Javier Milei | EFE

Milei, el niño de cristal y la religión de estadio

13 octubre 2025 | 09:51

Un país exhausto que carga en sus brazos ya no solo a los corruptos, sino al niño herido cuya locura debe sanarse gracias al poder.

Escribí hace dos años El fenómeno Milei, libro donde propuse entender el liderazgo libertario del presidente argentino no como un programa político, sino como una forma energética de la política contemporánea, un síntoma de la enfermedad que a tantos países nos afecta y una respuesta desesperada de un pueblo como el argentino sumido en la tragedia de una política incapaz de conducir a salidas institucionales viables. Milei era un equivalente funcional al estallido social, una explosión, un apocalipsis con el sueño de una elite represaliada.

Milei, sostuve entonces, encarna el retorno de la energía a la política en ausencia de sentido: un sujeto que no interpreta el mundo, sino que lo acelera. Su discurso, su temperamento y su economía emocional constituyen una forma de movilización sin teleología. No apunta a ningún horizonte racional; apunta a producir movimiento, no solo en la sociedad, también en sus propios traumas.

El problema de toda energía pura es que, al no tener forma, se disipa.

La crisis argentina actual —económica, política y simbólica— muestra el agotamiento de esa dinámica: el punto en que la energía deja de mover y comienza a quemar. Lo que en diciembre de 2023 aparecía como una revolución liberal hoy se parece más a una deriva religiosa de la derrota, donde la fe y el identitarismo reemplazan al cálculo y a la eficacia.

Del caso Libra a las comisiones Karina: la corrupción del mito

La crisis Libra, iniciada en marzo de 2025, fue el primer síntoma de descomposición del relato tecnocrático. El sistema de pagos digitales diseñado como símbolo del “nuevo capitalismo argentino” colapsó entre denuncias de triangulación de fondos y vínculos con fondos especulativos estadounidenses. La promesa de una moneda libre terminó en un fraude burocrático.

Lo que debía ser la demostración del genio tecnocrático libertario se convirtió en una repetición de las viejas prácticas del capitalismo prebendario argentino. Javier Milei era un engranaje de una operación, un promotor ingenuo e inútil, o sencillamente otro político corrupto. Como buen primer golpe, solo hubo tarjeta amarilla, pero el gobierno debió notificarse de la pérdida de su inocencia.

Luego vino el caso de las comisiones de Karina. La “hermana del presidente”, investida de un aura mística en el relato fundacional del mileísmo, apareció como eje de una red de contratos irregulares y asesorías sin registro público. La estructura que había nacido para destruir la “casta” se convertía en una casta religiosa-empresarial, administradora de fe, poder y dinero.

La figura de Karina Milei, que representaba en el imaginario libertario la pureza original del proyecto —la guardiana del templo—, quedó asociada a un sistema de recaudación y control político típico del viejo Estado clientelar.

Con Libra y Karina se fracturó la moral del relato. Los pilares de la estabilidad habían quedado trizados. Era cosa de esperar. Y no fue mucho.

El mileísmo dejó de ser un movimiento de purificación energética del mercado para convertirse en una organización de administración de creencias. El mercado ya no era el lugar de la verdad, ni el mecanismo para un mejor vivir, ni la solución a la locura económica precedente; ahora el mercado era el nuevo santuario, era la fuerza del cielo.

Espert y la fractura doctrinaria

El caso Espert marca un punto de inflexión en la crisis del mileísmo, no solo por la dimensión judicial, sino por su valor simbólico. José Luis Espert, ministro y exreferente liberal, fue imputado por lavado de dinero y coimas tras revelarse una transferencia de USD 200.000 proveniente de cuentas vinculadas al empresario Fred Machado —investigado por narcotráfico y blanqueo—, además de la existencia de contratos millonarios hallados en allanamientos y una serie de viajes realizados en aeronaves privadas del mismo empresario. La defensa de Espert alegó desconocimiento, pero los indicios acumulados terminaron por configurar el caso como un escándalo político de gran magnitud.

Sin embargo, el impacto más importante no está en la acusación penal, sino en su dimensión estructural. Espert no representaba el corazón doctrinario del mileísmo —pues su liberalismo clásico lo distanciaba de la radicalidad anarcocapitalista—, sino su pretensión tecnocrática. Era la cara racional, el aval científico del proyecto; su presencia en el gabinete otorgaba a Milei una pátina de competencia técnica y continuidad institucional.

