Russell Westbrook es un derroche de energía, siempre juega como si su equipo estuviera abajo por mucho, agobiado por el tic tac del reloj. Recorre el parqué con un bote rabioso, a ratos parece una locomotora desbocada.

Sus movimientos son agresivos, como relámpagos que parten defensas. Ataca el aro y si falla se lanza como un kamikaze por el rebote; si anota, vuelve corriendo a taponear, a pinchar una pelota, a ser una molesta estampa para sus rivales. Es un base con alma de matador que aprendió a hacer de todo y que hoy ostenta planillas estadísticas de escándalo en la NBA.

“Russell Westbrook es el Mike Tyson del baloncesto. Cuando el balón echa a rodar, va a por ti igual que hacía Tyson cuando se levantaba del taburete. Cuando suena la campana va a por ti. Sólo conoce una forma de jugar: rápido y duro”, comentó el ex base y actual entrenador de Milwaukee, Jason Kidd, luego de que “Russ” aniquilara a su escuadra. “Es el mejor del mundo”, agregó.

La NBA está a sus pies. Es el MVP reinante y el último septiembre firmó el contrato más grande en la historia de la liga con Oklahoma: 205 millones de dólares por cinco años. Su presente es muy distinto al de aquel adolescente que pasaba en la banca de sus equipos, aunque cada vez que sale a la duela lo hace acompañado de una marca indeleble. Westbrook siempre sale a la pista con la leyenda “KB3”. A veces lleva la inscripción bordada en sus zapatillas o en una pulsera o en la manga que le cubre buena parte de su brazo izquierdo. La sigla condensa el nombre de su mejor amigo de la infancia Khelcey Bars y el número que llevaba en la espalda.

Se conocieron en Hawthorne, una ciudad dormitorio de Los Ángeles en la que Marilyn Monroe pasó parte de su infancia. El básquetbol solidificó su vínculo. Pasaban horas gastando la suela de las zapatillas en la cancha de cemento del barrio, soñando con jugar algún día en la legendaria Universidad de California (UCLA), una de las franquicias con más galones en la NCAA.

Bars parecía no tenerlo muy complicado, encandilaba entrenadores con su potencia y sus dos metros de altura. Las mejores universidades del país tocaban a su puerta. Russell, en cambio, era un muchacho esmirriado que las veía negras para ser titular en su instituto, Leuzinger, y ni siquiera alcanzaba a tocar el aro al saltar. Con sus 1,72 metros y apenas sesenta kilos no se le auguraba un buen porvenir en la élite del básquet juvenil. Solo había llamado la atención de colleges menores como Loyola Marymount o Kent State.

El futuro del jugador del Thunder se coloreó recién en su último año de High School. Creció dieciséis centímetros y engrosó su cuerpo. Sin embargo, su amigo no estuvo allí para verlo. Una tarde, mientras jugaba una un partidito informal, Bars se desplomó. Murió horas después en el Centinela Hospital Medical Center de Inglewood. Estudios posteriores revelarían que su corazón era más grande de lo normal y eso le provocó un colapso.

El fallecimiento del joven atleta ocurrió un martes, pero recién el sábado –el día que se reunía a jugar con Russell- fue enterrado. El carácter de Westbrook cambió para siempre y la rabia se transformó en el acicate para progresar. Quería vivir como su amigo y para su amigo. En los meses siguientes, sin fallar una sola vez, cruzaba la calle todas las noches para ir a sacar la basura de la casa de la abuela de Khelcey, tal como él lo hacía.

El entrenador de UCLA, Ben Howland, se había dejado caer tiempo atrás en Hawthorne para ver a Bars, no a él. Volvió impresionado por el progreso de Russell y lo invitó a unirse a su tropa. “Siento que, en cierto modo, estoy jugando para Khelcey”, dijo en una entrevista para la ESPN.

Russell, a pesar de la nueva camiseta, seguía siendo un “underdog”. Su nombre no apareció en el listado de los 150 mejores jugadores de instituto elaborado por la prestigiosa web Rivals.com. El ranking lo lideraba Greg Oden, el gigante de rodillas de cristal que nunca pudo demostrar sus galones en la NBA. También aparecía, en el puesto 50, el otro fichaje de UCLA: James Keefe. Años después, Keefe terminó perdido en las olvidadas aguas de la segunda división española.

Westbrook fue desterrado a lo hondo de la banca en su primer año. Solo él creía en sus posibilidades. Pasaba horas puliendo su tiro junto a su padre en el Ross Snyder Park. Escuchaba que era imposible que un suplente que apenas veía acción diera el salto a la NBA, pero él se preguntaba así mismo “¿por qué no?, ¿por qué no?, ¿por qué no?”, un cuestionamiento que se convirtió en su mantra y que hoy es el nombre de su fundación. Pasó de promediar tres puntos en su primer año a rozar los trece en el último y a impulsar a su equipo en la lucha por el campeonato.

No estaba en la cartilla de favoritos, pero Westbrook fue escogido en el cuarto puesto del draft de 2008 por los Seattle Supersonics, que luego se mudarían a Oklahoma. “Russell no era el mejor en nada, pero si le preguntaba a cualquiera de los jugadores quién había sido el más incómodo de los rivales, siempre me decían su nombre”, explicó el general manager del equipo, Sam Presti.

Westbrook hizo quedar bien a los que apostaron por él. No necesitó de muchos partidos para ganarse el respeto de la liga. Poco a poco fue acumulando reconocimientos en su palmarés: quinteto ideal de novatos, jugador de la semana, jugador del mes, mejor jugador del All-Star, medalla olímpica con el “Dream” Team, parte del mejor equipo de la liga. Pulverizó marcas de leyendas como “Magic” Johnson y se convirtió en el primer jugador de la competencia –tras Oscar Robertson- en promediar un triple doble en una temporada regular. El corolario para su carrera fue el MVP obtenido la última campaña.

“De los nuevos, el único que me recuerda a mí cuando era joven es Westbrook. Juega con una rabia que no es normal. Como si estuviera enfadado”, comentó Kobe Bryant hace un par de años.

Ya sin la solera de su ex amigo Kevin Durant, “RW0” va por lo único que le falta: el anillo de campeón. Dicen que en Oklahoma el tridente que componen él, Paul George y Carmelo Anthony, aún no engrana y que nadie puede con el básquet total de Golden State. Pero, “¿por qué no?”.