¿Cuál fue la primera selección sudamericana en participar de unos Juegos Olímpicos? La respuesta tiene un matiz celeste y una garra inconfundible. Hablamos de Uruguay, que en París 1924 se estrenó a lo grande en tierras francesas, colgándose la medalla de oro ante la sorpresa (inmerecida) de toda Europa.

En aquellos Juegos los europeos se burlaron en demasía de los sudamericanos. Sin embargo, a punta de goles debieron tragarse su arrogancia y soberbia, pues les costó demasiado caro haber mirado en menos a los uruguayos.

A mediados de mayo de 1924 la ‘celeste’ llegó a París en el más absoluto anonimato. Nadie los conocía. De hecho su primer rival en los Juegos, Yugoslavia, mandó emisarios a espiarlos durante los entrenamientos.

Pero los ‘charrúas’, inteligentes, les dieron una verdadera lección de humildad. Sabiendo que los estaban observando, fingieron dentro del campo de juego. Fallaron disparos, tropezaron en cada pase que dieron y no acertaron a ni un disparo al arco.

El reporte de los yugoslavos fue categórico. “Dan pena estos pobres muchachitos que vinieron de tan lejos…No tienen idea de lo que es el fútbol”.

Sin embargo, algo de idea tenían, ya que el sábado 26 de mayo humillaron a Yugoslavia por 7-0. El campeón de Sudamérica estaba recién calentando.

La supremacía europea en estos Juegos Olímpicos era abrumadora. De los 22 equipos participantes 18 pertenecían al viejo continente. Los ‘otros’: Egipto, Turquía, Estados Unidos y Uruguay, eran despreciados.

En el caso de la ‘celeste’ los europeos, con su soberbia o ignorancia, olvidaron un pequeño gran detalle. Uruguay se ganó su lugar en la cita Olímpica por conquistar la Copa América, el primer torneo continental en la historia del fútbol. Y no solo en una ocasión, sino que en cuatro (1917, 1920, 1923, 1924).

“No sabían de nosotros porque nuestros roces internacionales eran muy reducidos, y habíamos competido sólo en Río de Janeiro, Viña del Mar, Buenos Aires y Montevideo. Nos veían pequeños porque cruzamos el Atlántico en camarotes de tercera clase. No sabían que en nuestro equipo era tan importante el entrenador como el doctor y el experto en condición física. Queríamos jugar a todo ritmo los 90 minutos de cada partido. Nos concentramos en el torneo. Por eso evitamos la tentación de vivir en París y escogimos la paz del pequeño Argenteuil”, señaló en ese entonces el entrenador de Uruguay Ernesto Figoli.

Con el pasar del torneo los europeos comenzaron a entender que su fútbol no tenía comparación con el sudamericano. Su juego estaba basado en la fuerza y velocidad, y no podía competir con el fútbol de toque, con esos cambios de ritmo que desconcertaban a sus rivales, con ese característico gambeteo que exaltaba las combinaciones y al mismo tiempo las individualidades.

Además, ellos no tenían jugadores de la talla del portero Mazali, del zaguero José Nasazzi (capitán y líder indiscutible de aquella selección. No por algo le llamaban ‘el mariscal’), del volante José Leandro ‘negro’ Andrade (apodado ‘Maravilla negra’ por los franceses), del delantero Pedro Cea (le llaman el ‘peón’ por su incansable trabajo dentro del campo de juego), ni al centrodelantero Pedro Petrone.

Ni hablar de Héctor Scarone, el ‘mago’, y de Borelli (apodado así con el nombre de una famosa vedette) por su carácter caprichoso.

El segundo partido los uruguayos enfrentaron a Estados Unidos. Nuevamente los ‘charrúas’ mostraron de lo que estaban hechos y golearon a los norteamericanos por 3-0.

En cuartos de final los dirigidos por Figoli se enfrentarían a la local Francia. El morbo previo al encuentro creció en demasía. Más de 45 mil almas llenaron el Colombés para ver aquel partido.

Sin embargo, los aficionados galos se fueron con la cola entre las piernas del estadio, ya que su selección fue demolida por Uruguay. 5-1 acabó a favor de los sudamericanos.

Pese a su arrollador comienzo, la ‘celeste’ por poco queda fuera de los Juegos Olímpicos. En semifinales, los charrúas se midieron ante la poderosa Holanda, su más fuerte rival. Solo los goles de Scarone y Cea le dieron el triunfo por 2-1.

La final ante Suiza fue solo un trámite. Los sudamericanos derrotaron con comodidad a su rival por 3-0 y conquistaron la medalla de oro.

Los jugadores, eufóricos, corrieron por toda la cancha al pie de las tribunas. De esa manera nació la que sería llamada años después como “la vuelta olímpica: el festejo de los campeones”.