La última arista del caso Procultura no debiera tomarse a la ligera o como una filtración más. La escucha telefónica judicialmente autorizada al teléfono de Josefina Huneeus, donde se registró una conversación con Gabriel Boric, no solo interpela al sistema judicial, sino que levanta una alerta roja sobre la fragilidad de inviolabilidad de las comunicaciones privadas, que afecta incluso a la seguridad nacional.
El celo investigativo de un fiscal tiene límites
Es comprensible que en el marco de una investigación compleja se desplieguen herramientas invasivas, pero esas herramientas deben respetar el marco constitucional, los derechos fundamentales y —sobre todo— la institucionalidad de la República.
No se trata de quién es el presidente, sino de lo que representa, nada más ni nada menos que la cabeza del Estado. Si se puede escuchar, grabar y eventualmente filtrar una conversación del primer mandatario con la facilidad con la que ha ocurrido en este caso, entonces tenemos una falla estructural muy peligrosa.
Es cierto que no se pinchó directamente el teléfono del presidente, sino el de su interlocutora, más allá de lo discutible de la pertinencia de aquello, si en una conversación aparece evidentemente el jefe de Estado, el sistema debiera activarse con un doble resguardo, no solo por la investidura presidencial, sino por la posibilidad de que en ese diálogo se traten materias sensibles para la defensa, la seguridad o la política exterior.
Protocolos más estrictos
En Estados Unidos, por ejemplo, el presidente tiene canales de comunicación encriptados y protegidos por ley. En varios países de Europa el último tiempo han surgido filtraciones delicadas a altas autoridades que han obligado a establecer protocolos de resguardo más estrictos.
En Chile, no existe una ley particular para la privacidad de las comunicaciones presidenciales, pero esa carencia no puede convertirse en una puerta abierta para vulnerar el corazón mismo del Estado. El camino no es necesariamente una ley, sino establecer protocolos más estrictos para estos casos ya que nuestra institucionalidad ya ha sido vulnerada por agentes externos anteriormente y el crimen organizado asecha.
Por otra parte, el precedente institucional que esto sienta y la remoción del fiscal Cooper de la causa tampoco es un tema menor. El fallo de la Corte de Apelaciones de Antofagasta es demoledor mostrando la ilegalidad de la diligencia solicitada y aprobada por una jueza, lo que constituye doble falta institucional.
Quienes alzan la voz por la remoción del fiscal aduciendo presiones políticas, pueden tener legítimas aprehensiones, pero si a un fiscal que lleva causas políticamente sensibles se le filtran constantemente pruebas de carpetas reservadas del caso, ¿es conveniente para el buen resguardo del proceso que siga llevando dichas causas? No hay una sola respuesta a aquello, pero de que hay elementos que fundamenten su remoción, los hay de sobra.
La filtración como herramienta de presión y poder
En cualquier caso, esto no se agota en una persona. ¿Dónde está la responsabilidad de la PDI? ¿Qué rol tuvo el Poder Judicial? Hay al menos tres eslabones desde donde pudo haberse filtrado la información y nadie parece hacerse cargo.
He aquí otro eje del problema: la lógica de la filtración como herramienta de presión y poder. Hace tiempo escuchábamos “si no hay justicia, hay funa”; hoy se torna en “si no hay justicia, hay filtración”. El problema es que eso deja la balanza inclinada antes de que se dicte sentencia. Se instala una verdad parcial, filtrada, manipulada, que condiciona no solo a la opinión pública, sino también —y más grave aún— al sistema judicial.
El debido proceso queda en entredicho cuando se conoce más por la prensa que por los tribunales.
No se trata aquí de impunidad, como se ha dicho majaderamente, nadie está por sobre la ley, y eso incluye al presidente. Pero también es cierto que la institucionalidad no se puede exponer de esta manera.