En el mundo del deporte existen anécdotas impactantes, relatos cuyo trasfondo van más allá de lo netamente deportivo, como por ejemplo la dramática historia del maratonista japonés Kikichi Tsuburaya, quien obsesionado con la medalla de oro acabó optando por el suicidio.

Kikichi regía su vida bajo los conceptos del honor y la dignidad, y creía que estos valores estaban por encima de cualquier cosa en la vida. Lamentablemente, esa visión idealista lo arrastró a una enfermiza obsesión que terminaría empujándolo hacia el precipicio.

La historia de este maratonista comienza con su nacimiento, en 1940, en una pequeña localidad situada muy cerca de Fukushima. A los 19 años comenzó a dar sus primeros pasos en el atletismo gracias a su ingreso a las Fuerzas de Autodefensa de Japón.

Allí, Tsuburaya pudo desarrollar sus capacidades de manera notable, ya que estaban todas las herramientas para ello. Los profesores vieron en él condiciones para los 5 mil y 10 mil metros, aunque el japonés sentía gran interés por el maratón.

Pese a las tortuosas dos horas que implicaba la prueba, el joven creía que allí podría explotar todas sus capacidades. El tiempo le dio la razón y logró colarse en la selección de su país para competir en los Juegos Olímpicos de 1964 en Tokio, formando parte de una camada de jóvenes promesas.

Con 24 años Kikichi se estrenó en la prueba del maratón. Como era tradición, esta se disputaba el último día de competición.

En Japón se vivía una gran felicidad. Habían pasado 20 años de la Segunda Guerra Mundial y en el país querían de una vez por todas borrar el recelo que recibían del mundo. La cosecha de medallas había sido buena, superando las expectativas, pero la deuda estaba en el atletismo (no se colgaban una medalla desde Berlín en 1936). Es por eso que toda la atención estaba puesta en el maratón.

La esperanza de los japoneses estaba en Toru Terasawa, quien había sido plusmarquista mundial poco antes de los Juegos. Él estaba destinado a competir con los durísimos africanos, en especial contra el etíope Bikila, además de los británicos Heatley y Kilby.

La prueba se inició y a Terasawa le pasó la cuenta la exigencia. Con el pasar de los minutos comenzó a descolgarse del grupo de avanzada comandado por Bikila, Heatley y nuestro amigo Tsuburaya.

Sorprendentemente el japonés no cedía ante la incesante presión de la prueba. Sin embargo, cuando el etíope cambió el ritmo y se alejó de los competidores, Kikichi trató de seguirlo, pero no pudo.

Aún así nuestro amigo rozaba una medalla. Cientos de aficionados salieron a las calles de Tokio para seguir a su representante, quien cada vez se acercaba a la gloria olímpica.

Como era de esperar, Bikila se colgó la medalla de oro. Cerró la prueba en 2 horas y 12 minutos rompiendo un récord mundial. Cuatro minutos después ingresó al estadio Tsuburaya y las 75 mil almas que se encontraban allí lo recibieron con un rugido.

Nuestro héroe estaba reventado. Las piernas no le daban y restaban aún 7 kilómetros para terminar la prueba. El británico se le acercaba a pasos agigantados y a 200 metros cambió de ritmo. El japonés intentó hacer un último esfuerzo pero su cuerpo no le respondió.

El bronce era suyo, y su país de igual manera valoró la tremenda hazaña de Kikichi. Todos estaban felices, menos el medallista.

La carrera obsesiva por el oro

Esa noche, en la concentración, el medallista le confesó a su compañero de habitación, Kimihara, que le había fallado a su país.

“He cometido un error imperdonable. Le he fallado a todo el país y solo obtendré el perdón si gano el oro en México dentro de cuatro años”. Esa frase evidenciaba una gran verdad. Tsuburaya estaba decepcionado por el bronce pese a la alegría que había a su alrededor.

El japonés quería a como de lugar el oro, y a sus 24 años se embarcó en una carrera ‘suicida’ de cara a México 1968. De hecho, sus entrenadores prepararon un plan de entrenamiento marcado por el “entrenar hasta la muerte”.

Se alejó drásticamente de su entorno. Se le restringió el contacto con su familia y su novia. De hecho, aplazó su matrimonio para enfocarse de lleno a su entrenamiento. “Ya habrá tiempo después de los Juegos”, dijo.

Todo avanzaba según lo planeado, hasta que en 1967 una fatídica noticia golpeó a Tsuburaya. Producto de la preparación el atleta había sufrido de una lumbalgia crónica y debió estar un mes hospitalizado.

Tras ser dado de alta retomó los entrenamientos, pero nada fue como antes. Se incrementaron las molestias y los tiempos ya no eran los del comienzo. Las esperanzas para 1968 eran desalentadoras.

La mañana del 9 de enero de 1968 los compañeros extrañaron a Tsuburaya, pues no había bajado a desayunar. Subieron a su habitación y se encontraron con una postal aterradora.

El japonés se había cortado la carótida con una hoja de afeitar. En su mano tenía aferrada la medalla de bronce y junto a el encontraron un triste mensaje: “Siento mucho crear problemas a mis instructores. Les deseo éxito en México. Estoy demasiado cansado para correr más”.