Ética y transparencia de BioBioChile
Esta semana, el comentario se refiere a la elección de 1927, que llevó a La Moneda al coronel Carlos Ibáñez del Campo, líder de la revolución de la oficialidad joven en 1924. Las elecciones no se desarrollaron de manera normal, considerando que Emiliano Figueroa debería haber extendido su mandato hasta 1931, pero renunció cuatro años antes, a partir de una serie de problemas que afectaron a su gobierno y también de la consolidación e Carlos Ibáñez como la figura fundamental de la política nacional, incluso sobre el gobernante y los ministros del Interior. En la práctica, las elecciones debían consolidar lo que la realidad mostraba, y eso fue precisamente lo que pasó: Ibáñez llegó a La Moneda. El apoyo hacia el uniformado provenía de los más diversos sectores profesionales y sociales, en una cruda y clara constatación de la realidad. El contexto histórico e internacional también era favorable, considerando la demanda por gobiernos fuertes (como mostraban la realidad de Italia o España, por ejemplo). A eso podemos añadir el cambio en la concepción de Estado, cada vez más influyente y creciente, con presencia en las actividades económicas y también en la lucha frente a ciertos problemas sociales. Con la llegada de Carlos Ibáñez lograron llegar al poder los dos grandes caudillos de la política chilena de aquellos años: Arturo Alessandri y el propio Ibáñez. No se puede decir que las elecciones de 1927 fueran estrictamente democráticas, considerando la falta de libertad de prensa y la ausencia de alternativas. Pese de ello, es claro que había una primacía y liderazgo de Ibáñez, y al respecto los comicios de ese año solo vinieron a reconocer una realidad que preexistía: Ibáñez como cabeza y encarnación del gobierno fuerte.