Que una mujer jugara al fútbol en Afganistán era un acto de rebeldía. Desde este fin de semana, es un peligro. El ingreso de los talibanes a Kabul llevó la situación al límite: las futbolistas que durante dos décadas le pusieron el cuerpo a la lucha por sus derechos, ahora están en peligro.
El fútbol femenino en Afganistán tiene una referente. Khalida Popal, 34 años, se animó a desafiar esas tradiciones anacrónicas que les recortaba los derechos esenciales a las mujeres, incluso practicar deportes.
En 1996, cuando los talibán tomaron el poder, Popal era una niña. Le prohibieron ir a la escuela y jugar en la calle. Hija de una profesora de educación física, el sueño de aquella niña estaba detrás de una pelota de fútbol. Entonces empezó a jugar a escondidas.
Con otras niñas que también desafiaron la prohibición, se reunía en el patio de una casa para improvisar partiditos. Eso sí, eran encuentros mudos: no podían gritar los goles.
Cuando cayó el régimen talibán en 2001, Khalida Popal ya era una adolescente que sostenía sus principios: iba a luchar por el derecho de las mujeres para que jugaran al fútbol. Aunque gran parte de la sociedad las rechazaban, junto con sus amigas encararon el desafío de organizarse. Seis años después tenían armada la Selección femenina de Afganistán. Popal, por supuesto, fue la capitana.
Una de las jugadoras elegidas fue Shamila Kohestani. Cierto día, después de un partido, la elogiaron por la velocidad que alcanzaba cuando corría. Ella lo explicó con una anécdota: en 2001, cuando apenas tenía 14 años, iba por la calle con la burqa mal colocada y un talibán la empezó a golpear. La reacción de la niña fue correr, llorar y correr, correr para salvar su vida.
La militancia de Popal no fue gratuita: la pionera que impulsó el fútbol en su país recibió incontables amenazas de muerte y persecuciones en las calles que pusieron en peligro su vida. Por eso, tuvo que refugiarse en Dinamarca.