En esa columna, junto con referirse a mi libro Antología de filósofos chilenos. Testimonios, Squella nos invita a pensar en algo sobre lo que he venido dándole vuelta por años.
A saber: el mundo de ideas y profunda reflexión que emergió en Valparaíso entre las décadas del 50 y 90 del siglo pasado, de la mano de cuatro escuelas ancladas en un mundo universitario peculiar: la Escuela de Valparaíso (arquitectura), la Escuela de Derecho, la Escuela de Historia (con vocación universal) y la Escuela de Viña del Mar (término con el que hoy acuño al Instituto de Filosofía de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso de ese entonces).
Tanto Agustín Squella como otro gran intelectual chileno, Joaquín Fermandois, saben de lo que estoy hablando y escribiré, sin que necesariamente firmen lo que voy a decir a continuación.
Señalaré aquí algunos hitos que me han llevado a denominar “Escuela de Viña del Mar” a lo acontecido en ese Instituto de Filosofía por cuatro décadas, así como han sido denominadas Escuelas a centros del pensamiento en otras regiones del mundo: la Escuela de Madrid, la Escuela de Frankfurt, el Círculo de Viena, entre otros.
No solo porque, prácticamente, la totalidad de sus profesores fueran Doctores en Filosofía en las más prestigiosas universidades europeas, sino porque -y, principalmente- recibieron el testimonio de insignes maestros del pensar contemporáneo, nacional e internacional: Padre Rafael Gandolfo, el Padre Beltrán Villegas, el Padre Osvaldo Lira, Ernesto Grassi, Eugen Fink, Max Müller, Bernhard Welte, Hugo Friedrich, Martin Heidegger, José Ortega y Gasset, Xavier Zubiri, Hans-Georg Gadamer, Paul Ricoeur, Werner Jaeger, Karl Jaspers.
Una verdadera posta con el cuidado de aquellos de hacer entrega del testimonio a quienes tuvieran la disposición libre y soberana de seguir la posta con el mismo cuidado que ellos tuvieron por ese tesoro recibido. Sin ese testimonio no hay posta posible, sin esa entrega y recibimiento tampoco tradición ni conocimiento posible. La proveniencia, el “de donde”, aquí, es una de las claves de lo acontecido. Una genealogía.
Juan Antonio Widow, Hernán Zomosa, Laura Palma, Jorge Eduardo Rivera, Luis López, Juan Carlos Ossandón, Hugo Renato Ochoa, Mauricio Schievetti, Mirko Scarica, Alfonso Gómez-Lobo, Óscar Godoy, Ernesto Rodríguez; apoyados por sendos escuderos del campo de la filología clásica y germanística como el Padre Adolfo Etchegaray, Giussepina Grammatico, Héctor García, Albino Misseroni, Juana Muñoz, Christos Clairis.
Lo mismo que la Escuela de Valparaíso anunció y proclamó para sí en el campo de la arquitectura: vida, trabajo y estudio. En efecto, todo ese grupo de profesores de la Escuela de Viña del Mar compartieron con sus alumnos -mucho de los cuales se hicieron, posteriormente, discípulos suyos- no solo su vasto conocimiento de la historia de la filosofía toda, sino, por sobre todo, una disciplina, un método, un saber y un modo de ser. Unos se apoyaron en Tomás de Aquino, otros en Heidegger, Hegel, Descartes, Platón o Aristóteles, otros en Kant o Scheler, otros en Austin, Carnap, Frege o en los presocráticos, Parménides, Heráclito. Sólo un apoyo, no un repetir insensato, tedioso, contumaz.
Más allá del dominio de lenguas clásicas y modernas de ese grupo de docentes, las lecturas se valían del apoyo de los filólogos nombrados lo que daba lugar a un espacio singular de alta reflexión filosófica. Un trabajo científico en el más alto sentido de esta palabra: un saber, scire, una ciencia; y, a la vez, una investigación en el sentido originario del vocablo, in-vestigare: seguir los vestigios, las huellas, las pisadas, los rastros de ese saber.
Rigurosa, pulcra, sin concesiones. Sin seguir las modas y nada que sacara a sus cultores del pensar genuino. Cada uno de ellos había llegado ahí después de seguir los derroteros de sus maestros, bajo una estricta formación. Se estudiaba ahí a Tomás de Aquino, sí; con la misma intensidad y efervescencia que se estudiaba a Nietzsche, Husserl, Hume, Schelling o Kierkegaard.
Muy lejos de lo que he solido escuchar, majaderamente, por décadas: una escuela tomista. Había allí un bullir de actividad intelectual, vital. Esos filósofos ejercitaban y preparaban a sus alumnos a través de las mismas fuentes de la historia de la filosofía y del pensar. Las puertas de sus nutridas bibliotecas estaban abiertas y ellos siempre dispuestos a guiar las lecturas, las preguntas al deseoso de saber más allá del aula universitaria. Sin ser un taller, fue una experiencia radical, vital, irrepetible, una paideia.
la persuasión de sus maestros, gracias a la irradiación de lo que ahí ellos hacían y, con ese hacer, acontecía, hizo que destacados jóvenes filósofos de la capital, Santiago, se acercaran a este acontecimiento para empaparse de ese ambiente único de libertad creativa y aportar con lo suyo: Juan de Dios Vial Larraín, Joaquín Barceló Larraín, Héctor Carvallo Castro, Ernesto Grassi y Francisco Soler, quienes también impartieron cursos en ese espacio espiritual, hervidero de vida filosófica, de reflexión desinteresada.
¿Qué estaba ocurriendo en esa costa del Pacífico de Chile, donde un faro se asomaba, dando luces en la oscuridad? Filosofía, sin más. El esplendor de una Escuela, de un movimiento conceptual, hermenéutico, de escritos tallados con rigurosidad, lucidez y seriedad, de maestros comprometidos con el saber desinteresado gustosos de compartirlo, de intenso diálogo y largas conversaciones y discusiones acerca de un pasaje o palabra de la República de Platón, la construcción de una idea, ladrillo a ladrillo, la conquista de un concepto después de días y días esculpiéndolo. Y no pudo ser, sino en Valparaíso, nuestra conexión con el mundo. Punto de entrada y salida de ideas, punto de encuentro de diversos mundos.