“Yo vengo a ganar”, afirmó José Velásquez en el pesaje previo a su pelea en Brasil por el título latinoamericano categoría supergallo de la Organización Mundial de Boxeo (OMB). Todos los que están en la sala se largaron a reír, le decían a él y a su entrenador que estaban locos.

Él venía para que Paulinho Soares, ex boxeador olímpico e invicto en sus ocho peleas como profesional, se luciera ante su gente. Velásquez grabó esas risas en su mente y no se dejó perturbar. Sus ojos serenos no pestañearon cuando tuvo enfrente a su rival y posó con confianza para los gráficos, exhibiendo un cuerpo cincelado por largas horas de trabajo. “Nadie pensaba que yo iba a ganar”, contó en conversación con BioBioChile.

Velásquez llegó a Brasil desde Quellón, en el extremo sur de Chiloé, la tierra que endureció sus puños y le enseñó que la sobrevivencia es dura. Nació en una familia humilde de cuatro hermanos. Vivían cerca del astillero y lo que más recuerda de su infancia era que le gustaba pelear. Sentir el vértigo de la refriega, la rabia de un golpe encajado que exige revancha y la euforia de un puñete que detona en el rostro adversario. Luchaba por instinto, nada de rigor ni técnica, en juego estaba su honor infantil. Una época que asegura fue muy divertida y que le dejó el apodo que lo acompañará toda la vida: “Pancora”.

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Tenía siete años y estaba en la cancha de fútbol con sus amigos. Su mamá, Eleonora Cárdenas, le ordenó con un grito que se entrara a la casa y, como no hizo caso, lo salió persiguiendo a viva voz. A Eleonora, por su rostro de tintes rojizos, le decían “Pancora”, como los crustáceos. “Yo enojado le grité: ‘Déjame tranquilo, ‘Pancora’. Esa tarde no me salvé de la paliza de mi madre ni del apodo”, expresa el boxeador.

Al poco tiempo su espíritu de lucha se encausaría en el deporte de los puños. “Conocí un amigo en el colegio y me llevó al boxeo. Me llevó a un pequeño gimnasio, que era muy humilde. O sea, no era un gimnasio, era una pequeña pieza, había sacos, algunas cosas y yo sentí que era mi nueva casa. Cuando entré a esa pieza sentí que iba a ser mi vida y una forma de surgir. Es difícil de explicar lo que sentí. Me imaginaba siendo campeón, logrando grandes cosas”, relata.

Pasaba horas parado frente el saco puliendo sus golpes, tardes enteras saltando la cuerda para mejorar la coordinación, trabajando su musculatura con seguidillas de intensas series de abdominales o de flexiones de brazo. Su vida transcurría en esa pieza que se convirtió en su micro mundo, en un refugio. La ciudad, fría y con mucha lluvia, no tenía mucho más que ofrecerle a un adolescente pobre como él. “Siempre estaba peleando. Era una forma de salir de todo lo malo. El boxeo siempre estuvo al lado mío”, explica Velásquez.

Su escalada fue a ritmo trepidante. Las medallas se apelotonaban en su cuello. Acumuló 66 peleas y tres títulos en el amateurismo. Todos en la isla de Chiloé empezaron a oír de ese joven de 159 centímetros que siempre iba al frente y tenía una pegada granítica. Todo lo que se proponía lo lograba. Pero, casi sin darse cuenta, su progresión se detuvo y se fue adentrando en un oscuro despeñadero.

“En ese tiempo yo representaba a Castro. Las veces que no estaba en Castro, estaba en Quellón y tenía malas juntas. Peleaba, salía campeón y después quería puro venir a compartir con los amigos. No llevaba cien por ciento el deporte. De repente quedaba seleccionado para representar a Chile en campeonatos en el extranjero y nunca tomé la decisión de irme, por los amigos”, comenta el fajador. El “Pancora” se sabía bueno, entrenando poco le alcanzaba para imponerse, nunca le faltaban ofertas para subirse al ring e incluso lo tentaban para hacerse profesional.

