CONTEXTO | Sebastian Cisternas | Agencia Aton

Cuando el miedo gana elecciones

26 septiembre 2025 | 16:54

La política democrática debería responder a los miedos con propuestas proporcionales, con diagnósticos responsables, con sensatez hacia las emociones ciudadanas. Sin embargo, se ha vuelto frecuente que se opte por el atajo más efectivo: explotar el miedo para sacar ventaja electoral.

Vivimos tiempos en que el miedo ha dejado de ser una emoción pasajera para convertirse en motor estructural de la política. No hablo solo del miedo como experiencia individual, legítima o angustiante, sino del miedo como estrategia colectiva, como herramienta electoral, como estímulo fabricado, dosificado y amplificado en discursos, eslóganes, noticias, cadenas de redes sociales y frases de campaña.

En cada elección reciente, tanto en Chile como en otras partes del mundo, los miedos deciden votos. Se teme al delincuente, al inmigrante, al comunista, al fascista, a los narcos, a las disidencias, al empresariado, a la izquierda, a la ultraderecha, al aborto, a la impunidad, al Estado, al mercado, a los desconocidos en la calle. La política se ha vuelto un campo de batalla simbólico donde la razón se suspende, y el miedo ocupa el lugar del argumento.

Basta escuchar cualquier llamado electoral. Se usan frases como “no al fascismo”, “delincuencia desbordada”, “Chile se nos va”, “Chile se cae a pedazos”. En síntesis, si ganan ellos, el mundo se viene abajo. El lenguaje político no informa: intimida, simplifica, endurece.

En esta danza de los temores, nadie queda fuera. Desde los sectores conservadores, se agita el fantasma del castrochavismo, del comunismo encubierto, del caos inmigrante. En el otro extremo, se alerta del fascismo, del neoliberalismo autoritario, del retorno de la dictadura. Si la candidata Jeannette Jara tiene pasado comunista, entonces nos convertiremos en Venezuela. Si gana Kast, volverá la sombra de Pinochet.

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En la actual carrera presidencial, ha bastado con que Jeannette Jara se negara a revocar su militancia comunista para que ciertos sectores activaran el viejo reflejo del anticomunismo irracional, ese que identifica cualquier alusión al Estado social con presos políticos, escasez, Cuba o Corea del Norte.

Se repiten los clichés de siempre en torno a expropiaciones masivas. Ninguna de esas afirmaciones resiste un análisis serio ni corresponde al programa real de Jara, pero eso da igual. Lo que importa es el poder del miedo histórico –asociado a la Guerra Fría, a la polarización del siglo XX, a las caricaturas– para desfigurar cualquier debate actual.

Del otro lado, José Antonio Kast es presentado –a veces con argumentos, muchas veces con alarmismo– como la encarnación del fascismo moderno, un peligro autoritario que amenaza derechos civiles y retrocede en libertades.

Se le compara con Milei o Trump, y se alimenta la idea de un Chile distópico donde se criminalizará la disidencia, se perseguirá a las minorías y se jibarizará el Estado. Sin matices, sin distinguir entre posturas conservadoras y un régimen totalitario, se lanza la palabra fascismo como una granada verbal que todo lo simplifica.

Instrumentalización del miedo

Es legítimo –y necesario– alertar sobre los riesgos que implican ciertas propuestas provenientes tanto de la izquierda extrema como de la derecha extrema, especialmente cuando suponen restricciones a libertades fundamentales (entre las cuales aquellas económicas), retrocesos en derechos sociales o discursos que fomentan la exclusión.

Pero no se debe olvidar que todo eventual gobierno será ejercido en el marco de una sólida democracia constitucional que –con todas sus limitaciones– ha resistido ya dos embates radicalizados en menos de un quinquenio. El primero desde el estallido social con su potencial antisistema, y el segundo desde la reacción conservadora con sus pulsiones de integrismo conservador.

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Ambos temores, aunque partan de hechos discutibles, funcionan como espejos invertidos: uno teme al pasado revolucionario que nunca fue, otro a una dictadura que tampoco será. Pero en ambos casos, se construye un adversario moral, se le demoniza y se borra el espacio informado y racional.

Cabe preguntarse si todos esos miedos son infundados. No, hay miedos reales. Es legítimo temer ser víctima de un delito, ver desbordada una escuela pública por falta de recursos o desconfiar de ideologías autoritarias que en el pasado causaron dolor. El problema no es la existencia del miedo, sino su instrumentalización política sin racionalidad ni matices.

La política democrática debería responder a los miedos con propuestas proporcionales, con diagnósticos responsables, con sensatez hacia las emociones ciudadanas. Sin embargo, se ha vuelto frecuente que se opte por el atajo más efectivo: explotar el miedo para sacar ventaja electoral.

Así surgen medidas desproporcionadas: pena de muerte para delitos ya cubiertos por penas perpetuas, instalación de minas antipersonales en las fronteras, proyectos de cárceles flotantes o encierro a adolescentes sin derecho a defensa real. En muchos casos, no hay análisis de eficacia ni respeto a los tratados internacionales, solo hay cálculo electoral. Esto da votos.

¿Qué pasa con la ciudadanía?

¿Qué pasa con la ciudadanía? ¿Cómo opera el miedo en su conducta política? Partamos diciendo que el miedo nos hace menos libres, en política y en otras decisiones de la vida.

Desde las ciencias sociales se ha estudiado cómo, ante entornos de incertidumbre o amenaza percibida, los votantes tienden a optar por líderes autoritarios, soluciones simplistas y discursos de orden. No importa si esos discursos son viables o éticamente cuestionables: lo crucial es que prometan protección. El votante asustado prefiere seguridad antes que libertad, castigo antes que prevención, muros antes que puentes.

El miedo funciona así como una tecnología de poder; desmoviliza, reduce el debate, justifica lo inaceptable. Y mientras tanto, crecen las empresas de seguridad privada, los negocios de armas, los medios sensacionalistas y los candidatos con lenguaje de sheriff.

No se trata de negar los miedos reales, sino de desactivar su manipulación. Una democracia madura no se construye sobre el pánico, sino sobre la deliberación informada. Requiere que los medios de comunicación actúen con responsabilidad, que los líderes políticos no caigan en la tentación de explotar lo peor de la psique colectiva, y que la ciudadanía recupere su capacidad crítica, incluso frente a sus propios temores.

Pero tampoco basta con exhortaciones buenistas en el aire. El camino para salir de esta espiral del miedo no es fácil, pero sí posible; pasa por reconstruir confianzas sociales desde abajo –en la escuela, en el barrio, en el trabajo–, por una educación cívica renovada que enseñe a pensar y no solo a temer, y por una política cultural que recupere el valor de la palabra y la memoria.

No es posible eliminar el miedo (eso sería ilusorio), sino de darle contexto y cauce democrático, evitando que se convierta en el combustible de la intolerancia o el autoritarismo. O derechamente, de la tontera masificada.

La pregunta conclusiva es inquietante: si todo voto nace del miedo, ¿a qué futuro nos estamos condenando?