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Chile, veinte años sin proyecto político

14 julio 2025 | 10:41

Chile ha cumplido catorce años de crisis institucional. Y cumplirá veinte años sin proyecto político.

El debate de los días posteriores a la primaria oficialista se ha concentrado en el destino de Jara (si podrá voltear un escenario estructuralmente en contra) y en el funeral (ahora sí) de la Concertación. Esta, que murió oficiosamente en 2013, tuvo un renacimiento infundado en la anterior campaña de primarias de Carolina Tohá. De dicha derrota se ha deducido un argumento: que no hay centro. Se asume que si poca gente votó por candidatos de centro, entonces no hay gente de centro. Pero veamos.

Si esto dice relación con la inexistencia de proyectos políticos de centro, eso es cierto. Si esto quiere señalar que no hay votantes de centro, el error es mayúsculo. No entraré en esa ruta, solo mencionaré que los datos que hemos recabado al respecto son abrumadores para decir lo contrario: los votantes en juego son de centro. Pero no dedicaré esta columna a este punto.

Y es que me parece más interesante dar cuenta del vaciamiento que condujo al cierre de la Concertación y que hoy, muchos años después de los hechos, se viene a acreditar como una verdad recién revelada. Vale la pena agregar que la derecha tradicional debiera mirar con muchísima atención lo que está ocurriendo, pues lo ocurrido en la izquierda hace unos años (y que hoy se acredita por exceso de evidencia) es lo que está ocurriendo con la derecha.

En definitiva, explicaré cómo la izquierda y la derecha tradicional carecen hoy de proyecto político y que sus impugnadores están cómodos sin tener tampoco ningún proyecto, porque el peso de la ausencia de proyecto caerá irremediablemente en los de siempre. Ante este escenario, el defecto de unos es la oportunidad de otros. El único problema para los impugnadores es que, si llegan a gobernar, sencillamente no sabrán que hacer, pues su perspectiva es crítica de proyectos políticos y no tienen uno. Vamos al examen y fundamentación de esta argumentación.

¿Qué es tener un proyecto político?

Frei Montalva tuvo un proyecto político: la tercera vía, ciertos actores sociales (campesinado, jóvenes), con un esfuerzo de modernización con justicia social basada en el ideal del cristianismo.

Allende tuvo un proyecto: transformar la estructura económica y la sociedad chilena mediante un socialismo basado en la disputa de poder en el marco de la democracia liberal.

Pinochet tuvo un proyecto: en 1974, el 11 de marzo, explicitó su programa centrado en un aumento de control autoritario en lo político con liberalización radical en lo económico, con miras a configurar una dictadura con salida institucional.

La Concertación tuvo un proyecto: consolidar la democracia y el crecimiento económico mediante un pacto de gobernabilidad con la derecha, con gradualismo reformista y con integración social progresiva. Los cuatro desafíos de la Concertación de Partidos por la Democracia era dar gobernabilidad, crecimiento, democratización e igualdad.

Estos fueron los proyectos. Los resultados de los proyectos son dignos de análisis, pero no ocurrirán aquí. Lo importante es que eran proyectos que marcaban una doctrina y que tenían una cierta coherencia interna que lo hacía al menos lógicamente posible. Eran grandes desafíos, pero se lograba observar el camino que buscarían. Está claro que muchas veces los gobiernos se perdieron en el camino, pero el proyecto existía más allá de los errores.

Algo distinto ocurre cuando se cree que hay proyecto, pero no lo hay. Y eso se percibe porque todo se cae de inmediato cuando las contradicciones aparecen generando rápidas y destructivas tormentas, a veces en un vaso de agua. Esto es lo que analizaremos.

Decíamos que los proyectos que tuvo Chile desde la década de los sesenta hasta 2006 son los descritos. Ya en el primer gobierno de Bachelet la presencia de proyectos políticos se desvaneció. Y es que se puede tener relato y no proyecto político. Bachelet trajo al sistema político un nuevo camino: humanizar la política, incorporar a la mujer en lo público, avanzar en el reconocimiento y todo ello debía lograrse sin tensionar el pacto de gobernabilidad ni las estructuras existentes. Pero todo se haría sin los partidos. Todo esto basado en la idea de una izquierda aversa al poder.

