El 29 de mayo de 2020, aún como diputado, Boric escribía en X: “Trump es un criminal mundial. Espero como humanidad podamos juzgarlo”.
El contexto era una decisión polémica de la administración Trump respecto de la OMS y China. Pero el lenguaje elegido por Boric no fue el de un parlamentario responsable que discrepa de una política; fue el de un activista que descalifica a una persona como enemigo absoluto.
El problema es que, cinco años después, ya no es diputado de oposición: es Jefe de Estado de un país que tiene como socio clave a Estados Unidos en materias comerciales, inversión, tecnología, seguridad, cooperación militar, Visa Waiver y hasta en foros multilaterales. Y sin embargo, el tono no cambió.
Como Presidente ha dicho que la democracia en Estados Unidos “está siendo socavada día a día” por decisiones del gobierno de Trump sobre los museos del Smithsonian. Ha acusado al mandatario norteamericano de “mentir” sobre el cambio climático en la COP30 y de sostener un “discurso negacionista” en la ONU.
Se puede estar de acuerdo o no con Trump, esa no es la discusión de fondo. Lo grave es que Boric nunca “habitó” el cargo en asuntos internacionales. Nunca entendió que ya no era dirigente estudiantil. No le importó actuar de manera mediocre y poco reflexiva en redes sociales contra el principal socio occidental del país. Y lo hace, además, con una obstinada continuidad: lo que decía como diputado lo sigue diciendo como Presidente, sin matices, sin respeto a una relación diplomática de 200 años y sin cuidado del interés nacional.
Lo que hasta hace poco podía leerse como excentricidades verbales comenzó a registrarse oficialmente al otro lado del continente. El subsecretario de Estado de Estados Unidos, Christopher Landau, segundo en la jerarquía diplomática del gobierno de Trump, no se limitó a encoger los hombros. Habló de manera explícita del deterioro de la relación bilateral.
Señaló que “es penoso que en los últimos años no hayamos tenido una relación robusta” y que los comentarios de Boric sobre Trump “demuestra lo bajo que ha caído la relación” entre ambos países. En otras palabras, por primera vez en mucho tiempo, desde Washington se habla de la relación con Chile en clave de caída, de deterioro, de oportunidad perdida.
Brandon Judd, el nuevo embajador estadounidense en nuestro país, fue todavía más directo. No sólo expresó su “decepción” por las críticas de Boric a Trump en materia ambiental; agregó que, cuando el presidente chileno hace ese tipo de declaraciones, “está dañando a los chilenos” porque dificulta traer inversiones y cerrar acuerdos. En concreto, el embajador está diciendo que el estilo de Boric le hace daño directo al bolsillo y a la seguridad de los chilenos.
Los defensores de Boric dirán que el presidente “dice la verdad”, que es “valiente” al denunciar a Trump, que mantiene una política exterior basada en los derechos humanos. Pero esa posición al parecer termina convirtiéndose en murmullos sin consistencia.
Primero, porque la consistencia moral de Boric es selectiva. Es duro con Estados Unidos, pero ha mostrado mucha mayor cautela con otras potencias cuya trayectoria en derechos humanos es objetivamente peor; ésa es, precisamente, una de las críticas de Landau: el doble estándar que denuncia el propio presidente chileno termina volviéndose contra él.
Segundo, porque su activismo discursivo no se traduce en resultados. A estas alturas, no hay ningún avance significativo que Chile pueda mostrar gracias a estas “valentías” retóricas frente a Washington. En cambio, sí hay una relación que la propia diplomacia norteamericana califica como debilitada, distante, en espera de un “renacimiento” cuando Boric deje el poder.
Tercero, porque la política exterior no es terapia ni catarsis moral. Es administración del interés nacional. Y el interés nacional de Chile exige, guste o no, tener una relación funcional y respetuosa con el país que concentra buena parte de la inversión extranjera, de la cooperación en seguridad, del acceso a tecnología y también del peso en organismos internacionales donde Chile se juega temas tan concretos como el litio, el cobre, la migración o la seguridad alimentaria.
Mientras todo esto ocurre, la administración Trump impulsa en su propio Departamento de Estado un giro ideológico relevante: ordena a sus embajadas “tomar nota” de los países, como el Chile de Boric, que promueven o financian el aborto, la eutanasia, el cambio de sexo de menores y ciertas políticas de diversidad, incorporando estos temas en los informes de derechos humanos que ese país elabora anualmente.
Para Trump, se trata de “nuevas ideologías destructivas” que dan refugio a violaciones de derechos humanos, y quiere que Washington deje de tratarlas como políticas neutrales y empiece a mirarlas como problemas.
Boric puede discrepar profundamente de esa agenda, pero desde Chile un Presidente mínimamente estratégico entiende que este es el marco en el cual se evaluarán también nuestras políticas internas. Es decir, Trump va a mirar con lupa la agenda progresista de La Moneda en estas materias. ¿Qué hace Boric? En lugar de calibrar su discurso para cuidar espacios de diálogo, ofende a Trump y su agenda internacional. En Boric no hay equilibrio entre principios e interés nacional; hay impulsividad irreflexiva.
Chile no necesita un presidente que use la política exterior como trinchera de autoafirmación moral frente a Trump. Necesita un estadista capaz de defender principios sin destruir puentes, de hablar claro sin humillar públicamente a los aliados, de comprender que un tuit puede salir caro cuando al otro lado de la pantalla hay inversiones, visas, cooperación policial y socios internacionales.
En ese examen, el de la diplomacia adulta, estratégica y responsable con su tradición internacional, Boric, hasta ahora, reprueba. Y quienes pagan el precio son los chilenos emprendedores y de esfuerzo.
Chile no puede darse el lujo de desgastar sus relaciones internacionales con la principal potencia del mundo por el antojo retórico de un presidente que busca lucirse con titulares rimbombantes y declaraciones taimadas.