A sus 21 años una imagen lo remeció. Por televisión vio a sus compañeros, los mismos con los que había compartido nómina varias veces, peleando por la selección chilena, dando entrevistas, viviendo el sueño que él tanto había deseado en sus buenos tiempos. “Ahí me di cuenta de todo lo que me perdí, de que desaproveché muchas oportunidades”.

Velásquez, con esa idea como acicate, se hizo profesional. Con muchas ganas y pocas horas de preparación en el cuerpo, se subió al ensogado para batirse ante Juan Oyarzún, que ya tenía tres peleas en su foja. En el Gimnasio Fiscal de Quellón logró sacar un empate en su debut.

José Luis Velásquez | Facebook
José Luis Velásquez | Facebook

Al poco andar tuvo un problema con su entrenador y se fue con otro. Uno de esos que abundan en el ambiente boxeril, cazadores de ojo clínico en búsqueda de jóvenes talentos con hambre y poco conocimiento de contratos y tecnicismos. Era un hombre conocido en la zona, un tipo que nunca peleó, pero que seducía con labia y promesas destellantes. El paso del tiempo desveló su cara. Apenas lo entrenaba y lo mandaba a medirse con los mejores en Santiago ante cualquier oferta.

“Ganaba 300 lucas por ir a Santiago a pelear un título con Miguel ‘Aguja’ González o con Liner Guamán. Me pedía el 35% de la bolsa. Imagínate con cuánto me quedaba. Llegaba con cinco días de entrenamiento. Además, me cobraba por cada entrenamiento y por usar los implementos. De forastero me iba más o menos no más, por la preparación y el tipo de persona que tenía al lado. Eso es aprovechamiento”, cuenta el púgil.

El Pancora se cansó y dijo basta. Él iba a labrar su propio camino y empezó a tocar puertas. Su hermano, Pedro Cárdenas, lo ayudaba a entrenar en la isla. “Él no fue boxeador, pero empezó a ayudarme en técnica, haciendo paragolpes. Me ha visto desde chico en el boxeo, sabe mucho y me ha ayudado harto, estoy muy agradecido de él”, dice. Hoy, José Velásquez también lleva las carreras de sus hermanos Ramón y Felipe, para que no pasen por lo que él vivió y padeció.

El legendario Cardenio Ulloa lo tomó y le sacó trote. Hoy es entrenado por Juan Carlos Alderete, ex campeón chileno conocido como el “Rocky” de Chiloé, un tipo duro curtido por los años de circo y que conoce el teje y maneje del boxeo. “A Juan Carlos le pasó lo mismo y él no es así conmigo. Él lo hace a cambio de nada. Él fue boxeador y un gran boxeador. Sabe lo que uno se sacrifica, sabe lo que duele entrenar, lo que es pasar hambre, lo que es hacer la dieta”, explica Velásquez.

Tras una ajustada segunda derrota ante el “Aguja” González en el Club México, Velásquez tomó la decisión de subir de súper mosca a la categoría gallo. Su estreno sería una pelea por el título vacante de Chile ante Juan Oyarzún, el mismo rival con el que había debutado profesionalmente. Ante su gente en Quellón, el “Pancora” no desaprovechó la oportunidad y tumbó a su rival con un derechazo al mentón. A Oyarzún aún le contaban hasta diez y Velásquez ya daba vueltas como desaforado por el ring. Era su primer título en el boxeo rentado.

A partir de ese triunfo, comenzó a aniquilar a sus rivales. No podía confiarse siempre de su resistente quijada, así que dejó de dar golpes tan abiertos y mejoró la defensa. Se impuso dos veces consecutivas a Claudio Aguilar y noqueó al campeón de Chile, Luis “Motorcito” Parra. Solo Robinson Ray Lavizaña, por el título de supergallo, le pudo cortar la racha en Osorno, en una pelea que el “Pancora” cree que le robaron. En Quellón fue la revancha y allí pudo vengarse. Salió vencedor en sus siguientes cinco peleas por knock out técnico, incluida aquella en que derrotó al argentino Sebastián “Chuky” Rodríguez y que le valió el título Fedebol de la Asociación Mundial de Boxeo (AMB).