El trauma soviético en la izquierda se manifestó en llevar el gobierno a los ciudadanos. Bachelet lo pronunció. “Gobierno ciudadano” dijo en marzo y dos meses después lo negó, se negó. La gobernabilidad se había puesto cuestionada por unos estudiantes de colegio: la democratización no era tal, solo era vacío.

El siguiente gobierno fue el de Sebastián Piñera en 2010. Declaró que sería otro gobierno concertacionista, buscó una mirada de eficiencia y tecnocracia con clara orientación a favor del mercado, sin confrontar los acuerdos con la izquierda de la transición (aunque buscó un conflicto con sus socios de la UDI). Fue un gobierno donde no empujó ninguna doctrina.

El siguiente gobierno fue nuevamente Bachelet quien planteó abrir las puertas de una gran transformación estructural del modelo chileno, considerando puertas las primeras etapas de grandes cambios como reforma tributaria, reforma educacional, proceso constituyente y otros. No era un proyecto porque solo pretendía abrir las puertas para un proyecto y porque, ante la presión, cedió de inmediato y nunca dejó en claro que había una doctrina, al punto que ironizaron desde la Democracia Cristiana diciendo que Bachelet era “un contrato de arriendo”, es decir, un rostro para un momento, no el hogar para el futuro.

Y luego nuevamente tuvimos a Piñera, que esta vez sí planteó una diferenciación con la izquierda, buscando reafirmar el modelo económico y político, dejando en claro que no permitirían un cambio constitucional. Su gobierno, que nació defensivo, se convertiría en totalmente defensivo y errático después del estallido social.

Finalmente, el gobierno de Gabriel Boric tenía como base la aprobación de una nueva Constitución Política. Es decir, su proyecto era el resultado de un órgano que no dirigía. No tenía proyecto. Es decir, usted ya lo deduce, que Chile cumplirá el próximo año dos décadas sin proyecto político alguno.

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Chile sin proyecto político: del derrumbe de la Concertación al vacío actual

El proyecto concertacionista fue una síntesis, fue la absorción democrática de las transformaciones económicas de la dictadura. La Concertación fue más que un proyecto sectorial, fue más que un camino de la centroizquierda. El alma concertacionista se fundió con la cultura institucionalista chilena, con ese esfuerzo que debía unir a Portales con el Padre Hurtado. Pero tuvo un problema.

Como la Concertación venía de administrar una compleja transición, con tensiones y fisuras, tuvo dos almas siempre: el ethos del desarrollo institucional democrático liberal y el alma de la máquina de modulación de las energías disruptivas. Un ethos era expansivo y productivo, suponía agrandar la política pública, mejorar el estado. Pero el otro ethos era restrictivo. A tal punto lo fue que, el reformismo limitado es difícil de definir si lo debemos situar en el gradualismo liberal o en el conservador. Toda voluntad, toda pulsión, debía ser refrenada.

Al ser una síntesis, la Concertación se convirtió en el corazón del sistema político chileno. El problema fue cuando comenzó a fallar la capacidad de la Concertación, pues entonces todo el sistema entró en crisis. Su caída no es un episodio más; es el inicio de la época en que aún vivimos.

La Concertación tuvo un proyecto, como lo tuvieron Frei Montalva, Allende y, de otro modo, Pinochet. Pero su proyecto fue peculiar: articuló los cuatro grandes objetivos de la transición —gobernabilidad, crecimiento, igualdad y democratización— y sacrificó los dos últimos en nombre de los dos primeros. Esa renuncia progresiva a la promesa igualitaria y a la construcción de una democracia plena generó una fractura fundacional: el sistema funcionaba, pero solo cumplía a plenitud la síntesis por derecha y no por izquierda.

