El reciente veredicto absolutorio del Tercer Tribunal Oral en lo Penal de Santiago, que cerró más de una década de investigación en el caso SQM sin una sola condena, no es solo un desenlace judicial, es una señal de alarma para el sistema completo. Más allá del contenido específico del fallo, lo que queda instalado en la opinión pública es la impresión de que la justicia ha sido derrotada por sus propias demoras.
Conviene partir por una precisión que los titulares no siempre hacen: los ocho imputados fueron absueltos, pero no por haber sido declarados inocentes, sino porque el tribunal consideró que la excesiva duración del proceso vulneró su derecho a ser juzgados en un plazo razonable.
La sentencia, en ese sentido, no exime moralmente a los acusados ni confirma su inocencia. Simplemente reconoce que, tras once años de investigación, más de 500 audiencias y miles de documentos acumulados (varios incluso duplicados por error), el proceso judicial había perdido su sentido punitivo. El paso excesivo del tiempo se transformó en un atenuante absoluto.
Este matiz importa. Porque mientras los acusados quedan sin condena formal, tampoco se despejan del todo las sospechas que los persiguieron durante años. La justicia, al no pronunciarse sobre el fondo, deja una puerta abierta a la duda permanente. Esa ambigüedad erosiona la confianza ciudadana. En vez de certeza, queda la sensación amarga de que todo fue en vano.
Lo más preocupante es que el problema no radica únicamente en este caso emblemático. La dilación extrema, el exceso de pruebas sin filtro, los incidentes procesales eternos y la desprolijidad administrativa no son una rareza del caso SQM. Son síntomas de una afección más profunda. Es el conjunto del sistema judicial el que exhibe síntomas de fatiga y deformación: fiscalías colapsadas, defensas eternamente tácticas, jueces atrapados entre la sobrecarga y la letra pequeña.
Por eso no basta con decir que se ha condenado la actuación del Ministerio Público. Lo que está en entredicho no es solo una fiscalía, sino una estructura completa que, lejos de garantizar justicia oportuna y eficaz, muestra el deterioro de una justicia que tarda tanto en llegar que, cuando lo hace, ya no tiene fuerza ni legitimidad.
El resultado es previsible. En la ciudadanía se instala la sensación de impunidad. Muchos sienten (con razón) que si se trata de delitos complejos, con imputados poderosos o con ramificaciones políticas, la justicia simplemente no llega o llega tan tarde que ya no importa. Esta percepción daña gravemente el pacto democrático, porque debilita uno de sus principios fundamentales: la igualdad ante la ley.
¿Qué hacer?
Entonces, ¿qué hacer? Lo primero es asumir que el problema es estructural. El fallo del tribunal no puede interpretarse como un traspié puntual ni como una victoria de la defensa técnica. Es una condena simbólica al sistema, un golpe institucional que nos obliga a revisar con franqueza cómo se está haciendo justicia en Chile. En esa revisión deben involucrarse todos los actores: fiscales, jueces, abogados, legisladores y también la clase política que, durante años, ha postergado reformas urgentes por conveniencia o simple desidia.
Una línea prioritaria es establecer plazos más acotados y perentorios para cada etapa del proceso penal: desde la investigación inicial hasta el juicio oral. No es razonable que un juicio se extienda más de una década sin que nadie responda por ello. La ley debería fijar límites temporales exigibles y establecer mecanismos de control para que esos plazos se cumplan, salvo excepciones fundadas y bien justificadas.
También urge modernizar los instrumentos de prueba y las fases procesales. La acumulación indiscriminada de documentos –más de 14.000 en este caso– no contribuye a la verdad, sino que la diluye. Otro factor crítico son las trabas burocráticas que entorpecen el avance de los juicios. Apelaciones mecánicas, incidentes sin fondo, formatos administrativos que paralizan procesos completos. Todo eso debe ser eliminado o reformulado para que no se convierta en una coartada procesal. La justicia no puede estar atada por sus propios papeles.
Hay, además, una dimensión económica que no debe subestimarse. Un juicio como el del caso SQM –con más de 500 audiencias, años de trabajo fiscal, defensores, peritos y jueces– representa un gasto enorme para el Estado. ¿Cuánto ha costado este proceso en recursos humanos y financieros? ¿Cuánto de ese gasto pudo haberse destinado a otras causas si el sistema fuera más eficiente? Transparentar estos costos no es populismo facilón, es responsabilidad pública.
Por último, y hay que decirlo con claridad: un sistema más eficaz no solo beneficia al Estado o a la opinión pública. También es un alivio para los propios imputados (culpables o no) que pasan años en la incertidumbre, con su vida profesional y personal suspendida. Un proceso penal no debería ser, en sí mismo, una condena anticipada al fallo final.
En resumen, el caso SQM debe ser más que una frustración, debe ser un punto de inflexión. Una justicia que llega tarde no es justicia, y cuando la ley deja de ser oportuna, deja también de ser creíble. Si no actuamos ahora, el próximo gran caso volverá a estrellarse contra el mismo muro de lentitud, desgaste y descrédito. Y será, otra vez, el país completo el que pague el precio.