La selección brasileña calienta en el área norte del Estadio Nacional para enfrentarse al brioso Chile de Marcelo Bielsa. Carreras cortas, cambios de dirección y elongaciones componen la coreografía pre-duelo. Entre tanto rostro adusto, la alegría de Ronaldinho parece una rareza. El crack bromea con el que se le cruza y toma la pelota cada vez que puede para juguetear con ella. Mientras sus compañeros corren, él parece flotar. El preparador físico del “scratch” hace un gesto con la mano para que se vayan al vestuario y los futbolistas con polerones azules parecen hormigas que se pierden en la boca del túnel. Pero hubo uno que se quedó, era Ronaldinho. El utilero había dejado dos pelotas en la medialuna del área. No había sido un olvido.

A medida que se acercaba, la pifiadera se hacía más estruendosa. Él no respondía con ningún gesto. Le pegó a la primera pelota suavemente con el borde interno, casi como una caricia, y la estrelló en el larguero. Se paró frente a la segunda y sin tomar carrera la puso con precisión matemáticamente en el mismo lugar. El abucheo y los insultos se detuvieron por un instante, los que lo mirábamos estábamos petrificados, pensando que ese famoso comercial en que hacía lo mismo en el entrenamiento del Barcelona a lo mejor no era una farsa. Ronaldinho desapareció riéndose, sin levantar la cabeza y con pasitos cortos. No lo grabé con el celular y nunca encontré el registro en Internet. A veces me pregunto si de verdad ocurrió o si mi mente sucumbió ante el trunco del mejor mago que ha tenido el fútbol.

Ronaldinho irrumpió en la élite europea como un plato de segunda mesa. Joan Laporta, en campaña para la presidencia del FC Barcelona, hizo la promesa de contratar al inglés David Beckham si los socios lo elegían en 2003. Según él, el adonis por excelencia del fútbol moderno sería el estandarte que lideraría una revolución en Cataluña a la altura de la que encabezó Johan Cruyff en su época. Laporta se terminó imponiendo en las urnas y tenía un acuerdo con el Manchester United, pero Florentino Pérez, siempre un paso por delante, cerró el trato con el jugador y se lo llevó a su proyecto galáctico en el Real Madrid. Con el orgullo herido, había que moverse rápido para no alimentar la furia de una afición que iba de decepción en decepción, con heridas que aún sangraban por las marchas de Ronaldo al Inter y, sobre todo, de Figo al merengue. El elegido fue un joven brasileño al que le auguran un futuro portentoso, pero que aún no tenía galones en la solapa: Ronaldinho Gaúcho.

Jose Jordan / Agence France-Presse
Jose Jordan / Agence France-Presse

El mediapunta había mostrados destellos con el Paris Saint Germain y en la retina de los futboleros permanecía su golazo a Peter Seaman en el Mundial de Japón-Corea. En su nuevo club tendría que atravesar el intersticio que separa a los cracks de aquellos que viven tardes estrambóticas de vez en cuando.

El FC Barcelona padecía una depresión honda y lacerante, con una plantilla sin grandes líderes y resignado a mirar la lucha por los títulos desde la televisión en las últimas tres temporadas. Cataluña necesitaba un héroe y no obtuvieron al que querían.

Sin embargo, Dinho hipnotizó al Camp Nou en su debut frente al Sevilla. Si bien su equipo solo empató con los andaluces, él se llevó las palmas con un golazo antológico. Recibió la pelota detrás de la mitad de la cancha y trazó una diagonal endiablada. Dejó plantados a los dos que quisieron cortarlo y sacó un violento derechazo desde 25 metros que remeció el horizontal antes de cruzar la línea.

El correr de la temporada hacía ver ese gol como un oasis en medio de la aridez. El club cayó en la peligrosa dinámica de acostumbrarse a la derrota. La situación daría un giro drástico en enero. Bajo la batuta de Ronaldinho, el Barcelona inició una furiosa estampida del duodécimo lugar de la tabla hasta el subcampeonato. Los culés se quedaban en blanco por cuarto año consecutivo, sin embargo, las sensaciones eran distintas. “Ronnie” demostró que podía abrir las puertas a una nueva época.

Lluis Gene / Agence France-Presse
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Así lo entendió Laporta. El presidente se gastó en una sola temporada el presupuesto de fichajes dispuesto para dos campañas. En el verano europeo de 2004 llegaron Deco, Juliano Beletti, Ludovic Giuly y Samuel Eto’o. Ellos aquilataron una plantilla que ya contaba con Carles Puyol, Xavi Hernández y Andrés Iniesta. Frank Rijkaard, que se había acostumbrado a gestionar la escasez, tomó una decisión trascendental para la carrera de su joya. Lo alineó en la banda izquierda para que evitara el incesante tráfago de piernas del centro del campo. Desde allí el brasileño desataba el carnaval blaugrana. Orientado hacia dentro organizaba el juego, encaraba, aceleraba y disparaba. Era el émbolo del ataque sin necesidad de pisar el área. Podía abrir la cancha con extremos y laterales siempre listos para romper, buscar apoyo en la galanura de los internos o filtrar un pase hacía un nueve que siempre olía sangre. El aceitado equipo de Rijkaard ganó dos ligas de forma consecutiva y conquistó Europa tras 14 años. A “Dinho” le entregaron el Balón de Oro que causó menos expectación en los últimos 20 años. No había nadie que pudiera discutírselo.

A pesar de sus buenas estadísticas como barcelonista, al salido del Gremio la efectividad no le hace justicia. En una época en que los generales de la estrategia hablaban del biotipo, dedicaban odas al músculo y confeccionaban sofisticados sistemas defensivos, Ronaldinho le dio el gusto a todos esos que recorren canchas suplicando “una linda jugadita por el amor de Dios”, como diría Eduardo Galeano. Verlo jugar era envolverse en la magia de la niñez, cuando no había preguntas y sí ojos de asombro. Las imágenes protagonizadas siguen desfilando en la cabeza de los que lo gozamos.