Sin embargo, su buen rendimiento no es sinónimo de bonanza. Junto a María José, su señora y promotora, ordena las sillas alrededor del cuadrilátero un par de horas antes de las veladas que ellos mismos organizan en el Fiscal de Quellón, lejos de cualquier pirotecnia. Dicen que Dios está en todos lados, pero que atiende en Santiago. La batalla del “Pancora” también es contra el centralismo. Siendo de región todo cuesta más.

“Yo estuve entrenando en Santiago, si no me equivoco, hace un año atrás, por dos meses. Los chiquillos allá tienen todo. Tienen buenos gimnasios. Yo en mi preparación para ir a Brasil no use nunca un ring, trabajaba en el suelo, sin grandes equipos. Si vieran el gimnasio en el que entreno no lo creerían”, detalla.

Sale a correr a las cinco de la mañana, con lluvia, con ráfagas de viento filoso raspándole las mejillas y con barro cubriéndole las zapatillas. En la tarde va al gimnasio, muchas veces solo. Su entrenador vive en Castro, a 90 kilómetros, y le da instrucciones por teléfono o le manda mensajes.

Este año, a Velásquez lo contactaron desde España. Le ofrecían una pelea por una cantidad que difícilmente vería en Chile, una plata que sería un bálsamo para un atleta que se las arregla trabajando como gasfíter con su papá y como ayudante de carpintería. Cuando estaba todo arreglado, otro llamado lo haría cambiar de destino.

“Yo me estaba preparando para España y después salió la pelea de Brasil. Me pagaban más plata en Europa, el doble. Lo pensé, a uno le sirve mucho la plata, pero el cinturón era más importante para mí en este momento, más importante un logro que la plata”.

Afiche de pelea en Brasil
Afiche de pelea en Brasil

La pelea de su vida

El día de la pelea estaba en uno de los camarines del Club Atlético Juventus, en Sao Paulo, con otros siete boxeadores haciendo el calentamiento. Un amigo de Brasil le dijo que si la pelea se iba a las tarjetas el triunfo iba a ser de Soares. Nada que no supiera, estaba tranquilo. Pensaba en regresar con el cinturón. En su familia. En todo el sacrificio para llegar hasta ahí. En la parte trasera de su pantalón verde llevaba escrito con letras negras el nombre de la ciudad que lo forjó. Por los parlantes comenzó a sonar el himno de Chile.

Chocaron los guantes y el timbrazo de la campana se esparció por la arena. Los primeros rounds fueron de dominio alternado. Velásquez buscaba pelear en la corta distancia y Soares quería hacer prevalecer su mayor alcance y contragolpear. Ambos sintieron el poder del otro. A partir del cuarto asalto, el local empezó a usar el jab y a conectar golpe tras golpe. El “Pancora” seguía yendo por ímpetu y por coraje, aunque solo cortaba el aire. La debacle llegaría en el sexto episodio. Soares hizo gala de todo el repertorio: ganchos, cruzados y rectos de derecha que estiraban dramáticamente el cuello del quellonino.

Velásquez fue hacia su esquina restregándose los guantes en la cara. Se sentó y trató de recuperar la respiración. Un asistente le daba agua y su entrenador le secaba el sudor con una toalla. El combate lo estaba dominando cómodamente el local y él no podía parar de pensar en lo mal que estaba peleando. Le dijo a Alderete que sentía que se le estaba yendo la pelea, que no entendía nada. El entrenador, haciendo una mímica de lo que debía replicar en el ring, le dijo que estaba tirando combinaciones de solo dos golpes, que soltara una tercera mano. Una retahíla de imágenes invadió su cabeza. “Me acordé de mi pueblo, de mi familia, de mi mujer, de mi hijo José de tres meses“, rememora.