Surgieron los complacientes y los flagelantes y el monolítico reino fue desvaneciéndose. Además, perdieron audacia: de los proyectos de infraestructura, de la reforma al Estado, de los cambios en todos los ámbitos de las políticas públicas, de pronto vino el frenazo: la experiencia del Transantiago supuso que el proyecto en sí mismo podía dañar la modulación. Es decir, que lo expansivo debía sacrificarse para evitar elementos irritativos. La Concertación pasó a fase defensiva y, por qué no decirlo, mediocre.

Se abría la posibilidad de reemplazar a la Concertación, no como un proyecto, sino como síntoma de su fracaso no resuelto. Surgió Marco Enríquez-Ominami, heredero de tres reinos: la izquierda radical, la izquierda concertacionista y la Democracia Cristiana. Su aparición fue vista como un OVNI, pero en realidad fue el primer síntoma de una Concertación que solo cumplía el rol de modulación.

Desde el Transantiago en adelante, la política chilena le perdió el miedo al malestar y se entregó al miedo a transformar. La única política de Estado fue la huida: evitar definiciones, crear consensos gaseosos, producir reformas sin consecuencias.

En medio de este escenario, a menos de un año iniciado el gobierno de Piñera, la Iglesia católica cayó con estrépito. El nombre propio fue Karadima, el destructor de mundos. Este hecho es fundamental. Y es que la Concertación no estaba sola en su rol de modulación, sino que estaba acompañada por la Iglesia católica. ¿Derechos humanos? La Iglesia. ¿Relaciones institucionales con las Fuerzas Armadas? La Iglesia. ¿Pobreza? La Iglesia. ¿Problemas con mapuches? La Iglesia. ¿Educación? La Iglesia. En fin, prácticamente no había un área donde la Iglesia no cumpliera un rol subsidiario, pero decisivo. La catástrofe del caso Karadima redujo la capacidad de modulación de la Concertación y la dejó frente a un monstruo desconocido: los nuevos actores y sus hirientes retóricas que calzaron con el malestar social.

La Concertación no fue reemplazada. Fue primero saboteada desde dentro, luego negada, y finalmente descompuesta sin reemplazo. Por eso la crisis dura quince años y no muestra aún su fondo. Ningún proyecto nuevo ha surgido. Solo figuras que intentan capitalizar la ruina sin atreverse a fundar. Todavía no aparece la salida. Pero cuando lo haga, inevitablemente deberá dialogar con el espectro de la Concertación: no para restaurarla, sino para comprender qué significaba, en verdad, tener un proyecto.

El corazón del proyecto concertacionista era la promesa de Portales con el alma del Padre Hurtado: orden con justicia. Pero cuando se intentó aumentar la participación del Padre Hurtado, se empezó a sacrificar a Portales. En ese dilema irresuelto, se quebró la arquitectura. No hubo cuadratura del círculo, no se resolvieron las contradicciones. Solo nacieron los hijos que reemplazarían a sus padres, criticando el proyecto de sus padres, matándolos, pero sin sacarse los ojos, felices de su éxito y aplaudidos por las manos de sus padres (que, sin embargo, se quejan ante la derrota que “no vieron venir”).

La Concertación no era solo un proyecto político con fines propios, sino una pieza clave de un sistema de modulaciones que permitió contener, administrar y amortiguar las tensiones de la transición chilena. Cuando cayeron todos los moduladores —el orden simbólico de la Iglesia, el relato democrático de la Concertación, el equilibrio político que daba sentido al consenso—, surgieron figuras como Boric y Vallejo, no como continuadores ni como rupturistas consistentes, sino como efectos directos de la desaparición del control estructural del conflicto. Nacería ese sector que luego se llamaría Frente Amplio o Apruebo Dignidad.

Boric y el Frente Amplio: gobernar sin proyecto

Gabriel Boric y Camila Vallejo no aparecen por un nuevo proyecto. Surgen porque no había forma de contener el conflicto. No son arquitectos de una salida, sino síntomas de una política desbordada, huérfana de estructuras. La horizontalidad como método, la estética como lenguaje y la juventud como autoridad fueron el reemplazo de la doctrina, el programa y el aparato. Sin moduladores, el país hizo estallar su malestar en forma directa. Y en vez de fundar algo nuevo, solo trasladó la fractura a La Moneda.