Por eso, su caída no destruye la base dogmática del mileísmo, sino su pretensión de racionalidad. Es la tecnocracia, no la fe, la que se desmorona.

En El fenómeno Milei planteé que el liberalismo contemporáneo funciona como una técnica sin objeto, un conjunto de instrumentos que prescinden de un sentido social o moral. La caída de Espert confirma esa tesis: la técnica liberal argentina, privada de sentido, termina absorbiendo las formas que pretendía combatir. La corrupción de Espert no contradice al mileísmo: lo completa. Es la demostración empírica de que el liberalismo sin ética se vuelve, inevitablemente, casta.

La relación entre Milei y Espert se rompe no por diferencias doctrinarias, sino por la revelación de que ambos ocupan el mismo lugar simbólico: el tecnócrata devenido sacerdote. Milei predica la pureza del sacrificio; Espert administraba la pureza del método. Pero en ambos casos, la política deja de ser práctica y se convierte en liturgia. Uno convierte la fe en política; el otro convierte la técnica en fe. Mediante el sacerdocio el proyecto de Milei pasa a estar en fase defensiva.

Por eso, el caso Espert no es un accidente dentro del mileísmo, sino su espejo.

El ministro acusado de coimas es el retrato exacto del Estado que Milei decía venir a destruir: un Estado que predica eficiencia mientras oculta su propio rito de corrupción. La tecnocracia liberal, que pretendía representar la verdad científica frente al dogma progresista, termina revelando que su ciencia no era sino otro dogma, uno sostenido en la creencia metafísica de que el mercado purifica a sus fieles (“No solo somos superiores en lo productivo, no solo hemos sacado a millones de la pobreza, no solo somos superiores moralmente… somos superiores estéticamente.”)

El liberalismo argentino, al fracasar como ciencia, se convierte en religión. Y el caso Espert no es su negación, sino su sacramento inaugural.

La religión de estadio

El punto culminante de esta deriva simbólica ocurrió en el recital del 8 de octubre de 2025. Un estadio lleno para un presidente showman. Javier Milei, con un país en crisis económica, se subió al escenario para cantar desde Panic Show hasta cantos rituales judaicos. No solo fue un gesto de distracción (que sí), no solo fue su frecuente locura (que sí), no solo fue un coqueteo con el final del proyecto (que sí); sino que además fue una ceremonia teológica.

El presidente volvió al acto inaugural del mito —la canción que lo fundó— para reinterpretarla en clave sacrificial. Si en 2021 ese tema era una afirmación de identidad (“soy el león”), en 2025 se convirtió en una confesión de sufrimiento (“sigo rugiendo aunque todo arda”).

La música reemplazó al discurso económico. La palabra perdió valor referencial y se transformó en rito de supervivencia colectiva. El público no pedía soluciones, pedía comunión, pero no para encontrarse, sino para evadirse en el show. Lo que la economía no podía entregar, la liturgia lo suplía.

El recital fue la consagración del nuevo régimen: una religión del fracaso. En esa liturgia, la crisis no se niega ni se combate; se celebra como prueba de fe. La escasez y el dolor adquieren valor moral.

La política, que en el Milei original era energía de destrucción, se convierte ahora en energía de contención o incluso en energía de distracción, una energía capaz de otorgar la administración emocional a una comunidad herida o, más probablemente, al corazón herido de ese niño envejecido que es el presidente Milei. Todo un país está a cargo de salvar al presidente de sus fantasmas. Ningún pueblo, nunca, había sido tan solidario, tan cariñoso, con un niño-adulto herido por sus padres.

He ahí el hombre, el sacrificio frente a todos, transmitido por la tele, he ahí el niño economista al que no le basta la presidencia, pues necesita una religión y un estadio, o una religión de estadio, para poder levantarse cada día.

El giro religioso como giro antropológico

El tránsito del mileísmo hacia la forma religiosa no es solo una mutación política; es un giro antropológico. Lo que se transforma es la estructura de vinculación entre individuo y totalidad. En el liberalismo, el individuo se legitima por el éxito; en la religión, por la fe. Cuando el éxito se vuelve imposible, la única vía de salvación es la conversión moral.