Al volver, Soares tomó las cosas donde las había dejado. Velásquez quedó acorralado en una esquina y su contrincante aportilló con todo su arsenal. No había forma de que pudiese seguir recibiendo tal castigo. Las cuerdas se mecían al ritmo del chileno, que intentaba esquivar esos golpes que caían con la velocidad de una bala. La caída parecía inminente. En su momento más difícil, Velásquez empezó a lanzar golpes sin parar, golpes que llevaban el peso de su orgullo, el peso de años de trabajo silencioso y poco retribuido. Si iba a perder que fuese de la mejor forma posible, dando cara, sin pedir cuartel y cayendo como un valiente.

Una izquierda mandó al brasileño a la lona y detuvo el bramido de una fanaticada que ya se sentía victoriosa. Nadie hubiese apostado por ese giro en el combate segundos atrás. Soares se paró rápido queriendo demostrar que el trallazo no había causado mella. Intentaba mantener el mismo semblante, levantaba los brazos como si no hubiese pasado nada. Sin embargo, su expresión no podía esconder la sorpresa, el miedo de tener enfrente vivo y rabioso a un hombre que creyó derrotado.

El árbitro reanudó la pelea y Velasquez se lanzó con todo. Ya era el mismo de siempre. Hambriento, impadioso. El brasileño quiso forzar el clinch y lo volvieron a mandar a la lona.

El “Pancora” estaba exultante. En su mejor momento, el juez vio un poco de sangre en su rostro y paró la pelea para que un médico lo revisara. Al comienzo del octavo asalto, se volvió a detener la refriega por un supuesto cabezazo del chileno. El sureño sentía que le querían cortar el ritmo con tanta interrupción, que lo querían perjudicar. Es el costo de pelear afuera.

No se le podía enfriar el cuerpo, así que se lanzó como un toro salvaje hacia su oponente. Derecha, izquierda, otra derecha, siempre apuntando a la cabeza. Alguno recibía de vuelta en su arremetida, pero seguía yendo al frente hasta que puso de rodillas a su rival. Soares se levantó a duras penas, lucía aturdido. Ya estaba al caer, faltaba apretar un poco más. El “Pancora” lo recibió de vuelta con un caudaloso torrente de puños. El brasileño ya tenía los abrazos abajo y las piernas le tambaleaban. Intentaba abrazar desesperadamente. Volvió a derrumbarse y el referí paró definitivamente la pelea.

Un hondo alarido se coló por los micrófonos de la televisión. El “Pancora” miró atrás para cerciorarse de que no estaba en un sueño, cerró los ojos, levantó los brazos y se dejó caer en el centro del ring. Su entrenador entró a abrazarlo blandiendo una bandera chilena. El título latino era suyo.
Minutos después de haber bajado del ring, Luis Tapia, el manejador que ha llevado a Oscar Bravo y a Ángelo Báez a Estados Unidos, lo llamó para ofrecerle un viaje a la tierra del gran boxeo. Velásquez respondió que le dieran tres o cuatro meses de entrenamiento y se las vería con cualquiera. Los brasileños, encantados con su boxeo, también le dijeron que quieren incluirlo en una próxima cartelera.

Bocinazos altisonantes rompieron la quietud de la noche quellonina un par de días después. Una larga caravana de vehículos avanzó por la ciudad. A la cabeza iba una camioneta en la que asomaba la pequeña figura del “Pancora”, cubierta casi por completo con sus tres cinturones (chileno, fedebol AMB y el conquistado en Brasil). Con una sonrisa pletórica, posó para los cientos de celulares de los vecinos que querían registrar al nuevo héroe local y que coreaban su apodo. “Grande Quellón, grande mi isla”, vociferó Velásquez. Desde ahí, asegura que entrenará el doble para tomar el mundo.