Con esa sonrisa perenne iluminando su rostro moreno, Dani Alves sostiene la camiseta de su nuevo club: el Paris Saint Germain. Otro equipo de prestigio para su historial. Ya triunfó en Sevilla, Barcelona y Juventus. Es un hombre exitoso. Viste con estrafalarios atuendos de diseñador, maneja autos de lujo y arma fiestas dignas de un emperador romano. Probablemente, ni siquiera sepa cuánta plata tiene en el banco. Pero vida actual nada tiene que ver con sus primeros años, en que un plato de comida, una bicicleta y una pelota harapienta eran su gloria.

Antes de cada partido, Alves se para frente al espejo. Cierra los ojos y comienza una película. Su mente retrocede en el tiempo y en el espacio. Lo invaden los colores, los aromas, diálogos que creía olvidados. En la primera escena tiene apenas diez años.

“Estoy durmiendo en una cama de concreto en la pequeña casa de mi familia en Juazeiro, Brasil. El colchón sobre la cama es tan grueso como tu dedo pequeño. La casa huele a humedad y está oscuro afuera. Son las 5 de la mañana, y el sol todavía no sale, pero tengo que ayudar a mi padre en nuestra granja antes de ir a la escuela“, narró el futbolista en una carta publicada en junio de este año.

Con su hermano salían al campo. Su padre ya estaba ahí con un tanque en las espaldas, rociando las frutas y las plantas. El aire estaba cargado de químicos tóxicos, pero los niños ayudaban de cualquier manera. “Era nuestra manera de sobrevivir”, afirmó el triple campeón de la UEFA Champions League.

En esas horas de la mañana, Alves empezó a incubar ese espíritu competitivo que le llevaría a plantarle cara a los mejores del mundo. Con su hermano bregaban para ver quién trabajaba mejor. El papá era el juez y el ganador tenía derecho a usar la única bicicleta que había en la casa para ir a estudiar.

Si ganaba, Alves hacía de galán y subía a sus compañeras en la parte de atrás. Se sentía como un hombre grande. Si perdía, tenía que caminar los más de 19 kilómetros que separaban la granja de la escuela. La vuelta era peor, porque sabía que los partidos de fútbol del barrio iban a arrancar sin él. Se iba corriendo.

Archivo | Agence France-Presse
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“Veía a mi padre cuando me iba a la escuela, y todavía tenía el gran tanque en su espalda. Tenía todo el día en el campo por delante y después, en la noche, iba a un pequeño bar que atendía para hacer dinero extra. Era un pedazo de futbolista cuando era chico, pero nunca tuvo el dinero para ir a una gran ciudad para que los scouts pudieran verlo. Él quería asegurarse de que yo tuviera esa oportunidad, aunque eso lo matara”, contó Alves.

Las escenas siguen desfilando en su mente. Es un día domingo y están viendo fútbol en una televisión en blanco y negro. Las antenas están envueltas en papel aluminio para obtener la señal de la ciudad. “Para nosotros, era el mejor día de la semana. Había mucha felicidad en nuestra casa”.

“Ahora mi padre me está llevando a la ciudad en su viejo automóvil para que pueda ir a una prueba en frente de algunos scouts. El carro es estándar (palanca), y sólo tiene dos cambios, lento y lentísimo. Puedo oler el humo. Mi padre es un luchador. Yo debo ser un luchador, también“, detalló.

La pantalla oscurece. Dani Alves ahora tiene 13 años y logró entrar en las inferiores del Bahía. Ahora vive en una ciudad grande, lejos de la granja de su familia. Dormía en un dormitorio con otros 100 aspirantes a futbolista. El día antes de irse de casa, su papá le compró un uniforme para entrenar, el único que tenía.

“Después del primer día de entrenamiento, dejé mi nuevo uniforme en el tendedor. La mañana siguiente, no estaba. Alguien lo había tomado. Ahí fue cuando me di cuenta de que no estaba más en mi granja. Este es el mundo real, y la razón por la que llaman mundo real es porque la mierda es real ahí“, rememora.

Alves terminaba hambriento después de cada entrenamiento. La comida no alcanzaba para tantos niños. Extrañaba su casa, esa vida dura pero más simple, llena de certezas. Esos partidos de barrio, los viajes en bicicleta.

Archivo | Agence France-Presse
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Los primeros días en el Bahía le habían dejado en claro una cosa: no era ni por asomo el mejor jugador que había. De 100, era el 51 en habilidad, según sus propias palabras. Pero se hizo una promesa: “No vas a volver a la granja hasta que hagas que tu papá esté orgulloso de ti. Quizá seas el 51 en habilidad, pero vas a hacer el número 1 o 2 en fuerza de voluntad. Vas a ser un guerrero. No vas a volver a casa, sin importar qué pase“.

El rollo de la película sigue corriendo por el proyector de su cabeza. Ya no es un niño, tiene 18 años y cumplió su sueño: es futbolista profesional. Había debutado en el Bahía y ya ostentaba en su palmarés un Campeonato Baiano y dos Copas do Nordeste. Un scout de renombre se le acerca: “Sevilla está interesado en contratarte“. Dani Alves se puso como loco, sonaba como algo importante, pero la verdad es que ni siquiera sabía dónde estaba Sevilla.

“Días después, comencé a preguntar y descubrí que Sevilla juega contra el FC Barcelona y el Real Madrid. En el idioma portugués, tenemos una expresión para esta clase de momentos. Me dije: ‘Agora’. Es como, bang. Ahora. Vamos”.

Y fue. Llegó desnutrido, sin hablar el idioma y con pocas chances de ser titular y acabó siendo ídolo. El resto es historia. Treinta y cuatro títulos en su haber y contando. Sus logros colectivos e individuales lo sitúan como el lateral derecho más decisivo de la última década. Hoy, a sus 34 años, está en Paris para seguir ganando en una carrera que tuvo sus victorias más importantes antes de arrancar en el profesionalismo.

La película se acaba. El partido finalizó. Alves desaparece en el túnel camino al vestuario. En su cabeza una frase no para de sonar. “Mierda, vine de la nada. Estoy aquí. Es irreal, pero estoy aquí”.