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Una excepción no cancela la historia

06 octubre 2025 | 15:49

Es un negacionismo que se disfraza de auditoría, pero cuyo horizonte es minar la legitimidad del pasado común y debilitar el consenso democrático que lo reconoce.

La reciente aparición en Argentina de Bernarda Vera, quien figuraba por décadas como detenida desaparecida durante la dictadura, ha sido transformada en cuestión política de alta tensión. Más aún, ha sido instrumentalizada con rapidez –y no sin cálculo– por sectores de derecha dura, ansiosos por presentar el caso como prueba de un supuesto montaje sistemático en torno a los derechos humanos.

Así, un hecho singular, trágico en su trasfondo y corregible en su evolución, se usa como palanca para disparar a todo lo que huela a política de memoria, reparación o reconocimiento.

No es una novedad. Es un viejo libreto, conocido por su eficacia: tomar una excepción, inflarla mediáticamente, y proyectar su sombra sobre el conjunto. Se insinúa entonces que hay “muchos más casos así”, que “la izquierda ha mentido”, que “los desaparecidos no son tantos”.

No lo dicen frontalmente porque eso hoy genera repudio transversal, pero van trazando un camino que va de lo puntual a lo estructural, del error al fraude. Lo que emerge de fondo no es solo una crítica a una eventual falla administrativa, es la ambición de desmontar el marco simbólico y ético que Chile ha ido construyendo en torno a su pasado más oscuro.

Falacia inductiva

El método tiene nombre, se llama falacia inductiva, que ocurre cuando se extrae una conclusión general a partir de un número pequeño o no representativo de casos particulares. Ha sido usado por siglos para ganar debates torciendo la perspectiva. En vez de discutir lo esencial, se instala un ejemplo dudoso para erosionar la confianza en el todo.

No sorprende que algunos lo empleen hoy con eficacia comunicacional, cuestionando el caso de Bernarda Vera para deslegitimar el Plan Nacional de Búsqueda, el Informe Rettig, o incluso el conjunto de políticas reparatorias impulsadas desde el retorno a la democracia.

Por cierto, este tipo de uso no es monopolio de un sector. También hubo sectores de izquierda maximalista que han descalificado el informe Rettig por “tibio”, han acusado a la Comisión Nacional de Búsqueda de ser funcional al orden posdictatorial, o han tachado los procesos de reparación de insuficientes o sesgados.

El maximalismo de ambos extremos se parece más de lo que admiten. En ambos casos se pierde de vista el contexto, y la solidez de los consensos democráticos construidos con tanta dificultad.

Seamos claros: puede haber errores administrativos, omisiones, datos mal registrados, o incluso aprovechamientos indebidos de beneficios reparatorios. De hecho, algunos han sido detectados y corregidos en su momento. Pero nada de eso alcanza a comprometer la veracidad histórica de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos cometidas en Chile entre 1973 y 1990.

Que alguien haya sido inscrito erróneamente no prueba que “todo sea mentira”; del mismo modo que un caso fraudulento en salud pública no desacredita la existencia de hospitales.

Más aún, los errores deben comprenderse dentro de un contexto, el de un régimen dictatorial que hizo del ocultamiento una política sistemática, que borró rastros, ocultó identidades, manipuló fichas, alteró causas de muerte y expulsó a centenares de personas del país sin documentación formal. En ese pantano documental, muchas víctimas quedaron atrapadas entre registros a medias y vidas en fuga. No es raro que algunas fueran declaradas desaparecidas sin confirmación fehaciente. Pero eso no convierte la política reparatoria en un fraude total.

Bernarda Vera

La historia de Bernarda Vera es dolorosa por donde se le mire. Militante del MIR, fue objeto de persecución, tuvo que huir del país y sobrevivir exiliada por décadas en Argentina bajo otra identidad. Su hija, nacida en Chile, creció sin saber que su madre vivía. Se creía que había muerto o desaparecido en la represión de los años setenta. Fue inscrita, sin precisión nominal, en registros de víctimas. Con el tiempo, su caso –entre tantos– fue asumido como parte del conjunto de desapariciones.

Ahora, al reaparecer, se abre una legítima necesidad de esclarecer si recibió beneficios indebidos, cómo fue inscrita, qué falló en el proceso. Todo eso debe investigarse con rigor y transparencia. Pero lo que no puede hacerse es extrapolar esta situación para sugerir que los más de 1.469 casos de desaparición forzada y ejecución política oficialmente reconocidos son dudosos o espurios.

La subsecretaria de Derechos Humanos, Daniela Quintanilla, lo dijo con claridad: que Bernarda haya logrado sobrevivir no le quita su calidad de víctima ni la de su hija, ni borra la violencia política que la empujó al exilio.

Negacionismo

Chile ha construido, con avances, retrocesos y tensiones, una institucionalidad de memoria que ha sido observada con respeto en otras transiciones. El Informe Rettig, presentado el 4 de marzo de 1991 por el presidente Patricio Aylwin, no fue solo un documento, fue un gesto altamente civilizatorio.

Recuerdo que esa noche de cadena nacional, Aylwin se quebró en lágrimas al dar cuenta de los nombres de las víctimas, consciente del peso que cargaba. Lo acompañaban familiares, ministros, un país en silencio. Fue la primera vez que el Estado reconocía oficialmente las violaciones a los derechos humanos.

Décadas después (agosto 2023), el Plan Nacional de Búsqueda retoma esa tarea, con herramientas modernas, acceso a archivos, trabajo forense y acompañamiento psicosocial. No es una cruzada ideológica, sino un esfuerzo ético y técnico para esclarecer lo que aún permanece oculto, paraderos, restos, causas, responsables. Pretender deslegitimar este trabajo por un caso como el de Vera es, sencillamente, una irresponsabilidad.

Lo que hoy se juega no es solo una controversia puntual. Es el intento, cada vez más visible, de instalar una forma de negacionismo suave: no se niega que hubo crímenes, pero se los relativiza; no se cuestiona que hubo desaparecidos, pero se siembra la sospecha sobre los registros; no se ataca directamente a las víctimas, pero se las convierte en beneficiarios fraudulentas, como si hubiesen recibido algo que no merecían.

Es un negacionismo que se disfraza de auditoría, pero cuyo horizonte es minar la legitimidad del pasado común y debilitar el consenso democrático que lo reconoce.

El caso Bernarda Vera debe esclarecerse, corregirse si corresponde. Porque hay países que pueden mirar su pasado. Chile lo ha hecho con dolor, pero con coraje, no solo de la Concertación, sino también a veces transversal. Cada nombre recuperado, cada resto hallado, cada verdad reconocida, honra esa tarea. No la manchemos con pequeñeces.

Lo que realmente importa, como dijo Aylwin aquella noche del 4 de marzo 1991, es que: “Nunca más en Chile deben cometerse crímenes como los que este Informe relata”.