La soledad del poder existe; no es una simple imagen, sino que se siente y se ve. Es como una sombra permanente que acompaña al estadista durante el ejercicio de sus funciones. Muchos de los que han gobernado alguna vez se han referido a ella en memorias, entrevistas o simples conversaciones. La soledad es descrita como una suerte de última instancia del poder; ermitaña, impenetrable, silente.
Su primera manifestación se produce al momento en que el gobernante adopta grandes decisiones, de aquellas que pueden marcar su mandato o la historia del país. Pero también durante las que, sin trascender en demasía, pero siendo de su exclusiva competencia, deben ser adoptadas por quien gobierna.
Hemos leído y escuchado decir a grandes estadistas que el ejercicio real del poder es un acto solitario. Los consejeros sopesan, opinan, analizan los pros y los contras; los seguidores alientan y aplauden, y los adversarios critican y se oponen. Pero las decisiones que definen situaciones, esas que suelen acarrear consecuencias, son irreductiblemente propias del poder del gobernante, no se prestan ni delegan, y se deben asumir en plenitud. Es, nada más ni nada menos, que la fórmula intrínseca del poder.
Otro tipo de soledad
Pero hay otro tipo de soledad que vive toda autoridad, y es justamente a esa a la que nos referiremos. Se trata de aquella que se va produciendo poco a poco, al irse vislumbrando el final de un mandato, cuando se producen renuncias, alejamientos, traiciones… inesperadas algunas, planificadas las otras.
Estas vicisitudes de las esferas del poder pueden ser apreciadas como formas de abandono, o bien como el resultado del desgaste natural de los equipos y de los propios liderazgos. Las apreciamos en toda su dimensión cuando las sonrisas en rostros otrora entusiastas pasan a convertirse en muecas o suspiros, en miradas esquivas. Sin duda alguna, de esta segunda soledad resulta mucho más difícil desprenderse y escapar.
Todo aspirante a la presidencia sabe, o debiera saber, que la soledad es parte del ejercicio de la función y que esta se amplifica en la medida en que el mandato avanza; que, con el tiempo que transcurre, inexorablemente, se irá quedando solo.
Ya una vez “habitado” el cargo por el ocupante transitorio, este percibe que, al llegar al fin de la carrera por la cual tanto ha luchado, se irá transformando en una suerte de fantasma del poder y que será su propia sombra la que comenzará a penar por los pasillos del palacio, mientras sus colaboradores buscarán nuevas pistas de aterrizaje y las oficinas se irán vaciando de sus ocupantes. Tal vez sea durante esos momentos aciagos, en los que también comience a reflexionar acerca del legado que dejará con su accionar.
Me llamó la atención que, para la conmemoración del golpe de Estado del 11 de septiembre, habiéndose invitado oficialmente a tres exmandatarios —por diferentes y justificadas razones, seguramente—, estos no se hayan hecho presentes en el acto organizado en La Moneda.
En esta oportunidad, la conmemoración del doloroso evento no fue como la de los años anteriores y, a pesar de los símbolos y discursos pronunciados, el relato mismo estuvo opaco. Vi algunas imágenes de soledad en los rostros de algunos y escuché voces huidizas, como una sordina que se transforma en eco monocorde que termina por perderse entre los corredores y escaleras de un castillo. Debo confesar que yo también sentí en el presidente la presencia de esa soledad del poder a la que me refiero.
La soledad del presidente
Es cierto que, paulatinamente, el primer mandatario se ha ido quedando cada vez más solo. La primera etapa de su carrera de gobernante terminó con la aplastante derrota sufrida en el plebiscito de septiembre de 2022.
Se había jugado por completo en esa batalla, y la perdió en forma abrumadora. Hasta el más cercano de sus compañeros —Giorgio Jackson— llegó a afirmar que la aprobación de esa constitución era “una condición para el cumplimiento del programa de gobierno”. Una afirmación tan destemplada que, al producirse la derrota, dejaba desnudo a un gobierno que recién iniciaba su gestión.
Durante esa descarnada campaña, los voceros del oficialismo daban a entender que, sin la nueva carta magna, les sería prácticamente imposible gobernar. Como a muchos, la cruel derrota, que es alerta y lección de todos los tiempos, los hizo más humildes y debieron seguir bogando, esta vez en aguas torrentosas.
Después vinieron cambios ministeriales. Desprendiéndose de algunos compañeros de su círculo de hierro y abstrayéndose de sus propias declaraciones que culpaban a los partidos del socialismo democrático de los numerosos males de la sociedad, el presidente llamó a políticos con más experiencia y paciencia a integrar el gabinete. Estos trajeron consigo algo de carbón y agua para una locomotora que comenzaba a toser y a ralentizar en las subidas.
La soledad del presidente se hizo presente nuevamente después del llamado “caso Monsalve”, el subsecretario del Interior acusado de múltiples delitos de connotación sexual, y de las 48 horas oscuras que se vivieron a tropezones en La Moneda luego de la denuncia contra el acusado.
La conferencia de prensa en la que el mandatario buscó explicar su actuar fue la caricatura misma del dicho de “quien explica, complica”, dejándolo esta vez ante una patética y silente soledad que se hizo interminable.
Algo comparable sucedió después de la venta fallida de la casa de Salvador Allende, un verdadero entuerto político que costó la renuncia a autoridades y la marginación de la vida pública —poco digna, en verdad— de la hija y la nieta del expresidente. El silencio guardado por el poder fue una manifestación más de la soledad que, producto de enormes desaciertos, duró varias semanas.
Las polémicas renuncias forzadas de sus más cercanos colaboradores, como Meza-Lopehandia y Miguel Crispi, y luego las de Carolina Toha y Mario Marcel, nos hacen pensar que, para estos últimos meses, la porfiada soledad será el componente cotidiano de una rutina semanal ya sin sorpresas ni sobresaltos, esa que comienza cada lunes al saludar a la guardia de palacio.
De ahí entonces que la conmemoración de la semana pasada, la última del actual período presidencial, con la ausencia de los expresidentes a la que hacíamos alusión anteriormente, sea no solo visible, sino que tenga también un alto significado político.
Hemos escuchado que, después del término de su mandato, al presidente le hubiera gustado encerrarse en un faro lejano, bien al sur del mundo, en uno de aquellos refugios desolados que han soportado las peores tempestades. Pero la llegada de su pareja e hija ha venido seguramente a modificar ese anhelo de soledad, el que, como otros anhelos, tampoco podrá ser cumplido.