La Concertación no cayó por derrota electoral. Cayó cuando dejó de funcionar como sistema de equilibrio entre orden y justicia. Su fracaso no fue la ausencia de logros, sino el abandono progresivo de dos de los cuatro ejes que definían su promesa: igualdad y democratización. Mantuvo gobernabilidad y crecimiento, pero sacrificó lo demás. Cuando intentó corregir el rumbo, ya no tenía ni energía ni doctrina.

Bachelet II quiso refundar sin hegemonía. Piñera II gestionó sin legitimidad. Y el Frente Amplio gobernaría luego sin programa.

Esta fue la historia de la Concertación. Los antiguos decían que la historia es maestra de la vida. Vale señalarlo para la derecha. Y es que ella está entrando en el mismo limbo. Aún cree que puede restaurar el orden sin comprender que también fue parte del modelo de equilibrios y modulaciones. Su momento llegará, como llegó el de la Concertación, porque el país entero vive hoy en la inestabilidad sin forma. Una inestabilidad que no busca salida, sino que habita la repetición. Y ese momento se acerca. Un potencial triunfo de Kast (o simplemente una segunda vuelta de él con Jara) no es una reconfiguración de la derecha: es su final como proyecto, pues no es posible habilitar el pasado como herramienta del futuro.

La Concertación, con todos sus defectos, fue la última arquitectura simbólica que mantuvo unido el sistema político chileno. No porque lo dominara, sino porque modulaba las tensiones de todos los sectores. Su caída dejó al sistema sin núcleo, y las consecuencias siguen desplegándose. La política dejó de articular proyecto para convertirse en superficie.

El fracaso de Gabriel Boric no es solo el fracaso de su generación, sino la consolidación de una época donde ya no se modula, no se proyecta, no se construye hegemonía. Solo se ocupa el vacío. El problema no es quién viene después. El problema es que nadie está construyendo las condiciones de salida. Y mientras no se vuelva a pensar el país como totalidad articulada, la crisis seguirá siendo el único contenido político duradero.

La generación del Frente Amplio llega a ocupar el vacío, pero no con un diseño, sino con una estética. Boric, más que el heredero de Lagos, es su versión descompuesta, sin doctrina, sin aparato y sin experiencia. Un joven ocupa el poder por sustitución, no por construcción. No pretende una expansión. Es un modulador sin conciencia de clase.

¿Quiénes podrían tener proyecto hoy?

Hoy nadie lo tiene. Partamos por lo básico. Pero, ¿Quiénes podrían intentarlo realmente? Lamento que solo dedicaré el detalle para los candidatos con mayores votaciones (y me ciño a mi última encuesta, que sin duda puede cambiar en la próxima medición). Me refiero a Jara, Kast, Matthei y Kaiser.

  • Respecto a Jeannette Jara: parece estar buscando una síntesis entre la ruta de construcción histórica de la izquierda obrerista de la cual se deriva la mirada de un estado que otorga derechos centrados en el trabajo. Buscará compensar las dimensiones que dejó de lado la Concertación, pero huyendo de los identitarismos y del maximalismo.
  • Respecto a José Antonio Kast: parece estar buscando el retorno de la autoridad y una perspectiva altamente securitaria con orientación a una restauración del proyecto pinochetista (sin decirlo), pero con una democracia institucional que debe aprender de la dictadura no solo lo económico, sino lo político.
  • Respecto a Evelyn Matthei: parece estar buscando una reconstrucción de la confianza social y económica desde la eficiencia y una mirada orientada al orden institucional.
  • Respecto a Johannes Kaiser: parece orientarse a una restauración del estado mínimo, la libertad individual y una compleja articulación de esto con el nacionalismo y el orden.
  • Estas son las pretensiones visibles hasta ahora. Pero la pregunta que queda es: ¿quiénes tienen opciones de configurar un proyecto político a partir de estas rutas?