Este giro es paralelo al que, desde el otro extremo ideológico, definió al wokismo. Tanto en la izquierda posmoderna como en la derecha ultraliberal, la política se ha convertido en identidad performativa, en experiencia de salvación. Son gobiernos con alma de oposición, no desean rendir cuentas, sino denunciar a otro.

El wokismo construyó un sujeto redentor a partir del trauma y la cancelación; el mileísmo construye un sujeto traumatizado que espera el apocalipsis como venganza. Ambos comparten la misma forma antropológica: el reemplazo de la racionalidad instrumental por la pertenencia moral y por un deseo que recorre las más oscuras avenidas de la mente.

Así, el liberalismo argentino, que nació como crítica al sentimentalismo progresista, termina produciendo su espejo: una comunidad identitaria fundada en la pureza, la exclusión y la emocionalidad. La derecha se vuelve religión de la libertad del mismo modo que la izquierda se volvió religión de la justicia. Y en ambos casos, la política se disuelve en teología (barata).

La disolución del tecnócrata

El elemento tecnocrático del mileísmo —la economía como ciencia exacta del éxito— se revela hoy como una petición de principio: una fe disfrazada de método.

El liberalismo libertario argentino nunca fue una ciencia de predicción. Su lenguaje de “curvas”, “déficits” y “mercados” funcionó como parábola moderna, como un vocabulario racional para un propósito místico.

La tecnocracia liberal no fracasa por error empírico, sino porque su verdad depende del milagro. Y cuando el milagro no ocurre —cuando el mercado no se equilibra, cuando el dólar no baja, cuando el FMI impone condiciones— el tecnócrata se revela como sacerdote.

La racionalidad económica se transforma en retórica moral; la matemática, en catecismo. Lo que queda, entonces, es una política identitaria que usa los instrumentos de la técnica como objetos sagrados: el déficit cero, la tasa de interés, la independencia del Banco Central. No son ya políticas; son reliquias, huesitos de santos, objetos para la superstición. Su función no es producir bienestar, sino demostrar un camino de pureza que te otorgue un premio celestial.

El fenómeno Milei, visto desde su ocaso, permite comprender un momento histórico más amplio: el pasaje del capitalismo político al capitalismo religioso. Cuando la economía deja de ser predictiva, deviene mística. Cuando el futuro deja de ser creíble, se reemplaza por la fe. La Argentina de octubre de 2025 vive exactamente ese momento.

El gobierno, atrapado entre el FMI, la recesión y la pérdida de legitimidad, ha convertido la crisis en un lenguaje de salvación. El pueblo, exhausto, asiste al espectáculo del presidente-profeta que canta sobre su propio derrumbe. Y la derecha, que pretendía expulsar a la política de la esfera de las emociones, ha terminado reducida a un sistema emocional absoluto. La equivalencia estructural entre wokismo y mileísmo revela una verdad antropológica: cuando las sociedades pierden sentido, todas las ideologías se vuelven religiones.

Javier Milei: el niño de cristal

El Milei que hoy gobierna Argentina es, ante todo, un niño de cristal.
Un niño quebrado, resplandeciente y frágil, que camina sobre los fragmentos de su propio pasado. Un niño que aprendió que la única forma de no romperse del todo era hacerse transparente, exhibir la herida, transformarla en espectáculo. Por eso su liderazgo no nace de la autoridad, sino de la vulnerabilidad performativa.

Escuchamos su voz desgarrada, su llanto en televisión, su amor absoluto por su hermana, su invocación constante al abandono, sus confusiones, las voces que atormentan, su perro, su otro perro que es el mismo vivo (o muerto).

La política de Milei es la política del niño que todavía está esperando que alguien venga a consolarlo. Es el niño de Proust esperando el beso de mamá para dormir. Pero la mamá no llegó nunca. Ni un a sola noche. Y como nadie lo consoló, decidió convertir al Estado en su madre, al pueblo en su abrazo y a la libertad en su religión.

La biografía se volvió ideología.

La herida se transformó en teología pública.