Ronaldinho hace un delicado y rápido movimiento con su pie derecho que le destrozaba la cadera a un defensor del Zaragoza y que era bautizado como el “látigo”. Ronaldinho mete un puntete en Stamford Bridge para vencer al rocoso Chelsea de José Mourinho. Ronaldinho, maestro del engaño, hace saltar a toda la barrera del Werder Bremen y mete un tiro libre a ras de pasto. Ronaldinho le da una asistencia de lujo a un tal Lionel Messi para que anote su primer gol como profesional. Ronaldinho saca aplausos una ruleta ante el portero de Haití y lo celebra como si estuviese con sus amigos del fútbol sala. Ronaldinho va al Santiago Bernabeú, humilla a la defensa del Real Madrid y el público local lo terminaba aplaudiendo. Ronaldinho, en un mismo partido, hace quedar como idiotas a Gattuso, Pirlo y Maldini. Ronaldinho, con dos mordaces custodios del Athletic Bilbao atosigándolo, domina la pelota sin dejarla caer al suelo.

Era un derroche de talento y de alegría, un tipo que salía a ganar, pero también a divertirse como si estuviese en el sambódromo de Río de Janeiro. Los defensores que quedaban humillados no lo partían a la mitad, esperaban el final del partido para pedirle una foto o un autógrafo. La camiseta era un tesoro por el que valía la pena pelearse con el compañero de equipo, bien lo saben Jorge Vargas y Luis Pedro Figueroa. Nadie se ponía enojar con el mulato de sonrisa perenne.

Las delicias del futbolista disparaban el contador de visitas de YouTube. Nike vendía cualquier cosa que llevase estampado el “R10”. En las canchas de barrio los futbolistas de domingos levantaban partículas de tierra intentando imitar los trucos de fantasía del gaucho y por estos lados los que no teníamos cable nos enojábamos cuando TVN, que transmitía la liga española, no daba los partidos del Barcelona.

Lluis Gene / Agence France-Presse
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Ronaldinho llegó al Mundial de Alemania 2006 como rey de reyes. Ya había sido campeón del mundo en Japón-Corea, aunque teniendo un rol secundario. Si se coronaba en tierras teutonas elevaría su leyenda hasta el olimpo de los dioses. Secundado por Ronaldo, Kaká y Robinho, parecía que Brasil iba a ganar antes de jugar los partidos. Sin embargo, el equipo de Carlos Alberto Parreira lucía atascado, abúlico. Ganaba por inercia y cosechando dudas, hasta que Thierry Henry lo lapidó con un gol en cuartos de final.

Ronaldinho solo atinaba a tomarse la melena. Fue el inicio, no la causa, de su declive. A su vuelta a Europa parecía un espectro. La prensa catalana que lo cubría de halagos pasó a criticarlo por no entrenar, irse de fiesta y subir de peso. Llegaba todas las mañanas con lentes oscuros y vistiendo la misma ropa del día anterior. Ya no sacaba chispas en el campo y un chiche ocasional no bastaba para saciar a los temperamentales hinchas catalanes.

Ramón Besa, uno de los periodistas españoles que mejor conoce la intimidad del FC Barcelona, describió así lo que sucedió con el astro brasileño: “Cuando Ronaldinho consigue ser el mejor jugador del mundo, creo que se libera de todos los traumas que le han motivado a ser el mejor. La muerte de su padre (…), la lesión de su hermano (…), que una familia humilde pueda vivir acomodada. Y de golpe y porrazo, cuando ha hecho todo eso, él espera que lo lleven en volandas, pero la gente le sigue exigiendo que marque diferencias. Y él ya no puede, porque se ha dado un respiro (…) Jugaba a la velocidad de la luz y pasa a jugar a cámara lenta. ¿Por qué? Administra sus recursos”. Besa nos recordó una sonrisa puede esconder penas que nunca conoceremos.

Antes de que destruyese su legado en la Ciudad Condal, y con Pep Guardiola diseñando un equipo de ensueño sin su presencia, fue traspasado al Milán. Tuvo una recepción apoteósica en San Siro. Su gran problema no fue la rusticidad del Calcio, sino que ya nada lo impulsaba a competir. Tras dos temporadas y media volvió al Flamengo. Quizá el latido de su tierra le devolvería esa pasión primigenia. No fue así. En el Atlético Mineiro, pese a ganar una Libertadores, le pasó lo mismo. Ya era solo un jugador de fogonazos.

Tras su despido del Fluminense por bajo rendimiento en 2015, Ronaldinho vivió como un futbolista retirado sin estarlo oficialmente. Se le veía bien, gozando la vida de lujos que tanto le gusta, ajeno a los rumores que hablaban de regresos al profesionalismo. Esta semana confirmó que ya no volverá a jugar como profesional, una noticia esperable, aunque duele porque evoca lo que no volverá a ser.

Se va sin números exorbitantes ni una colección de balones de oro. Fue una estrella fugaz que dejó una estela única. Su reinado duró solo tres años, poco en comparación a la década de dominio de Lionel Messi y Cristiano Ronaldo, pero ellos no tienen ni su carisma ni su magia circense. No fue el mejor de la historia. No quiso. Sin embargo, quizá sea el mejor amigo que haya tenido la pelota, entablando con el cuero una conexión única y hasta paranormal. A ella le dedicó su última frase antes de irse: “Gracias, vieja”.

Miguel Ruiz / Agence France-Presse
Miguel Ruiz / Agence France-Presse