    Jeannette Jara tiene la oportunidad, aunque es muy difícil. Boric tenía el desafío de afrontar la transformación de Chile y decidió contentarse con la normalización, la que por lo demás se produjo sola. Jeannette Jara tiene el desafío de lograr que la izquierda no se quede en el sueño del futuro, sino que gestione la realidad. La izquierda, para ello, debe salir de la tesis de un trumpismo desde la derecha que solo desinforma. Y debe dejar de creer que todo es comunicacional. A partir de ello se han acercado al trumpismo de izquierda, camino sin sentido.

    José Antonio Kast no tiene la oportunidad porque carece de cualquier espacio, según mis investigaciones, para estabilizar un proceso político. Tendría el mismo destino en capacidad de hacer que tuvo Boric, con la diferencia que éste último suponía una modulación natural de los sectores proclives a la protesta, en cambio Kast es un irritador natural.

    Evelyn Matthei es señalada por la derecha como izquierdista o ‘derecha cobarde’ o pactista. Básicamente su proyecto posible está en ese rasgo: construir una Concertación de derecha, con mayor sentido de autoridad, pero sin descuidar el rol social del Estado. No lo ha hecho, pero los estudios cualitativos muestran esa opción como real.

    Johannes Kaiser no tiene opción de construir un proyecto del gobierno pues su rol en el sistema político es testimonial: es el que mea el asado al sistema político. Ese es su rol y quizás Parisi lo está cumpliendo mejor. Eso lo veremos.

    Si Jara se quita el exceso de futuro soñado tiene opción, pero además debe encontrar la síntesis entre todas las izquierdas, pero no por acumulación, sino por discriminación. Sí, deberá cortar ciertas pretensiones, de lo contrario su caos la comerá. Si Matthei busca al público que la ha buscado (y a quien dio la espalda en estos meses) puede articular un proyecto político. Pero el día a día no es fácil. Las dudas por su reducción de votación generan un clima huidizo e incómodo. Como todos somos cortoplacistas, miran al lado y ven que quizás es un caballo ganador. Y eso desgasta a Matthei, aunque el caballo del lado lleve a un jinete del apocalipsis.

    Chile es hoy un país sin proyecto político

    Chile ha cumplido catorce años de crisis institucional. Y cumplirá veinte años sin proyecto político. De seguro hay una continuidad. No cifro demasiadas esperanzas, pero quizás sería bueno que los candidatos se sentarán un rato a definir este pequeño detalle. No cabe duda que es imposible salir de la crisis institucional sin un proyecto político serio que vertebre el proceso que viene.

    Chile podría perder la gran oportunidad de una década con gran inversión por culpa de lo que siempre fue su fortaleza: la institucionalidad. Y es que siempre pensamos que el sueldo de Chile es el cobre, pero es la institucionalidad. Porque países ricos en minerales hay montones, pero nadie invierte en ellos sin instituciones para el largo plazo.

    Lo cierto es que Chile es hoy un país sin proyecto.La izquierda vive atrapada en una promesa de futuro que no puede cumplir, basada en una estética juvenil que se descompone al entrar en contacto con el poder real. La derecha habita en un pasado que considera exitoso, pero que la sociedad ha rechazado como insuficiente o abusivo. No hay centro articulador. No hay síntesis posible. Solo administración de fragmentos.

    El sistema político perdió su carácter de orientador histórico. Ya no canaliza los conflictos sociales, no organiza las aspiraciones colectivas, no define un modelo de desarrollo. La política ha quedado reducida a la gestión del presente y al simulacro de la acción. Las elecciones ya no son actos de renovación, sino rituales vacíos. La representación se ha convertido en espectáculo.

    Lo que ya no hay es un horizonte compartido. Lo que falta no es solo programa, sino gramática. Mientras no reaparezca un proyecto capaz de estructurar tiempo, espacio y sujeto, el país seguirá en la confusión, atrapado entre la nostalgia conservadora y la promesa progresista incumplible. El país ha perdido el sentido de dirección.
    - Alberto Mayol