El país entero se convirtió en el escenario de su reparación imposible.
Karina, la hermana, no es solo su asesora, no es solo su Moisés. Karina es la guardiana del trauma, la figura maternal que reemplaza a la madre ausente y administra la distancia entre el dolor y la caída. Su rol no es político, sino litúrgico. Karina es quien sostiene la fe del profeta. Es quien se interpone entre el niño y el mundo para que el cristal no se quiebre del todo.

Esa relación de dependencia estructural ha sido proyectada sobre el Estado argentino: un gobierno que no gobierna, sino que pide contención, fidelidad, cuidado. El país entero convertido en un dispositivo emocional para sostener a su líder. Milei, el hombre que prometía romperlo todo, en realidad solo quiere no romperse a sí mismo. La motosierra no es una herramienta de destrucción: es una prótesis emocional. El rugido del león no es un gesto de poder, sino su grito de dolor amplificado. El niño de cristal aprendió que, si grita lo bastante fuerte, nadie notará que está temblando.

Su proyecto político se construye entonces sobre una ecuación perversa: transformar el trauma en doctrina. Cada decisión gubernamental responde a un patrón afectivo, no racional. Donde un tecnócrata ve déficit, él ve humillación; donde un economista observa inflación, él percibe abandono. El ajuste no es una política económica, es una visita al psicólogo. El sacrificio colectivo redime su historia personal. Así, la economía argentina se ha vuelto una psicoterapia de masas, en la que todo un pueblo debe sufrir para que su líder sane.

De allí deriva la intensidad emocional del mileísmo, su carácter identitario y su teatralidad mística. El pueblo se reúne no para escuchar un programa, sino para salvar un niño envejecido y disruptivo al que todos necesitamos salvar para volver a tener fe. El estadio se convierte en templo, el concierto en misa, la consigna en mantra.

El país entero actúa a sabiendas que su líder no es un presidente, sino un niño que todavía tiembla en su habitación vacía. En este sentido, la política argentina ha alcanzado una forma antropológica inédita: el Estado terapéutico del trauma presidencial. El primer presidente que es elegido para ser salvado por su pueblo.

¿Quién iba a decirlo? Los argentinos se sienten culpables y exorcizan su reconocimiento de sus faltas cuidando a su niño más extraño, el niño adulto con forma de economista, político, cantante y showman.

El liberalismo, que debía ser racionalidad pura, se ha vuelto una máquina de cuidado. El pueblo, que debía emanciparse, se convierte en cuidador. Y el gobernante, que debía ser el ejecutor de la ley, se transforma en el paciente nacional.

El niño de cristal sostiene su poder con la misma fragilidad con la que sostiene su identidad. Su fuerza es su transparencia: el país ve sus lágrimas, su furia, sus oraciones, su ternura con los perros muertos, su devoción por la hermana, su fe mesiánica. Ese exceso de sinceridad se confunde con autenticidad, pero en realidad es una estética del dolor: la puesta en escena del alma herida que exige reparación universal.

Pero toda estructura emocional de poder es inestable. La energía del niño de cristal se alimenta de su propio temblor. Cada victoria lo debilita, cada derrota lo confirma. El fracaso es su territorio natural. Solo en el sufrimiento Milei es auténtico. El mileísmo ha dejado de ser una ideología política. Es una antropología del daño, una religión civil que adora la herida y llama “libertad” a la imposibilidad de curarse. El niño de cristal ha convertido a la Argentina en su terapia y a la política en su altar. No vino a sanar al país: vino a que el país lo sane a él.

Y, trágicamente, millones de argentinos han aceptado el papel de sanadores de su líder.

Así termina esta historia: con un país exhausto que carga en sus brazos ya no solo a los corruptos, sino al niño herido cuya locura debe sanarse gracias al poder. ¿Es eso posible? Obviamente no. No, no está aquí el hombre, sino el niño. Un niño que convirtió la economía en plegaria y la nación en orfanato. Un niño de cristal, tristemente fascinante, que tiembla cada día y que, en su camino, hace temblar a todos.

Sí, Javier Milei es lo contrario del peronismo. Javier Milei no dice “no llores por mí Argentina”. Por el contrario, su camino implora lo contrario, con la motosierra entre sus brazos camina y se escucha su súplica en el estadio del triste frenesí: “llora por mí Argentina, por favor”.
- Alberto Mayol