A fines de los setenta y principios de los ochenta, el fútbol británico dominaba Europa con mazo de hierro. La dinastía inglesa arrancó con el Liverpool ganando las ediciones de 1977 y 1978. El tranco imperial de los de Merseyside fue frenado por el sorprendente Nottingham Forest, que también ganó dos Copas de Europa (todavía no se llamaba Champions League) de forma consecutiva.

Llegado 1981 el Liverpool, viviendo los mejores años de su historia, quería reclamar la gloria perdida. Tenía en el banquillo al legendario Bob Paisley, un ex combatiente de la Segunda Guerra Mundial que nunca tuvo como meta ser el primer entrenador de los ‘reds’, aunque acabó ganando 20 títulos en nueve años. A su mando tenía un plantel en el que brillaban Steve Heighway, Terry McDermott, Ray Kennedy, Graeme Souness y Alan Kennedy, los héroes de la clase obrera. Un grupo amante de los Bee Gees, de los salones de baile, de las copas y que repudiaba el efervescente movimiento punk encabezado por los Sex Pistols.

“No teníamos un método de juego. Simplemente salíamos al campo y le ganábamos a los mejores equipos del mundo”, contó Alan Kennedy en una entrevista concedida al diario El País esta semana.

Paisley y sus muchachos despacharon sin problemas al Aberdeen escocés y al CSKA Sofía, pero en semis se toparon ante un muro de granito: el Bayern München. Empataron a cero en Anfield y en Alemania los ingleses rasguñaron una igualdad a un tanto que les permitió timbrar boleto a la final de París gracias al gol de visita.

Allí aguardaba el Real Madrid. El equipo español buscaba un título que le era esquivo desde 1966. Si bien nadie le tenía mucha fe, los ‘merengues’ se fueron superando a sí mismos a lo largo de las eliminatorias. El pináculo de su travesía fue dejar afuera al poderoso Inter de Milán.

Las figuras eran Vicente Del Bosque, José Antonio Camacho, Carlos Santillana, Uli Stielike y el mítico Juanito. Los dirigía el húngaro Vujadin Boskov, un revolucionario que cambió los entrenamientos de carreras maratónicas por trabajo con balón y que entre sus dirigidos llamaba la atención por un rasgo muy particular. “No veía mucho. Necesitaba que la gente de alrededor le guiara un poco desde el banquillo. Juan Santisteban era el que le ayudaba, junto con el doctor Cadenas y la gente del banquillo, porque en los partidos no distinguía lo que pasaba en la banda contraria. ‘¿Quién es aquél? ¿Qué ha pasado?’, preguntaba constantemente”, recuerda Rafael García Cortés, uno de los defensas del elenco madridista, en conversación con Goal más de veinte años después de aquella final.

El favorito era el Liverpool y los españoles lo sabían. Salieron al Parque de los Príncipes, estadio donde había iniciado su leyenda continental, con los nervios trenzados. El árbitro les perdonó más de una tarjeta. Los ‘reds ‘no tuvieron problemas para adueñarse del terreno, pero no fueron capaces de acercarse al arco de Agustín Rodríguez.

Boskov diseñó un plan más para destruir que para crear. Camacho perseguía a Souness en el centro del campo. Sabido y Navajas achicaban espacios y barrían con todo lo que pasaba por su lado. Cortés, en tanto, no podía frenar a Kenny Dalglish. El escocés sacó un duro remate desde la entrada del área que Agustín contuvo en dos tiempos.

Pasó el primer cuarto de hora y el Madrid se serenó, aunque sin asomarse al arco de Ray Clemence. Juanito se tuvo que retrasar varios metros para entrar en contacto con el balón. Santillana flotaba como un barco a la deriva observado por el ojo vigilante de los centrales del Liverpool. Camacho, sin dominar la banda, se animaba a incursionar por la derecha, sin mucho éxito. Solo Laurie Cunningham, que años después moriría en un accidente automovilístico, generaba peligro con sus carreras por la orilla, pero no encontraba receptores por dentro. La excesiva lateralización del juego de los blancos permitía que el Liverpool se agrupase bien y aguardase con calma para clavar el puñal en alguna contra. Así acabó el primer tiempo.

“Los equipos renovaron su ambición en camarines. La segunda mitad sería muy distinta. “La hinchada del Liverpool se comió a la madridista, y sus jugadores, espoleados por la algarabía de los cánticos, se dispusieron a adjudicarse el triunfo. La mayor vivacidad británica animó el juego, y de la mediocridad del tiempo anterior se pasó a situaciones de compromiso, que hicieron pensar que la balanza iba a desnivelarse decididamente en contra del Madrid”, escribió el cronista que el diario El País envío a París.

Los ingleses adelantaron líneas y presionaron la salida ‘merengue’. El partido tomó otro ritmo, sin embargo, el equipo de Paisley no pudo concretar y se terminó diluyendo. El partido volvió a su meseta. La más clara del segundo tiempo fue para el Madrid. Juanito se coló por la derecha y quedó solo frente a Clemence. Al verlo adelantado, quiso hacerle un ‘sombrerito’ y mandó la pelota por arriba del travesaño.

Otro ángulo del gol de Kennedy | Archivo | Agence France-Presse
Otro ángulo del gol de Kennedy | Archivo | Agence France-Presse

El Liverpool, más veterano, sintió el esfuerzo y mostró evidentes síntomas de cansancio. La prórroga extendía su sombra en los minutos finales, hasta que apareció Alan Kennedy. El lateral izquierdo aprovechó un saque de banda de Ray Kennedy para lanzarse al ataque. Pisó el área, amortiguó la pelota con el pecho, siguió en carrera aprovechando una grosera pifia de García Cortés y, apretado contra la raya, puso la pelota entre palo y arquero. El número tres corrió con los brazos en alto hacia donde estaba su fanaticada. Cuando su compañero David Johnson llegó a abrazarlo le preguntó: “¿Lo has hecho a propósito?”.

“Fue un error mío porque no le dí al balón al dar el bote en una raya, que antes no eran planas del todo, y Alan Kennedy recogió el balón y marcó”, explicó el defensa español Cortés. Al llegar al aeropuerto de Madrid tiró la cinta del partido. Las imágenes de esa final lo han perseguido por años.

A Kennedy, el héroe de la película, le decían una y otra vez que tenía que estar en posición, pero a él le gustaba arriesgar porque quería ganar. “A veces debes arriesgar. No se puede provocar una ocasión de gol sin asumir un riesgo y eso sentí que hice en esa jugada. Los jugadores del Madrid quizás dudaron. Quizás cometieron un error de juicio al anticipar lo que yo haría. Me dejaron libre y yo corrí hacia el área. Si tenía que ocurrir lo inevitable, tenía que ocurrirme a mí porque hice lo impredecible. Me quedé en una situación tal que, o bien podía tirar a puerta o centrar a la derecha al compañero que ocupaba la posición de delantero centro. Elegí disparar al primer palo y creo que hice lo correcto”, comentó.

Santillana dijo que de haber sabido que iba a perder no habría salido a jugar la final. El Liverpool, en tanto, confirmó su hegemonía continental consiguiendo su quinta Copa de Europa en cinco años y la volvería a ganar en 1984, otra vez con gol de Alan Kennedy y ya sin Bob Paisley, el único que ha ganado tres finales de Copa de Europa junto a Carlo Ancelotti, aunque a diferencia del italiano él lo hizo con el mismo equipo.