. Reducirlo únicamente al narcisismo es cómodo…pero profundamente falso. A veces nace del poder; otras, del pánico, de la vergüenza, del caos emocional o de un trauma relacional no resuelto. Puede ser torpeza, desregulación, necesidad de controlar…y sí, algunas veces, crueldad.
Pero incluso dentro del narcisismo hay mundos distintos. Y ahí es donde Kernberg levanta la mano y dice: depende del tipo de narcisista del que estemos hablando. No es lo mismo la distorsión que aparece para esconder una herida que la que aparece para ejercer poder. No es lo mismo proteger un sí-mismo frágil que anular al otro. Ese matiz importa: a veces no estás frente a un monstruo… pero otras veces sí.
Kernberg —que leía estructuras de personalidad como quien lee una receta— describió tres configuraciones en las personalidades centradas en sí mismas: el narcisista, el narcisista maligno y el psicópata. Explicarlo como tres chefs ayuda a entender lo que pasa en la cocina interna de cada uno.
El narcisista clásico es el chef que arruina la sopa, pero no tolera que lo pillen. Te dirá que la receta siempre fue así, que tú la probaste mal o que “la luz de la cocina te cegó”. Su distorsión es defensiva: no quiere dañarte, quiere salvar su prestigio. Admitir un error lo deja expuesto frente a una vergüenza insoportable.
El narcisista maligno ya juega en otra liga. Ese chef te sirve la sopa mala a propósito y luego te convence de que el problema es tu paladar. La manipulación tiene intención, dirección y poder. No busca cuidarse: busca dominar. Te mira fijo y sentencia: “Así sabe una sopa bien hecha”, hasta que tú, con la cuchara en la mano, ya no sabes si la sopa está mala o si tu gusto falló.
Y en el extremo está el psicópata, que ni siquiera finge. Para él, la sopa, tú y la verdad son herramientas. Si decir que está deliciosa sirve, lo dice; si conviene culparte, también. No hay conflicto moral; solo cálculo.
Esta mirada revela algo crucial: la experiencia puede sentirse igual, pero la intención detrás viene de lugares completamente distintos. De la vergüenza, del miedo, del vacío afectivo, del poder o de la agresión directa. La conducta puede parecer la misma; el alma del que la ejecuta no.
Víctima de gaslighting
Ahora bien, lo importante —a mi juicio— no es quién cocina la distorsión, sino quién se la come. Porque el gaslighting, venga de donde venga, se vive siempre desde el mismo lugar: la confusión que nace cuando una persona empieza a desconfiar de sí misma. La víctima no está analizando estructuras de personalidad; está tratando de entender por qué su memoria se siente borrosa, por qué su intuición perdió peso, por qué su emoción parece exagerada incluso en su propia cabeza.
El daño no está en la mentira puntual, sino en la erosión de la brújula interna. Ese momento en que ya no sabes si estás recordando mal, sintiendo mal, interpretando mal o si, definitivamente, “el problema eres tú”.
La autoestima se desgasta, la ansiedad sube, el sueño se fragmenta y aparece esa sensación tan chilena de “perdón por existir”. En lo familiar, empiezas a caminar con cuidado para no molestar, das explicaciones de más, ocultas partes de tu vida. En lo social, te aíslas: cuentas menos, dudas más, temes sonar “dramática”. Tu mundo se achica. Tu identidad también.
Con el tiempo, cuando la relación continúa, vivir así se parece a habitar una casa donde las luces parpadean todo el día. Al principio molesta; luego confunde; después te acostumbras. Pierdes nitidez. Ya no sabes qué quieres, qué sientes o qué recuerdas: solo sabes lo que el otro afirma. La duda se vuelve compañera diaria: “¿Y si estoy exagerando?”, “¿y si soy yo?”, “¿y si él tiene razón?”. El silencio deja de ser decisión y se vuelve forma de sobrevivir.
Es como caminar dentro de un mapa donde todos los caminos llevan al mismo lugar: la culpa. Dejas de preguntarte “¿qué está pasando?” y empiezas a preguntarte “¿qué me pasa a mí?”. Y quedarse, por dentro, empieza a sentirse como perderse lentamente.
Mantener el radar encendido
Por eso vale la pena mantener el radar encendido para esas señales que casi no se ven. No las gigantes con luces LED y banda sonora de suspenso —esas las detecta hasta tu mamá—, sino las pequeñas, las de bolsillo, las que uno barre bajo la alfombra emocional porque “no es para tanto”.
A veces la alerta no llega como portazo: aparece en un “yo nunca dije eso”, un “estás exagerando”, o ese clásico que ya debería tener categoría de cliché patrimonial: “tú siempre tan sensible”.
Ojo con esa última. Parece inofensiva, casi ternura disfrazada. Pero es una alerta fina. Cuando alguien empieza a etiquetar tus emociones como “demasiado”, lo que está diciendo —sin decirlo— es que tu sentir es un problema a corregir o, idealmente, a silenciar.
La primera vez confunde; la segunda incomoda; a la tercera ya estás pidiendo perdón por sentir. Esa frase convierte tu emoción en falla técnica, tu intuición en exageración y tu reacción en exceso. Y ahí, sin notarlo, revisas lo que sientes como si viniera con error de fábrica.
Cuando alguien necesita que achiques tu mundo emocional para que el vínculo funcione, la relación ya es más estrecha que el espacio entre el metro y el andén.