Felipe Grantin I Agencia Uno

Tortura bajo las luces del estadio: la ausencia estatal en Avellaneda

22 agosto 2025 | 10:00

Reducir lo ocurrido a una “riña de barras” es desconocer que el Estado falló en garantizar derechos básicos.

El partido entre Independiente y Universidad de Chile en Avellaneda terminó convertido en una escena de violencia colectiva que desbordó cualquier marco deportivo. Lo que debía ser un encuentro internacional se transformó en una batalla campal: hinchas chilenos golpeados, despojados de su ropa, obligados a pedir disculpas bajo amenaza, un joven en estado crítico tras caer desde altura y familias atrapadas sin salida.

No fue un incidente fortuito, sino la consecuencia de fallas previsibles en la organización y de una ausencia estatal que dejó a miles de personas a merced de grupos violentos.

La policía provincial se limitó a desempeñar un rol periférico y, cuando la violencia estalló, los hinchas quedaron atrapados en tribunas cerradas. El resultado fue que, durante un lapso importante, la agresión se desarrolló sin que hubiera autoridad capaz de detenerla. Tras los hechos, cada actor buscó excusas. Incluso el ministro de Seguridad bonaerense habló de protocolos incumplidos, pero hasta ahora la discusión no se ha centrado en el núcleo de la responsabilidad, que es el deber del Estado de proteger a quienes ingresan a un recinto bajo su jurisdicción.

Tortura en Avellaneda

El derecho internacional no deja espacio para ambigüedades. La Convención contra la Tortura establece que también puede configurarse tortura cuando el Estado tolera o consiente que particulares inflijan sufrimientos graves.

En Avellaneda, todas las condiciones están presentes: violencia intencional, propósito castigador, daños físicos y psicológicos severos, humillación pública de un riesgo anunciado que las autoridades no previnieron. Reducir lo ocurrido a una “riña de barras” es desconocer que el Estado falló en garantizar derechos básicos.

Este episodio plantea un problema mayor: hasta qué punto resulta razonable que los organizadores de espectáculos deportivos puedan influir de forma decisiva en las condiciones de la seguridad pública. No se puede olvidar nunca la obligación de resguardar la integridad de miles de personas.

Avellaneda no es un hecho aislado

América Latina acumula episodios donde la violencia en los estadios pone en riesgo la vida y la dignidad de los asistentes, mientras los Estados se escudan en que son “excesos cometidos por particulares”. No obstante, cada caso erosiona la credibilidad de los compromisos internacionales que proclaman la prohibición absoluta de la tortura.

En esa noche no solo se interrumpió un encuentro deportivo: se quebró una de las garantías mínimas que debe sostener cualquier Estado de derecho, la certeza de que nadie será sometido a sufrimiento intencional bajo la mirada pasiva de la autoridad. Lo que está en juego no es únicamente la condena social a sectores que puedan justificar la violencia, sino la pregunta más inquietante: si resulta admisible que quienes ejercen el poder público crean tener la facultad de ceder, aunque sea por un instante, ante el deber absoluto de proteger a las personas frente a la brutalidad.