La conversión de San Agustín

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Hay figuras en la historia del pensamiento occidental que logran representar ciertos momentos culminantes, sea por su inteligencia o influencia, por el lugar o tiempo en que les correspondió desarrollarse, o bien porque sus ideas trascendieron su tiempo histórico y llegan incluso hasta hoy, como verdaderos clásicos. Quizá uno de los más notables es Agustín de Hipona, más conocido como San Agustín. Vale la pena recordarlo en estos días, considerando que cada 28 de agosto la Iglesia Católica lo recuerda y celebra en el santoral.

Ahí hay santos para todos los gustos: hombres y mujeres, personas de origen modesto y otros más encumbrados socialmente, en medio del mundo o en permanente retiro, más ascéticos o más activos (si puede hacerse esta distinción), intelectuales y prácticos, fundadores de instituciones, hombres que conocieron a Jesús, europeos, africanos, americanos, asiáticos. Personas de hace siglos y del siglo XXI. Cada uno verá, pero pienso que los santos conversos tienen una gracia especial, como Saulo cayendo del caballo o Newman con sus dudas y su búsqueda de claridad.

Así también había sido San Agustín (nacido el 13 de noviembre de 354 y que falleció el 28 de agosto de 430), un santo notable que vivió en la última etapa del Imperio Romano: de vida errática y disoluta en sus primeros años, su conversión es fruto del esfuerzo y oraciones de su madre, Santa Mónica, así como de la obra de San Ambrosio de Milán. Pero también de su continua y perseverante búsqueda, narrada de manera magistral en Las Confesiones (Madrid, BAC, 1991), 602 páginas, sin duda una obra para todos los tiempos. Ahí cuenta sus historias personales, su deambular intelectual y sus carencias espirituales, en una obra que ha sido leída con interés por creyentes y no creyentes.

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Hay figuras en la historia del pensamiento occidental que logran representar ciertos momentos culminantes, sea por su inteligencia o influencia, por el lugar o tiempo en que les correspondió desarrollarse, o bien porque sus ideas trascendieron su tiempo histórico y llegan incluso hasta hoy, como verdaderos clásicos. Quizá uno de los más notables es Agustín de Hipona, más conocido como San Agustín. Vale la pena recordarlo en estos días, considerando que cada 28 de agosto la Iglesia Católica lo recuerda y celebra en el santoral.

Ahí hay santos para todos los gustos: hombres y mujeres, personas de origen modesto y otros más encumbrados socialmente, en medio del mundo o en permanente retiro, más ascéticos o más activos (si puede hacerse esta distinción), intelectuales y prácticos, fundadores de instituciones, hombres que conocieron a Jesús, europeos, africanos, americanos, asiáticos. Personas de hace siglos y del siglo XXI. Cada uno verá, pero pienso que los santos conversos tienen una gracia especial, como Saulo cayendo del caballo o Newman con sus dudas y su búsqueda de claridad.

Así también había sido San Agustín (nacido el 13 de noviembre de 354 y que falleció el 28 de agosto de 430), un santo notable que vivió en la última etapa del Imperio Romano: de vida errática y disoluta en sus primeros años, su conversión es fruto del esfuerzo y oraciones de su madre, Santa Mónica, así como de la obra de San Ambrosio de Milán. Pero también de su continua y perseverante búsqueda, narrada de manera magistral en Las Confesiones (Madrid, BAC, 1991), 602 páginas, sin duda una obra para todos los tiempos. Ahí cuenta sus historias personales, su deambular intelectual y sus carencias espirituales, en una obra que ha sido leída con interés por creyentes y no creyentes.